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Monoteísmos, teocrcias y 'ayatolás'

Una de las sorpresas más perversas de los últimos años ha sido la constatación casi generalizada de que la religión es lo único que todavía pone a las masas en la calle. Ya sea el catolicismo sindicalista. polaco, el fandamentalismo shií, el integrismo sionista o el obispo de Braga, la teología, de la cual nos creímos liberados, vuelve como teología de la liberación, adaptada a las diversas religiones. El fenómeno es tanto más sorprendente cuanto Marx y, los materialistas dialécticos que dominaron el discurso intelectual hasta 1968 -y aquí un poco más- nos habían demostrado objetivamente que la religión es una superestructura de las relaciones de producción.Parece innegable la presencia en la psique invididual de una libido o energía mental, atención o preocupación, dirigida a las cuestiones que la religión articula -cuando no monopoliza- por las buenas o por las malas. Este enorme potencial humano dirigido a lo metafísico es peligrosamente susceptible de manipuliación, porque es tierno en su deseo inconsciente de credulidad y fuerte en las energías que su entusiasmo desata. Entusiasmo, no lo olvidemos, viene de en-theos, dios en nosotros, entusiasmo aunado y anudado por la religión, que viene de re-ligar.

Como el nivel de vida ha mejorado considerablemente desde las injustas e intolerables condiciones de trabajo que denunció Marx, mejora provocada por la lucha de clases y los movimientos que él originara, se ha llegado a un nivel en que las masas tienen más que perder que sus cadenas y comienzan a tomarse reticentes a lanzarse a la revolución por cuestiones materiales, que resuelven con negociaciones, sindicatos, huelgas, perestroikas y pactos moncloyanos. Y como no sólo de pan vive el hombre -cosa que tuvo que pasar por alto Marx en su circunstancia, pero que ahora ya no puede eludirse:-, emergen, más allá de las necesidades materiales mínimamente cubiertas, las fuerzas psicológicas que apacienta -o exalta- y, en todo caso, administra la religión.

La religión se usó para legitimizar el poder en Roma, donde el emperador era dios; el poder, para asentar la religión en la Edad Media, cuando Dios era el monarca supremo.

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La Europa de la Reforma y de las luces zanjó el problema emancipando la soberanía laica de los poderes extralterrenales; desde entonces, la política fue por un lado, y la religión, por otro (aunque no sin pintorescos relapsos, como cuando Franco entraba bajo palio, después de dejar en la esquina su guardia mora). La política laica ya no demandó legitimación de las instancias espirituales, sino de la soberanía del pueblo o de la diosa razón, después convertida en eficacia y hoy transfigurada en beneficio de la razón social anónima. Pero los viejos dioses personales, los daimones que se agitan en la libido suboconsciente, estaban, han estado siempre, ahí, y emergen tarde o temprano, de una manera o de otra.

El islam abordó el problema de modo distinto a Occidente.

En el islam no existe distinción entre Iglesia y Estado. Primero, porque no hay Iglesia, papa, ni obispos; los mullahs son expertos en metafísica o legislación coránica que se imponen por sabiduría, pero no pasan exámenes ni configuran jerarquías. Segundo, porque, a diferencia de Jesucristo, Mahoma fue un mesías con éxito; instauró su versión del reino de Dios sobre la tierra, actuando al final de su vida como jefe de Estado y pontífice.

Jomeini ha dicho: "El islam es político o no es nada".

En Roma, César era dios; en el cristianismo, Dios y César coexisten; en el islam, Dios es César, Alá es la fuente de soberanía y de la ley. El Estado pertenece a Dios, y es, por lo mismo, a todos los efectos, una teocracia. Alá es el jefe de Estado, y los políticos gobiernan en su nombre, como Thatcher en nombre de Isabel II y Reagan del pueblo soberano.

