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Tribuna:LA CRISIS DEL MOVIMIENTO SINDICAL EN EUROPA
Tribuna
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El sindicato, motor de vertebración social

Marcos Peña

El movimiento sindical está atravesando una seria crisis. Acusaciones de que los sindicatos son un fósil viviente y que cada vez representan a menos trabajadores son moneda corriente en estos pagos. El autor, sin embargo, rebate la idea de que el sindicato solamente sea un dinosaurio inútil y, por el contrario, sostiene que continúa siendo una pieza imprescindible para realizar una política social de corte progresista y motor de vertebración e integración social.

No hace mucho, el Nobel de Economía Franco Modigliani nos ilustró con la plástica teoría del sindicato-dinosaurio. "El sindicato es una especie de dinosaurio en vías de extinción". Sugestivo símil que llevaba consigo tanto el mensaje del primitivismo sindical como el de su disfuncionalidad.Un dinosaurio, en suma. Un mastodonte desorientado y torpón, incapaz de adaptarse a la vida moderna, válido sólo para entorpecer e incomodar al progreso, abocado, por tanto, por científica imposición evolutiva, a la desaparición; extraña reliquia de otros tiempos perdida en un presente sacudido por las innovaciones tecnológicas y los adelantos científicos... porque ya saben ustedes que "hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad...".

Y esta ciencia de la adivinación y la metáfora vino puntualmente acompañada de documentados estudios sobre el terreno que demostraban empíricamente la decadencia del imperio sindical.

Y así, en Italia, uno de los últimos parque naturales del sindicalismo, se decía lo siguiente: "Al sindicato ya no se apunta nadie, sólo crecen las federaciones de jubilados"; "el 74% de las empresas deciden unilateralmente las innovaciones tecnológicas, sólo el 3% las negocia con el sindicato; sólo el 9% solicita la mediación del sindicato en caso de conflicto concreto; sólo el 4% trata con los sindicatos los cometidos del puesto de trabajo, etcétera".

¡Pobre sindicato! Había dejado de infundir respeto y temor; suscitaba, a lo más, una cierta nostalgia, aquella de érase una vez un sindicato y todos nosotros éramos más jóvenes. Hasta prestigiosos intelectuales de izquierda, como el sociólogo comunista Accornero, contaban fábulas al hogar de la lumbre que sonaban más o menos así: "Érase una vez un gigante bueno que pensaba en todos; debía ocuparse de tantas cosas a la vez que no tuvo nunca tiempo ni ganas de ocuparse de sí mismo, de su salud. Ni siquiera sabía cómo estaba hecho ni cómo ni por qué era capaz de correr a toda prisa para estar en todos los sitios a la vez. Pero un día se miró al espejo y se dio cuenta de que no tenía esqueleto. Se acabó entonces el encanto y cedieron sus débiles rodillas".

El gigante sindical, el gigante bueno, cedía y se derrumbaba. Atónito ante el espejo, se interrogaba sobre su identidad perdida, e insomne intentaba restañar su representatividad maltrecha. De repente los trabajadores habían dejado de ser metalúrgicos. Y los caros principios, como el de la centralidad de la clase obrera, flaqueaban. Los montadores y los fresadores, los torneros y los albañiles, pasaban el testigo de la huelga a médicos y pilotos, a maestros y veterinarios, pero todos éstos, ¡ay de mi!, ayunaban tercamente de sindicato.

Iban desapareciendo las grandes y emblemáticas concentraciones clásicas de mano de obra y en su lugar surgían las nuevas catedrales del trabajo: hospitales, ayuntamientos... y enormes y sofisticados institutos donde la actividad sindical se complicaba endemoniadamente y donde la verdad cada día se hacía más huidiza.

Se inauguraba la línea de sombra, sin grandes verdades reveladas, y el sindicato boqueaba. ¡Qué buen momento para darle el golpe de gracia! ¡Que pague ahora su petulancia de antaño! Y así corrió la voz: ¡Delenda est sindicatum!

