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Televisión, nocturnidad y paro

Que la televisión ha penetrado nuestras vidas es un hecho casi irreversible. Allá por los principios de los sesenta, gente progre -que en tan lejano entonces como tal se consideraba y definía- discutía acaloradamente si hacerse con un coche y un televisor no era una claudicación ante una sociedad de consumo que deberíamos resistir a pecho peludo y descubierto. Y al hilo de los recuerdos se me viene a las mientes cómo yo compré, con mala conciencia algo aliviada por la lógica del toma y daca, mi primer aparato receptor de televisión -a emitirla no he podido llegar como el señor Calviño- con los dineros que me proporcionaron unas conferencias televisivas, ya que en semejantes épocas una televisión inmadura, poco consciente aún de su poder, pagaba a los invitados. Cosa que ahora, con una larga lista de espera, con cursos que preparan a nuestros sedicentes políticos para su posible aparición ante las cámaras, resultaría ridículamente ingenua. Bastante generosidad es que no se cobre -y algún reciente escándalo ha habido en esta línea- por aparecer en televisión. Pero no es este aspecto crematístico el que quería subrayar, aunque sus consecuencias filosóficas serían de gran entidad, ya que nos llevarían a discutir los pesos relativos de la vanidad y el interés económico como motivaciones, con posibles consecuencias negativas -cuya explotación brindo a la derecha y sus conversos- para la concepción materialista de la historia. Lo que aspiraba a señalar era puramente el poder de la televisión, indudablemente asentada con mucha mayor firmeza que la energía bélico-nuclear. De hecho, ya se han firmado eliminaciones de misiles de alcance medio y se avizora la posibilidad de reducir los estratégicos y llegar al desarme nuclear, con la fiesta que ello supondría, pero nadie contempla -deliciosa y abusada expresión mística- la limitación de los espacios televisivos.Muy por el contrario, éstos se van insinuando tentadoramente en invasión horaria, penetrando crecientemente nuestras vidas. últimamente, en nuestro país, durante las vacaciones y los fines de semana, incurren en delito de nocturnidad -la alevosía ya estaba largamente establecida-. Cuando las puertas se encuentran cerradas con siete llaves -por si un remedo del Cid navegando en las aguas de la delincuencia pretende asaltar al pacífico y medroso ciudadano- ingresan con poderes tecnológicos bien superiores a la magia del Diablillo Cojuelo las imágenes en el hogar. No ya en la sobrecena, sino a las dos, tres, cuatro de la madrugada, al alborear del nuevo día. Horas ciertamente intempestivas, descorteses, más propias de íncubos y de súcubos que de amables visitantes. Y poco coherentes con las afirmaciones del señor Calviño -perdónese esta repetida alusión suscitada por el curso de la reflexión- cuando en su etapa de responsable máximo de la televisión nacional nos explicaba la conveniencia de que la gente no perdiera demasiado tiempo ante la pequeña pantalla y dispusiera de mayor holganza para leer, hacer el amor o practicar saludables ejercicios. Afirmación sobremanera lúcida, aparentemente extraña en un director de televisión, decididamente cruel, como lo es toda nuestra televisión.

Cruel porque, en efecto, se puede alegar que todo el mundo es libre de cerrar su televisor cuando le plazca y dirigirse al tálamo para encontrar en él reposo, e incluso amor si se goza de grata compañía no reducida a las amables y limpias sábanas. Pero, seamos realistas, ¿tal alegato no incurre en la falacia de la libertad puramente imaginaria, teórica? Nuestra sociedad ha convertido la contemplación de la televisión, ya que no en una necesidad apremiante, como la respiración o la ingestión de alimentos, sí, al menos, en un arraigado hábito lleno de esperanzas relajantes y aliviadoras de las fatigas y frustraciones que el cotidiano vivir depara. Situación que evidentemente afecta de un modo especialmente intenso a los sectores con menores posibilidades económicas y ociosas. Ambas íntimamente unidas, aunque la imagen del empresario sudoroso, agotado, frente al parado feliz, tienda astutamente a inculcarnos otra cosa. Unos van a safaris, hacen cruceros, o por lo menos salen a cenar y decir que ligan. Algunos se pinchan o hacen una rayita, que quizá no se ha ponderado bastante en los análisis de la drogadicción la motivación que supone el huir de los programas televisivos. Y otros, finalmente, se contentan con sentarse ante un televisor.

Pero ¿qué ocurre si aquello, que se ve resulta soberanamente aburrido? ¿Si la contemplación por centésima vez de una película celtibérica sólo produce un infernal "llanto y crujir de dientes"? ¿Si las repetidas caras y opiniones, los aspirantes a graciosos, no producen sino hastío? Surge entonces el héroe; la inagotable esperanza humana, sobre la cual ilustres pensadores, desde Bloch hasta Laín, han escrito en nuestra época, se mantiene enhiesta en sus últimos reductos. Y el ser humano sigue patéticamente viendo la televisión, aguardando, como los personajes de Esperando a Godot, el milagroso advenimiento, que no en balde albergamos una vocación de infinitud. Pero, ¡ay', aunque el espíritu humano es poderoso, la carne se revela flaca. Y tras la noche, las noches perdidas en la expectativa de un placer no alcanzado, el ser humano retorna ojeroso, maltrecho, a la urgencia del trabajo. Justamente las clases más indigentes se ven abocadas a faenas circundadas por la peligrosidad y en las cuales la falta de equilibrio y de reflejos puede convertirse en una catástrofe personal. Caerse de un andamio es bastante peor que fumar dos paquetes de cigarrillos, incluso suponiendo que éstos no sean light. Al llegar a este punto uno siente un repentino y horroroso sobresalto: ante el paro generalizado, ¿no será la nocturna invasión televisiva una maquiavélica maniobra para dejar vacantes puestos de trabajo?

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