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Jóvenes en pena

Fernando Savater

Entre las conmernoraciones retóricas que nos amenazan, la más alarmante, por lo próxima, es la de mayo de 1968. Se trata de una anticipación generacional del V Centenario del Descubrimiento (¿se sigue diciendo así o ya se ha patentado otro eufemismo?), en la que el nostálgico recuerdo de los años mozos sustituye a la disputa propiamente histórica. ¡Siempre en busca de la rememoración fausta de la 'ocasión más alta que vieron los siglos", en lugar de concederle de una vez el honroso cargo a Bertín Osborne! También aquí los hay orgullosos y arrepentidos, cariacontecidos y prepotentes, indios y conquistadores: como en la batalla dialéctica del V Centenario, los indios se ponen en plan conquistador y los conquistadores hacen el indio. La efemérides es ínclita para todos, hasta para quienes ni supieron que la vivían, hasta para quienes se opusieron a ella entonces y hoy se recuerdan como líderes.Prevalece la amargura: finalmente ha triunfado el sistema, el orden establecido. Todo fue hermoso y virginal como un día de bodas del antiguo régimen, pero luego se impuso la conveniencia burguesa y, se pactó separación de bienes entre los ayer amantes. La sagrada rebelión ha sido asimilada; es decir, traicionada. Ya no hay utopía, la vida se ha hecho privada, y la sociedad, civil. El Único californiano de los sixties que ha hecho carrera política consecuente es precisamente el que menos nos interesaba: Reagain. Hoy, el presente es lamentable -es decir, igual que antes-, pero ya no es lamentado con el mismo ahínco, ni con las mismas fórmulas, ni tal lamento proporciona la antigua autocomplacencia. Los años nos han aburrido un tanto de la mitología sin hacernos entrar del todo en religión ni aproximarnos, por supuesto, a la ciencia. En vista del manierismo tópico que consideran análisis de la realidad actual los más quejosos, resulta evidente que echan de menos no tanto la dudosa perspicacia intuitiva del pasado como la buena conciencia con que disfrutaban su ignorancia. Para ellos parecen escritas estas líneas de R. L. Stevenson: "Mantener a los 40 las mismas opiniones que sosteníamos a los 20 es haber estado sumido en un estupor durante una veintena de años y colocarse no entre los profetas, sino entre esos mocosos a los que es imposible enseñar y que siempre son castigados, y que nunca son los más listos. Es como si un capitán de barco navegara hacia la India desde el puerto de Londres y, habiendo adquirido una carta del Támesis en el muelle de su primera singladura, se obstinase en no utilizar otra para todo el viaje".

De aquí arranca toda una mitología penosa sobre los jóvenes. Es cierto que las señoras y señores de mediana edad solemos sentir una excitante sensación de promesa en presencia de los jóvenes, pero sólo los bobalicones o los hipócritas confieren a tal expectativa rango político. Suponer que la juventud es más propensa a la justa organización de la convivencia que cualquier otra edad de la vida es algo tan cándido que no requiere mayor análisis: nadie que haya tratado un poco a fondo con niños y jóvenes suscribe tal pamema. Los intereses autoafirmativos de cada edad varían de acuerdo con su posición en el gran mercado del mundo y exigen en cada caso sus propios pactos y su propia responsabilidad, pero ninguna época de la vida monopoliza globalmente virtudes sociales como la abnegación o la equidad. Sin embargo, este insulso espejismo permite a algunos adultos reblandecidos rascar la entrepierna a sus propios fantasmas políticos: recordemos los alaridos de gozo menopáusico que acompañaron las manifestaciones del gremio estudiantil el año pasado por parte de quienes en cuanto ven una pancarta en la calle creen alcanzado el grado más alto de participación democrática. ¡Ah, muchacho, coge tu guitarra y canta al mundo tu rebeldía! Música celestial para trombón y esfinter... Más sincero es el político de colmillo retorcido que cuando dice que espera mucho de los jóvenes da a entender con un guiño que a los jóvenes aún les queda mucho que esperar.