Y la consigna, rápidamente, recibió acogida favorable tanto en habituales como en neófitos, que arrebolados por el progreso y la modernización veían en el sindicato el elemento retardador a batir. Todos ellos sufrían crónicamente de lo que podríamos llamar el síndrome del minero inglés. Explicado más o menos así: la paralización de los tajos, la machada de Scargill, el Rojo, supuso para el Reino Unido la pérdida de un punto en su crecimiento del producto interior bruto, pulverizó, por tanto, la creación de más de 100.000 puestos de trabajo.

De donde se deduce que el principal enemigo de la creación de puestos de trabajo es justamente el sindicato... Y de la reestructuración de las empresas, y del saneamiento de la economía, y de la modernización del país... ¡Y vaya usted a saber!

Benedetti habla

Y en éstas estábamos cuando al finalizar 1987 a un señor llamado Carlo de Benedetti se le antojó decir que "un futuro sin sindicatos sería dramático". Y lo cierto es que el patrón de la Olivetti no es un señor normal y corriente, como usted y como yo, sino que, para entendernos, controla un tercio de la economía belga al poseer la participación mayoritaria de la Société Générale, ocupa en Francia a más de 40.000 trabajadores, ha sido el empresario que más empresas ha comprado en Italia en 1987 y es sin lugar a dudas uno de los más importantes -e inteligentes- líderes empresariales europeos.

El problema, pues, sería resolver el siguiente enigma: ¿cómo se le ocurre decir al célebre hombre de negocios Carlo de Benedetti lo que conocidos líderes del progresismo ilustrado callan?

Al respecto quizá fuera conveniente recordar lo que viene pasando en Italia durante estos últimos meses: una oleada de huelgas promovidas por los Coba en los servicios públicos: aeropuertos, ferrocarriles, aduanas, escuelas, hospitales, etcétera. Los Coba no son otra cosa que comités de base, rebeldes a todo sindicato, sea de clase o autónomo, que hacen la guerra por su cuenta. Agrupaciones de categoría, de nacimiento espontáneo e inorgánicas, de fuerte connotación corporativa e impulsoras de reivindicaciones casi exclusivamente salariales.

Para que quede más claro, un ejemplo: no hace mucho, sindicatos y empresa firman el correoso convenio de las Ferrovie dello Stato -la Renfe italiana, con más de 200.000 trabajadores-; descontentos del convenio, los maquinistas se constituyen en un Coba, y desde su feliz nacimiento las huelgas se convocan puntual y periódicamente. La minoritaria categoría de los maquinistas paraliza absolutamente el servicio ferroviario y la voluntad de pocos suplanta la decisión sindical de la mayoría de los trabajadores, y así sucede en casi todas partes.

Y esto pasa en un país donde la central sindical CGIL agrupa a casi cinco millones de trabajadores, la CISL tres y medio, y la UIL más de uno. Una potente máquina sindical con 10 millones de piezas se ve desbordada ante presiones salariales corporativas y se descubre incapaz de regular los paros.

Y el asunto no es en absoluto anecdótico, porque ya desde hace tiempo hace fortuna la frase de terciarización del conflicto, que significa, como decíamos, que ahora a la huelga van sólo los del sector terciario: médicos, maestros, pilotos, empleados de banco, etcétera. Justo el reino del Coba, que así, de repente, consigue el papel de protagonista sin haber hecho jamás el de meritorio.

Ante este estado de cosas, muchos jóvenes leones de anteayer empiezan a aflorar al viejo dinosaurio, y con espíritu de enmienda recuerdan sus sólidas virtudes. En un mercado sometido a fuertes presiones corporativas y en constante peligro de desintegración, el único que imponía la homogeneidad y defendía los intereses generales de la clase era el poderoso sindicato, que funcionaba como una especie de termostato salarial. Su pérdida de autoridad, su debilidad, abre la espita de los particularismos, del sálvase quien pueda, y acaba resultando que el valor trabajo se mide por la capacidad de daño, siendo el usuario, el ciudadano corriente y moliente, la cobaya que está experimentando esta capacidad.

