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'Finis Austriae'

El 12 de marzo de 1938, Sigmund Freud tenía 82 años; Adolf Hitler, 49, y Kurt Waldheim, 20. El primero vivía desde hacía 47 años en el famoso y universal número 19 de la calle Bergasse, de Viena. Hasta la puerta misma de su casa, desde semanas antes, se alineaban las cruces gamadas. Sólo esperaban la aparición, como si se tratase del revelador hilo rojo freudiano, de los inquisidores. La muerte no era ya un problema metafísico.El lunes 30 de enero de 1933, alas 11. 17, Adolf Hitler era consagrado canciller de Alemania por el presidente de la República, el mariscal Hindenburg, que le despreciaba. La matemática parlamentaria conducía al partido nacional socialista (el partido nazi), en el seno de una coalición de la derecha, al poder. La historia del mundo comenzaba su cuenta hacia atrás.

En unas semanas más dieron comienzo las persecuciones. Contra los partidos de izquierda, contra los judíos. El Estado totalitario disuelve el último vestigio de la débil democracia de Weimar. Los hijos de Freud que vivían en Alemania -como todos los analistas judíos de la Asociación Psicoanalítica- tuvieron que emigrar. Era la primera ola, la feliz: la que salvaría aún la vida.

El 16 de marzo de 1933, Sigmund Freud escribía a la princesa María Bonaparte a París: "( ... ) Las gentes temen que las extravagancias nacionalistas de Alemania puedan extenderse a nuestro pequeño país. Se me ha aconsejado huir a Suiza o a Francia. Es absurdo. No pienso que haya ningún peligro en Viena, y si debe producirse, estoy firmemente resuelto a esperarlo aquí mismo. Si ellos me matan, muy bien. Es una manera de morir como otra cualquiera". Hablaba solamente de extravagancias.

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La, princesa insiste para que se reúna con ella en Saint-Cloud. Unos días después, Freud vuelve a tomar la pluma y quiere ser optimista. Le dice a María Bonaparte: "( ... ) Los accesos de violencia en Alemania parecen calmarse". Tiene que reconocer, en el mismo texto, que "la opresión sistemática de los judíos y la restricción de la libertad de espíritu son los únicos puntos del programa de Hitler que se han cumplido. Todo lo demás", añade, "no es nada más que debilidad y utopía...".

Todavía, en una última decisión de autoengaño -la vida permite que el maestro del psicoanálisis cerrara los ojos a la verdad-, dirá que el nazismo austriaco "no será tan brutal como el nazismo alemán". El médico de cabecera de Freud, lúcido, añade, en su prodigioso libro -Freud: living and dying-, estas solas palabras de comentario: "Olvidaba que Hitler era austriaco".

En mayo se quemaban en público, ante la universidad de Berlín, los libros de Freud, de Thomas Mann, Musil y otros muchos autores judíos y antinazis. Una de las cabezas más inteligentes de la Francia del futuro, estudiante de filosofía entonces en Berlín -Raymond Aron-, asistió, sobrecogido, a la quema. A su lado, impresionado como él, estaba su amigo Golo Mann. Comenta Aron: "Los libros se consumían en la Unter den Linden como antes los de la Biblioteca de Alejandría. Las llamas simbolizaban la barbarie al poder...". Las plegarias terminaban su melodrama. Los hechos se deslizaban hacia el caos.

En Viena, donde las noticias volaban con nueva exaltación, Freud diría a sus hijos: "¡Qué progreso! En la Edad Media se me hubiera arrojado al fuego a mí mismo; ahora se queman mis libros...".

Pero la pesadumbre llamaba ya a su puerta. El 10 de junio de 1933 escribía a la princesa: "El mundo se ha convertido en una gran prisión; la peor de las celdas es la alemana. Lo que va a pasar en la celda austriaca es incierto...".

El 12 de marzo de 1938, en su diario, Freud escribiría una sola palabra: "Finis Austriae". Viena recibiría a Hitler, muy pronto, en una impresionante manifestación de adhesión. Martin Freud, el hijo del revelador del inconsciente, ha contado aquel largo día de la historia. "El encadenamiento trágico comenzó con los gritos insistentes de los vendedores de periódicos en la calle". El plebiscito, farsa autoritaria, pero afirmación real, iba a significar la anexión: el Anschluss. Freud mandó que le compraran un periódico de la tarde -el Abend- que se había distinguido en su campaña a favor de la independencia de Austria. "Tomó el periódico de las manos de Paula -la generosa ayudante personal de la casa, a cuya memoria se confiaría la reconstrucción del despacho de Freud, de Viena, en Londres- y recorrió con la mirada los títulos. Después, sombrío, arrugándolo en su mano, lo tiró a un rincón de la sala... Como mi padre tenía un perfecto autocontrol de sí mismo, y muy raramente dejaba traslucir su emoción, todos permanecimos silenciosos. Éramos conscientes de que si él tiraba un periódico al suelo los acontecimientos debían ser inquietantes...". Así escriben la crónica de la vida los testigos.

Largo sábado aquel 12 de marzo de 1938 -a 50 años estamos ahora de la memoria y la desmemoria de la existencia y aleccionador el domingo día 13 con los nazis dueños de Viena. El despacho del hijo de Freud, Martin, fue asaltado. Poco después, las SS llegaban a la casa de Freud, enfermo, y se llevaban a su hija, Anna, para interrogarla. Antes secuestraron todo el dinero que encontraron en la casa, amén de los pasaportes. Cuando la esposa de Freud le hizo saber el dinero que robaron, él, calmo, se limitó a decir: .¡Dios mío!, jamás me ha salido tan cara una sola visita...".

La princesa Bonaparte se presentó inmediatamente en Viena para pagar la cantidad que pedía el Gobierno alemán para autorizar la salida de Freud y su familia de Austria (cantidad que devolvió Freud hasta el último centavo) y para resolver los problemas anejos al traslado de muebles y libros...

El 4 de junio de 1938, Sigmund Freud -como haría su amigo Einstein eligiendo Estados Unidos, mientras él optaba por Inglaterra, su sueño juvenil de la libertad política- abandonaba Viena y el mundo que había precedido a Hitler. En las últimas semanas, mientras esperaba la autorización para abandonar Austria, se puso a traducir al alemán un libro de María Bonaparte: Topsy. Era la biografía de un perro de la princesa, un chow-chow que murió de cáncer. De cáncer, cuyas primeras manifestaciones comenzaron en 1923, murió Sigmund Freud en Londres el 23 de septiembre de 1939. Veintitrés días antes había estallado la II Guerra Mundial.

El Anschluss dejaba para las rememoraciones del porvenir la biografía de un siglo de horrores y perplejidades. Entre ellas, la biografía de Kurt Waldheim, presidente de la Austria feliz del viejo imperio y la del Finis Austriae de Sigmund Freud. Con las cenizas aventadas por las batallas de la guerra, 51 millones de seres humanos dejaron de existir entre 1939 y 1945. Ése es nuestro tiempo. En el primer minuto de la guerra atómica podrían morir, se dice, 150 millones de seres humanos. Sigmund Freud no pronunció, al morir, ninguna frase legendaria.

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