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Digestiones

En los desfiles diminutos de los soldaditos de plomo se puede ver lo inmutable de la moda militar. Ahí están los centuriones y los bersaglieri, la Policía Montada del Canadá y los bobbies británicos. El uniforme es la piel del enemigo y mantenerlo es una muestra de respeto para con las leyes no escritas del desacuerdo armado. No se sabe si por coquetería del poder o por presbicia de los ciudadanos, aquellos entrañables grises que tanta guerra dieron en nuestra juventud fueron arrumbados para dar paso a una gama de marrones con pañoletas fósforescentes. Es cierto que el hábito no hace al monje, pero es la esencia del policía. O sea, que decir de un guardia civil que tiene el alma de charol no es una figura poética, sino una verdad avalada por más de un siglo de tricornio.Pero el tema ya no es saber de qué color van a ser los porrazos, sino la curiosa aparición de nuevos personajes del control público. La ola de cuerpos de seguridad que nos invade nació en el océano bancario y ha llegado hasta las playas de lo cotidiano. Hoy esos genuinos muebles de la disuasión han penetrado en lo más íntimo. Se encuentran a las puertas de una lencería o haciendo guardia junto a unas botellas de Armagnac. Abundan cada vez más en los supermercados y restaurantes. Imperceptiblemente, las latas de foie-gras en las estanterías relucen como los fingotes de oro de Fort Knox y los sobres de sopa se custodian como si acabaran de salir de la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre. La paranoia nacional ha llegado a hermanar el colt 45 con la cosecha del setenta. Comer vuelve a ser, pues, un acto de supervivencia. Esos nuevos defensores de las digestiones nunca pasarán a la posteridad de los desfiles. Su función es meramente cortesana. Son los nuevos catadores que beben el veneno dedicado a sus señores y que se han conjurado para disparar al cleptómano goloso o al cuatrero de cinco tenedores. Pretenden tranquilizarnos. Pero los flanes tiemblan más que nunca y hasta la escarola Rega a la mesa con los cabellos de punta.

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