La cresta del agua
Este artículo no va de inundaciones, aunque pudiera parecerlo, porque esa expresión -"la cresta del agua"- se suele emplear en tales, y tan frecuentes, momentos catastróficos: un bello modo de señalar la altura de las aguas en esas problemáticas y amenazantes situaciones. Ni de agua ni de amenazas trato yo ahora, sino de alturas y visibilidad en el campo de la cultura: estar "en la cresta de la ola" es algo que se dice en ese campo para indicar la gran actualidad o el buen momento de algunas culturas en general o de algunas personas -novelistas, poetas, científicos u otros- en particular. Metáforas de agua, con nuevas olas y toda la pesca, se emplean muchas veces para describir movimientos o fenómenos en el cine y la literatura, y en ello incurrimos nosotros con nuestras crestas del agua en la república de las letras.Pasó ya hace mucho tiempo en que la literatura y el teatro españoles eran visibles y notables. Cuando Larra escribió su famoso lamento, ya la cosa venía de atrás, y después ha seguido, pues otras, sucesivamente, han ido siendo las culturas imperiales, de manera que hasta los más sobresalientes valores de la cultura española han sido ignorados y siguen siéndolo de manera, a veces, incluso divertida. Vaya un ejemplo reciente: cierto joven filósofo francés, de nombre algo así como alsaciano, está ahora en las bocas y en las plumas de notorios príncipes de nuestras letras y de nuestra crítica, pues ha escrito un libro en el que, al parecer, trata de los intelectuales, de la cultura, de las masas y de la historia. Hombre muy, informado, contesta así a una pregunta que un periodista le ha hecho sobre La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset: "Me han hablado muy bien de él, pero aún no lo he leído". ¿A qué esperará el buen hombre?, se pregunta uno, considerando que se trata de una obra importante y que versa precisamente sobre el tema de sus preocupaciones. También me ha resultado gracioso que un activista bibliográfico francés muy popular en la televisión y que nada materialmente entre libros, en el cuadro de un programa que se titula Apostrophes -Bernard Pivot se llama este hombre de la bibliografía- respondió hace unas semanas a una entrevista que le hicieron para este periódico que no conocía prácticamente nada de la literatura española del siglo XX. Algo así ocurriría si una buena parte de nuestros críticos tuviera que mostrar sus conocimientos de la literatura portuguesa, y unos y otros no creo que fueran muy brillantes a la hora de comunicarnos sus conocimientos sobre las literaturas o los teatros africanos o asiáticos. Por lo que se refiere a lo que suele llamarse el Tercer Mundo, en la cresta de estas aguas brillan con inusitado fulgor unos pocos nombres latinoamericanos, y pare usted de contar. Esto quiere decir que en el mar proceloso de la literatura... No, no sigamos por ahí, pero sí anotemos que somos legión las gentes que nos dedicamos a estos oficios y que son muy pocos los nombres conocidos en medíos relativamente amplios. Dentro de la misma profesión, ¡qué bien nos ignoramos los unos a los otros!
Por doble camino me viene ahora a la memoria el nombre de Baldomero Fernández Moreno. A ver, ¿quién de ustedes sabe de quién estoy hablando? (alguna mano aislada veo que se alza por allá). Acaso conozcamos más a César Fernández Moreno, o quizá tampoco, pero da igual. Dos notabilísimos poetas argentinos: éste, hijo de aquél. Alguna vez he citado yo a don Baldomero -recientemente, a propósito de los cuartos de la luna-, y también a don César, por aquello de "Buenos Aires, me vas a matar". Pero ahora quiero citar otra vez al padre, el cual me escribió y publicó, ya en sus últimos años, una colección de aforismos, muchos de los cuales tienen tanta o más gracia y, desde luego, más pensamiento que muchas de las mejores greguerías de Ramón Gómez de la Serna. Entre ellos viene a cuento de lo que vamos diciendo éste, tan expresivo que, entre otras cosas, hace superfluo este mismo artículo, en el que voy a citarlo: "En español en el texto (nota del traductor). Algo es algo".
Me gusta saber algo de algunas cosas ("Yo, con erudición, ¡cuánto sabría!", exclamaba no sé quién en El diablo Mundo, de Espronceda, que es un poema ciertamente muy cachondo, y que me apuesto el cuello a que muy pocos de nuestros colegas han leído, a pesar de lo cual no vacilarán en decirnos su opinión sobre la significación de Espronceda y otros extremos literarios. En bolsa de citas se convertirá este artículo si además me refiero ahora -pero ¿cómo no hacerlo si es de cajón?- a los eruditos a la violeta). Me gusta saber algunas cosas, decía cuando me interrumpí a mí mismo para decir una impertinencia sobre nuestra dudosa cultura romántica, y continúo ahora con una confesión que era mi objetivo al comenzar la frase: la de que hay cosas que detesto saber, por ejemplo, el nombre de cualquier autorcete norteamericano, y hasta a veces sus obras, o la identidad de cualquier fabricante de poesía del montón superrealista. Lo da la situación: que uno sea un conocedor desconocido... ¿Y cómo evitarlo? ¿Cómo ignorar quién fue Saint Pol Roux o Queneau, o Etiembre, o Caillois o Pichette, o Leiris o Péret, o Boris Vian, o qué sé yo quién? El señor Pivot, de quien antes hablaba, ¿por qué va a saber quién fue Pío Baroja, qué obras escribió Valle-Inclán o a qué se dedicó un señor que se llamaba Luis Cernuda? El juego de las culturas va de esta manera, y las hay dominantes y las hay marginadas, y las crestas del agua se diseñan en términos mercantiles de lanzamiento de unos autores y ninguno de otros, con absoluta prescindencia de la importancia y la calidad de las obras. La institución del Premio Nobel hace a veces la pamema de sacar un escritor de las tinieblas de una cultura ignorada, que queda ascendído así por una temporadíta a la cresta de estas aguas más estancadas que revueltas, desgraciadarnente.
Es cierto que no hay una ciencia de la literatura, pero si la hubiera estoy seguro de que se quedaría definitivamente establecido que encierra muchas falacias el sistema de las altas notoriedades -y no digamos de los números uno: "el mejor escritor de su generación", "el más alto poeta palentino", "el más importante dramaturgo de la posguerra"-, y ello resulta evidente en el curso histórico de la literatura y el teatro: autores que sufrieron el desprecio son después elevados a las crestas del genio, o viceversa, y en otros momentos son medianamente apreciados, y en qué quedamos. La cosa se suele explicar por las circunstancias de la vida, y también porque hay autores que se adelantan a su tiempo, pero no sé, no sé.
Son muchos los autores que se consideran merecedores de una situación en la cresta y, sin duda, injustamente tratados. La verdad es que formarnos parte de una capa social en el sector de servicios y que somos tan dignos y numerosos como las arenas del mar. Nuestra vanidad es fuente de muchas desdichas. Por ejemplo, yo no me creo entre los 50.000 mejores autores de teatro que hay en el mundo, y en cuanto no me siento reconocido en ese nivel me siento triste. "Hallábame descomodado y muy remoto de favor", escribe Catalina de Erauso en sus memorias. Es achaque frecuente entre nosotros.
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