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Ética, ejemplaridad y convivencia

Hace sólo unos años, la sociedad occidental había llegado a la cresta de la ola en cuanto a permisividad. Sería aleccionador dar un repaso a las hemerotecas. No sólo el alcance de la felicidad, sino la misma realización de la humanidad parecían centrarse en la anomia y el hedonismo. Mientras que el principio del deber se juzgaba como el origen de todos los males y los traumas, el principio del placer era la panacea de todos los problemas, la piedra filosofal de un humanismo nuevo y, por supuesto, mejor.Dos manifestaciones principales presentaba esta concepción antropológica: el erotismo incontrolado y la adicción progresiva a las drogas. Mientras que en las cátedras universitarias de Estados Unidos y, posteriormente, de Europa se divagaba y se filosofaba desde estos planteamientos liberadores, en los campus se ponía en práctica a gogó: copular con cualquiera, en cualquier ocasión y de cualquier manera, "como quien bebe un vaso de agua". Viajar con los alucinógenos era casi una mística, en una nueva dimensión del cosmos; acaso, una religión, como llegó a escribirse por sesudos catedráticos, incluso aquí, en España.

Y aquellos polvos trajeron estos Iodos. Alguien ha escrito que Dios perdona siempre; el hombre, a veces, pero que la naturaleza no perdona nunca. No se podrá decir que la Iglesia o las iglesias hayan aprovechado la ocasión para lanzar sermones apocalípticos de carácter sádico, cantando vengativamente el trágala. Pero nadie podrá negar tampoco que la situación de nuestra juventud y de la sociedad en general es más que preocupante, y verdaderamente trágica para tantos miles y miles de afectados por la drogadicción o por el SIDA.

Afortunadamente, está llegando una prudente reacción, y se predica desde púlpitos laicos cierta moderación, autocontrol, higiene y equilibrio, epicureísmo y sofrosine. Todo se puede, sin passarse. Acaso habría que hablar de una ética funcional ¡Algo es algo! Pero, además -¿quién lo hubiera predicho?-, se trata de evitar el mal ejemplo y la corrupción de los menores. Se dice abierta -mente -y con toda razón- que no todo lo que se puede hacer honestamente se puede hacer también públicamente. No es lo mismo.

En principio, un acto tan natural y honesto como es el de defecar no tendría por qué ser inconveniente para los demás. Pero, de hecho, somos así, o estamos así; secularmente hemos recibido cierta sensibilidad hacia estos aspectos de la vida, y, si alguien hiciera sus necesidades en la Puerta del Sol o en el café Gijón, armaría un escándalo. ¡Cuánto más habría que decir de algo tan íntimo como es el ejercicio de la genitalidad! Pero, además, hay que tener en cuenta los efectos de ejemplaridad ante los niños y adolescentes, que normalmente tienen menos defensas psíquicas y morales que los adultos. Es lógico que se trate de defenderles de posibles desaprensivos, ante el peligro de la drogadicción o de abusos deshonestos.

Ahora bien: esto no es todo, ni mucho menos, sino que hay mucho, pero que mucho más. Hemos hablado de moralidad frente a inmoralidad y de ejemplaridad frente a escándalo público, pero solamente en dos campos de la ética: el erotismo y la drogadicción. ¿Es que no hay otros casos en nuestra sociedad en los que deberíamos también cuidar la honestidad y evitar el escándalo y el mal ejemplo? ¡Claro que sí! Y seríamos hipócritas si nos fijáramos solamente en unos vicios y olvidáramos o disimuláramos otros. ¡Cuánto más si los justificáramos o los practicáramos!

No pretendo agotar aquí todos los malos ejemplos de nuestra sociedad, ni tampoco aludir a aquellos que ya tienen mala imagen ante la opinión pública, como el terrorismo, la delincuencia o el aborto -sin que esta simple enumeración equivalga de antemano a una equiparación indiscriminada, por supuesto-, sino solamente a algunos. de los que suelen ser frecuentes y acerca de los cuales la sociedad española es más o menos tolerante, transigente o hasta complaciente.

¿Qué ejemplo da una sociedad en la que se puede ganar legalmente miles de millones de pesetas en operaciones bursátiles, en especulaciones de terrenos o compraventa de edificios y de empresas, mientras que hay millones de parados, de pobres y de pensionistas que apenas pueden ni medio comer? ¿Qué modelo de sociedad se promueve cuando por todas partes se estimula la ambición sin límites, la competitividad y la competición implacable, el hedonismo y el consumismo? Se idolatra el dinero, se persigue ávidamente el poder y se practica descaradamente el partidismo, el amiguismo y el nepotismo.

No interesa ya solamente el mínimo de higiene y de confort para vivir con dignidad, sino el lujo barroco y el postín; no el ser, sino el tener; no el ganar lo suficiente, sino él gastar y derrochar por deslumbrar. Si los juegos de azar ya eran un vicio nacional, ahora España entera es un casino inmenso, donde el Estado hace de principal croupier. La violencia cada vez más brutal y refinada tiene su escaparate permanente y multiplicador en las pantallas de cine y de televisión, etcétera.

En una sociedad plural y democrática como la nuestra, formada de no creyentes y de creyentes de diferenteé credos, nadie puede imponer su propia concepción moral a los demás, pero sí que podemos dialogar, convivir y colaborar desde unos principios comunes de ética natural. Hay que reconocer que no es nada fácil ponerse de acuerdo, desde el punto de vista teórico, sobre los fundamentos, los principios y las exigencias de una ética humanista y social. De todos modos, parece que existen ciertos valores sobre los que podríamos estar de acuerdo para dialogar en la búsqueda de un modelo social cada vez más humano y humanizador, como son, por ejemplo, la verdad, la justicia, la solidaridad, la fidelidad, la honradez, la comprensión, la igualdad, la libertad, la paz, el respeto a la dignidad de la persona humana y sus derechos fundamentales, etcétera.

La moral cristiana tiene exígencias específicas, que solamente pueden ser comprendidas y asumidas desde la aceptación de Jesucristo en cuanto Maestro del vivir, como el mandamiento del amor fraterno, incluso a los enemigos; la confianza inquebrantable en la providencia de Dios Padre, a pesar del misterio del dolor y de la muerte, que en Cristo pueden ser fuente de amor y de vida; la dignidad de todo hombre, como hijo de Dios; la importancia de los que no importan; la fecundidad de la castidad; la riqueza de la pobreza evangélica; la abnegación como realización y crecimiento; la humildad como grandeza, etcétera. Pero, además, la moral cristiana tiene otros muchos e importantes valores que son comunes con otras concepciones éticas, máxime en una sociedad como la nuestra, secularmente imbuida de principios y actitudes cristianas, aunque estén ya asumidas tan naturalmente a simple vista que no se conozca ni reconozca su origen.

El hijo pródigo se llevó de su casa muchos bienes. Unos, los malgastó en tierras lejanas. Pero otros bienes seguían dentro de él, en su propio corazón, donde estaba grabado el nombre de su padre. Este eco del amor le dio fuerzas para volver con su familia. Todo hombre es como un hijo pródigo, que siente en sus entrañas la nostalgia del bien y la verdad, de la alegría y de la paz. Cada vez que el amor llama a la puerta y le abrimos, es Dios que viene a nosotros. "Yo estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo", dice Cristo en el Apocalipsis. Pero Él no está. solo, sino en compañía de los hermanos. Por eso, ocurre que si cuando vamos a Dios nos encontramos con los hombres, cuando vamos a los hombres con el corazón abierto y la mano tendida nos encontramos con el Dios que nos ha dicho: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado".

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