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Tribuna
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Sobre la inocencia del intelectual

Me preguntan a bote pronto y a modo de encuesta si creo en la inocencia de los intelectuales. A pesar del carácter demasiado genérico de la pregunta, mi respuesta es: "No".Primero, porque en el mundo en que vivimos nadie -intelectual o no- que disponga de un cierto nivel de información y de un grado suficiente de libertad de movimientos es inocente de nada. Sólo cabe hablar de inocencia cuando reina la opresión política dictatorial o la miseria económica. Y en un sistema democrático sólo se puede alegar inocencia cuando no se tiene ni la más mínima posibilidad, personal o colectiva, de influir en la formación de la opinión o en la orientación de los asuntos públicos.

Segundo, porque aunque es cierto que ni la información ni la libertad son datos fijos y hay que luchar permanentemente por ellos, esta lucha no es patrimonio de ninguna clase de personas ni de ningún grupo específico, sino de todos los individuos y de todos los grupos. La libertad de expresión es vital no sólo para el intelectual, sino para todo el mundo.

Tercero, porque dadas estas condiciones mínimas, toda persona es responsable de sus actos y de sus trayectorias personales, de sus aciertos y de sus errores. Naturalmente, todo el mundo puede cambiar de opinión y hasta de ideales, porque las realidades también cambian, porque los intereses personales o colectivos se modifican y porque nada es inmutable. Pero cada uno es responsable de sus ideales y de sus militancias, de sus propios cambios y de los motivos que le han llevado a ellos.

Cuarto, porque nadie tiene el monopolio de la crítica ni nadie está por encima de ella. No sé por qué algunos intelectuales tienden a verse a sí mismos como los depositarios de la crítica pública. Creo que uno de los fundamentos de la democracia es que nadie puede estar al margen de la crítica, y por eso los sistemas democráticos arbitran mecanismos de defensa judicial contra las posibles extralimitaciones de ésta. En nuestro país hemos tenido casos bien recientes de este conflicto, y no creo que debamos echarlos en saco roto. El poder político debe ser sometido constantemente a crítica porque tiene el monopolio de la violencia legal y porque tiende a menudo a eludir sus responsabilidades proclamando el carácter sagrado de determinadas personas o instituciones. Pero no veo que esa crítica tan necesaria sea materia reservada de un determinado grupo de personas ni veo tampoco que existan títulos específicos que les habiliten para ello. El ciudadano necesita mecanismos de crítica y de defensa frente a la prepotencia de todos los tipos de poder, públicos y privados; no intermediarios neutrales, situados por encima de unos y otros.

Quinto, porque no existe ningún sector social que se pueda definir, frente a los demás, por el dato exclusivo y excluyente de la independencia de criterio. Todo el mundo está condicionado por su entorno, y el problema es poder encontrar un punto exacto de equilibrio entre ese condicionamiento y una libertad de criterio personal que nunca será ilimitada, ni pura, ni incondicionada. En definitiva, en una sociedad conflictiva nadie es del todo neutral. Y aunque no quiero decir con esto que todos debamos tomar partido entre lo blanco o lo negro, ni que debamos estar constantemente angustiados por nuestra responsabilidad en todo cuanto ocurre en el mundo, lo cierto es que cuando hay conflicto siempre se está tomando partido de alguna manera, por activa o por pasiva. Eso no implica ningún reproche, puede que no sea ni bueno, ni malo, ni transcendente, pero hay que saberlo para situarse a uno mismo en el tiempo y en el espacio.

Sexto, porque no creo que existan personas o grupos que son culpables o sospechosos por definición y otros que, también por definición, pueden denunciar culpas y sospechas sin estar sujetos a ellas. Ni una cosa ni otra. Si un dirigente político de adscripción progresista participa, aunque sea en forma pasiva, en un acto en favor del apartheid, es lógico que se le critique con la máxima contundencia. Pero no veo por qué no se debe considerar igualmente criticable que un intelectual que se define a sí mismo como progresista colabore en un medio de comunicación que defiende el apartheid y, en nombre de su independencia personal, guarde el más absoluto silencio. Al político se le puede y se le debe criticar porque, en democracia, ocupa un puesto público sujeto a responsabilidad política y ética. ¿Por qué no puede estar sujeto a esa misma responsabilidad el que desde un medio de comunicación contribuye a formar la opinión de los ciudadanos?

Séptimo, porque en nuestro país ha existido y existe un prejuicio popular muy extendido contra la política y los políticos en general, en parte por razones justificadas, en parte no, y éste es un problema que no podemos ignorar porque atañe directamente a la estabilidad del sistema democrático. Digo que hay algunas razones justificadas porque el Estado moderno se ha construido en España bajo la dirección de oligarquías cerradas y alejadas de la inmensa mayoría de la población, y los ciudadanos se han acostumbrado históricamente a percibir a los políticos como seres pertenecientes a una casta especial, que sólo piensan en enriquecerse y en acumular poder sin ningún escrúpulo. La democracia actual ha heredado una gran parte del aparato de ese Estado, y con él casi todos sus símbolos. Por eso muchos ciudadanos siguen viendo al poder político y a los que lo ostentan como si nada hubiese cambiado, como si todos fuesen iguales. Es posible que muchos o algunos de los gobernantes de estos años hayan contribuido con sus errores o sus gestos a mantener esa imagen de continuidad, pero sería una ceguera imperdonable no percibir los cambios y no contribuir a deshacer los equívocos más perjudiciales. Pues bien, yo creo que ésta es, precisamente, la ceguera en que incurren algunos intelectuales en nombre de la independencia, de la libertad, de la crítica y de la neutralidad. Me preocupa, y mucho, esa especie de neoanarquismo estetizante que predica la malignidad intrínseca del poder y del compromiso político y sostiene que nada ha cambiado, que los de ahora son iguales que los de antes y que, en definitiva, nada vale la pena porque el individuo es impotente frente a los que mandan, y las colectividades también. Es posible que con eso uno se sienta satisfecho y personalmente compensado, pero creo que los demás tenemos derecho a decir algo en nombre, precisamente, de la responsabilidad pública, porque en esto está en juego el fortalecimiento o el debilitamiento de nuestro sistema democrático.

En definitiva, los criterios que sirven para ejercer la crítica pública en un régimen de democracia deben ser aplicables a unos y otros, sin exclusivismos ni excepciones. Dentro de los límites ya expuestos, todos somos responsables de nuestros actos y de nuestras opiniones, y no veo que exista una categoría especial de inocentes que estén dispensados de mojarse y otra categoría formada por los que tienen que estar mojándose continuamente para que los primeros puedan ejercer su profesión. Por eso he contestado no a una encuesta que en realidad se refiere también a mi propia inocencia.

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