Utopideces aparte, este culto idólatra tiene también su lado sombrío y nocturno como reverso del entusiasmo solar. La mayoría de los jóvenes actuales no responden al ideal establecido: nosotros a su edad sí que éramos jóvenes como la rebelión manda. Cuanto más se santifica a la juventud, más se sataniza a los jóvenes reales desde la izquierda y la derecha. Según la óptica progresista, los jóvenes se han hecho conservadores, narcisistas, insolidarios y veneran al Gran Satán americano; los reaccionarios, en cambio, encuentran que se han convertido en facinerosos, el enemigo público número uno, y que acechan tras de cada esquina con la litrona en una mano, la jeringuilla en la otra y la.navaja entre los dientes. Los unos les reprochan que ya no quieran jugar al buen salvaje, y los otros, que sean unos salvajes nada buenos. Y mientras se discute si galgos o podencos, de amenazas muy concretas y muy políticas que hoy se ciernen sobre algunos jóvenes de carne y hueso, no se habla lo suficiente. Veamos dos ejemplos.

Cada vez hay más jóvenes delincuentes, es cosa sabida; y la inseguridad ciudadana es una de las asignaturas pendientes del actual Gobierno socialista, la oposición no cesa de repetirlo. ¿Qué hacer? Las soluciones que van al fondo del problema o no son realizables o no dan la suficiente carnaza represiva a quienes no entienden otra firmeza que la del garrotazo. De modo que ni el paro juvenil, ni la crinúnalización criminal de la droga, ni la desasistencia estructural a tantos menores en grandes núcleos urbanos son cuestiones a resolver prioritariamente para acabar con la delincuencia precoz. Lo que se está instrumentando, en cambio, es una ley penal del menor, según la cual el hecho de delinquir convertirá en adultos responsables a quienes por su edad no lo son constitucionalmente. Una ley penal del menor que sustituirá con represión lo que no se da en educación ni en apoyo ocupacional, una ley que penalizará a las víctimas y así duplicará jurídicamente los crímenes. Los jóvenes marginados son peligrosos porque están en peligro: dejarán de ser peligrosos cuando la institución social colabore eficazmente a que dejen de peligrar; cuando evite que peligre su formación, su estabilidad, su cordura afectiva, su futuro. Ningún castigo, aunque venga revestido de coartadas pedagógicas, suplirá esas demasiado reales carencias. La ley penal del menor puede ser una de las grandes vergüenzas de la actual democracia y, sin embargo, quizá llegue a entrar en vigor sin pena y con aplauso.

Hay quien se queja de que los jóvenes no militan lo suficiente en las grandes tareas colectivas. No siempre este rechazo tiene por qué ser reprensible, al menos para quienes no consideramos a las comunidades como simples rebaños agresivos. Más de 20.000 muchachos que se han declarado objetores de conciencia al servicio militar pueden verse obligados en cualquier momento a prestar un servicio sustitutorío. La utilidad social que pueden tener estas prestaciones en un país de paro galopante como el nuestro es más que dudosa: más bien se trata de un castigo, o al menos disuasión, por no haber querido asumir tareas propiamente militares. El derecho a no llevar armas en contra de la propia voluntad debe llegar a ser incluido entre los restantes derechos humanos sin ninguna contrapartida punitiva: al menos así pensamos quienes nos oponemos a la institucionalización violenta de los conflictos políticos. El Estado puede formar y pagar un cuerpo especializado de defensores profesionales en tanto sea necesario, sin necesidad de implicar obligatoriamente en él a quien no se sienta llamado a ello, sea este rechazo motivado por razones religiosas, éticas, políticas o simplemente estéticas. ¡Ojalá esta actitud de valerosa objeción ante la convención forzosa de la violencia se generalizase en todas partes para hacer imposible la tarea de tanto matarife patriótico de diverso signo!

Los jóvenes no tienen por qué ser ni guías, ni ejemplos, ni radiantes ídolos de sus mayores: conciernen, en cambio, a nuestra solicitud humana y a nuestra responsabilidad social. No salvaremos a los niños pensando como niños, pero nada en la sociedad merecerá ser salvado si nos olvidamos políticamente de ellos o les condenamos precozmente. La madura conmemoración de mayo de 1968 consistirá al menos en recordar esto.

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