Cuantos menos trabajadores, organizados a su manera, sean capaces de hacer la vida imposible al mayor número de conciudadanos, más posibilidades tienen de ver incrementado su salario. Y todo ello al margen del sindicato.

El teorema es férreo y de consecuencias poco felices. Disminuye el precio -y con él la valoración social que el precio comporta- de la mano de obra directa y se extiende lo que en Italia se viene llamando el síndrome de Beirut: para demostrar la propia existencia es necesario romper un pacto y crear un nuevo grupo armado.

El discurso neoliberal de "usted no representa a nadie y encima molesta" ya no se tiene en pie. Comienza, sin embargo, a cobrar fuerza la tesis que podríamos llamar de la otra cara de la medalla, expuesta así, para seguir con él, por De Benedetti: "Se siente decir que la culpa es de los sindicatos. Es verdad solamente en parte, porque la culpa es también nuestra, de los empresarios".

Rapacidad económica

Porque, en definitiva, ambos formamos parte del sistema, el sindicato, como nosotros, es un elemento esencial que justamente ahora recobra prestigio y hace sentir su necesidad. La aparición de nuevas profesiones, las innovaciones tecnológicas, la rapidez del proceso, producen una cierta confusión social que tiende a desvertebrar el actual mercado laboral.

La nueva rapacidad económica de aquí te pillo y aquí te mato y más vale pájaro en mano que ciento volando ha ilusionado a más de uno de poder hacer las cosas a su manera sin necesidad, ¡faltaría más!, de tener que pedir permiso al sindicato. Los resultados poco a poco están saliendo a la luz: corporativismo, jungla salarial, nuevas formas de lucha (la que podríamos llamar la huelga chantaje, en la que, como decía el líder de la UIL, Benvenuto, el " ciudadano se convierte en rehén de los huelguistas"), dificultades para acordar a medio plazo, imposibilidad de planificación racional, etcétera.

Sí, sí que se siente la necesidad del sindicato: que represente intereses generales, que negocie globalmente la retribución del trabajo y los tiempos de trabajo y descanso, que conquiste y reparta homogéneamente lo conquistado, que sea capaz de pactar y hacer cumplir lo pactado, que sea corresponsable de las grandes decisiones de política económica.

Y si esto empieza a sentirse en un país como Italia, donde, como ya decíamos, al menos 10 millones de trabajadores están afiliados a sindicatos de clase, ¿qué habría, ¡por Dios!, que oír en España? Si sectores del capitalismo avanzado sospechan ya todo esto y consideran a las centrales sindicales destinatarias de estima y protección, ¿qué creemos que sería necesario, justo y equitativo escuchar en nuestros propios pagos?

Es posible que más que recordar tercamente la debilidad del sindicato conviniera promover su reforzamiento. Quizá en vez de comentar irónicamente sus deficiencias estructurales fuera necesario tributarle público homenaje por su cabal comportamiento desde los Pactos de la Moncloa, o puede que ya haya llegado la hora de recordar que la central sindical es corresponsable directo de, al parecer, el primer activo de la política económica: la permanente lucha contra la inflación.

Temo a veces que señores muy instruidos, investidos de un cierto iluminismo económico, piensen que la solución está siempre en el manual y que desde un despacho, con tesón y refinada inteligencia, se puede modificar la realidad, y por ello, cuando una realidad tan impertinente como el paro no se modifica, o se sorprenden, o la olvidan, o reniegan de ella.

A mí se me antoja bastante dificil acometer, con razonables expectativas de éxito, todos estos problemas al margen de la decidida voluntad del sindicato, para lo cual a lo mejor se deba hasta cometer el tamaño disparate de infringir el manual. Aunque, claro, el problema es saber si se considera al sindicato pieza esencial del sistema, elemento imprescindible para realizar una política social de corte progresista y motor de vertebración e integración social o, por el contrario, se le considera un dinosaurio. Porque en el caso de que se le considere un dinosaurio, apaga y vámonos.

Marcos Peña Pinto es agregado laboral de la Embajada de España en Roma.

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