Al gobernar en nombre de Dios, el código civil corresponde a la ética de la religión; el inconveniente es la inflexibilidad de la ley en su aplicación y la imposibilidad, de alterarla para modernizarla. En Occidente, en cambio, la religión propone unas cosas y el código mercantil las contrarias; la ética cristiana recomienda el amor al prójimo, en tanto que la ética utilitarista aprueba la competencia y el interés individual. En Occidente no se obedece a la ley por convicción interior de tipo religioso, sino por consenso social. Ello la hace más humana y flexible; también más vulnerable en tiempos de desmoralización que necesiten reajustes en el pacto social

El problema de los fundamentalistas es volver a la pureza de la sociedad regida por la ley coránica en un mundo contaminado por la influencia occidental. Ellos quieren la tecnología -sólo parte de ella- sin los inconvenientes de la sociedad de consumo: pero ¿es eso posible? ¿Acaso la tecnología no perturba profundamente la estructura de la sociedad al cambiar las relaciones de producción?

El cristianismo no sirve de freno, como se ha visto, al materialismo a ras de suelo de la sociedad de consumo. En la vida cotidiana, la religión ha sido desbordada, no por el comunismo, como temían los reaccionarios, sino por el consumismo, que no deja ni el recurso de las catacumbas. En cambio, en lo que no es consuetudinario, en esos espasmos de la sociedad que son las revoluciones y, en menor grado, los alzamientos o las rebeliones, la religión es el oculto poder psicológico que entusiasma a las masas. Nos deshicimos de la religión en política, y ahora vuelve por la puerta trasera del subconsciente colectivo. Hitler enardece a los alemanes desencadenando a Brunilda y resucitando los héroes del Walhalla wagneriano. Jomeini emprende su hégira a Francia y retorna victorioso a Teherán en nombre de Mahoma. El obispo de Braga reúne a 10.000 cristianos y los lanza contra el partido comunista cambiando de signo la transición portuguesa. ¿Cómo salvaguardar lo político de estas irrupciones de irracionalidad?

Los griegos lo habían resuelto sabiamente; no así los romanos. Las religiones antropomórficas son esencialmente plásticas: admiten crítica y remodelación, casi la invitan. Homero y Hesiodo adscribían a los dioses los vicios de la humanidad, de modo que "la temida pasión de cada hombre deviene su dios". Por eso no existió tiranía religiosa en Grecia: los dioses eran creaciones humanas, y los hombres, instintivamente, se toman libertades con sus creaciones. Además, no existía biblia griega; los judíos aceptaron el dios que les fue revelado; los griegos pensaron sus dioses. Píndaro se niega a aceptar la leyenda de un dios caníbal y rechaza la teogonía.

Los romanos, aunque politeístas, proclamaron al césar dios y fueron monoteístas en política. Luego, el monoteísmo judío se difundió como cristianismo, y Europa, para volver a la libertad democrática de los griegos, tuvo que deshacerse totalmente de la religión y basar la soberanía del Estado en el pueblo. El monoteísmo es más propicio a la dictadura que la pluralidad, más romano que católico, y constituye un problema cuando el imperio se sustituye por la democracia.

Se diría que la libido religiosa está esperando hallar un cauce o forma más propicia y moderna para expresarse en concordancia con la democracia; algo que tenga que ver con la ciencia y filosofía natural; algo que recoja el factor predominante de la mentalidad moderna, que es la universalidad de la intrincada ley natural, incluso en el orden moral. Para nosotros, la necesidad no es, como de antiguo, un personaje mitológico con el cual se guerrea, sino más bien un entresijo de relaciones omnipresentes, como ese campo electromagnético que postula la ciencia moderna y que nos penetra con una malla más sutil que nuestros nervios más sutiles, pero conteniendo en él las fuerzas centrales del universo.

Hasta que la ciencia y la religión no hablen el mismo lenguaje, mientras los postulados de la teología no sean las hipótesis de la mecánica cuántica, el código civil deberá estar separado de la moral religiosa para librarnos de la teocracia fundamentalista, pero al precio de abandonar en el limbo del consumo materialista esa libido religiosa que, falta de empleo más noble, acechará pervertida para atacar en las oscuras zonas irracionales de las revoluciones.

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