Bobby Fischer y sus dos enanitos
En una gran ciudad californiana, Fischer, meditando o jugando al ajedrez, vive retirado del mundo, de sus pompas y de sus vanidades. A su clausura ascética de Pasadena no han llegado los rimbombos de las escaramuzas que representaron sus dos enanitos, Kasparov y Karpov, en Sevilla. A Fischer sólo te engolfa y le inflama lo esencial.Cuando, andando en golondros, su madre, Regina Wender, esperaba su nacimiento hacía antesala pensando que su hijo sería un genio: un músico, un matemático, un dramaturgo... Pero no un jugador de ajedrez.
A las 2.39 de la tarde del 9 de marzo de 1943 comenzó el trozo terrestre de la vida de Robert James Fischer en el Michael Reese Hospital de Chicago. Era un año que, aunque relleno de desvaríos y sangriento de disparates, había procurado a Regina una alegranza: la capitulación, seis semanas antes, de Von Paulus en Stalingrado. Pocas personas como esta perspicaz judía suiza habían seguido la contienda con tanto discernimiento y fiebre.
En 1933, deseando socorrer al proletariado ruso, la madre de Fischer había servido durante cinco años en el Primer Instituto Médico de Moscú. En el gremio de la abnegación no encontró sacrificio que le asustara.
Su correría de Suiza a Rusia recuerda la odisea que 16 años antes vivió Lenin... Que, por cierto, se camuflaba en la Confederación Helvética con el mote de Karpov.
A Fischer, la trifulquita Kasparov-Karpov y sus cuatro pliegos de distingos no le ha desvelado. Claro está que él nunca hubiera dejado desfilar semejante retahíla de empates, tan bien nombrados por los galos: "nulos" o "nulidades".
En 1945, Regina, con sus dos hijos Joan y Bobby, se trasladó al más minúsculo pueblo del universo: a 55 kilómetros al suroeste de Fénix, en Arizona, existía una escuela plantada en el desierto, a la vera de la sierra de la Estrella (los símbolos alquimistas empiedran la vida de Fischer desde que aprendió a llorar). En los mapas se lo conoce por el nombre de Mobile. En aquellos tiempos, tres eran sus habitantes -los Fischer- y siete sus vecinos temporeros: los siete muchachitos que acudían de los ranchos próximos para aguzar las orejas y así no perder ripio de las inusitadas lecciones de la singular Regina.
Antes que a leer y a escribir, Fischer aprendió a vivir solo y practicó la exigente disciplina de la independencia. Bobby ni quiere ni puede explicarse la razón por la cual un hombre como Kasparov (o Karpov) se pone al servicio de otro, Gorbachov (o Breznev). Veinte veces, empingorotados mensajeros del Gobierno americano le han hecho la corte proponiéndole el oro y el moro para que pase por el aro. Fischer ni se pone a razones ni les tira los bonetes; simplemente, no les ve, ignora su presencia.
Siendo niño, Bobby iba con su hermana a Maricopa, en Gila Bend, para conversar con un viejo indio de la reserva. Hoy día, Fischer, discretamente, surge de improviso en la aldea mexicana donde ha oído decir que vive un anciano trístino o insólito. Pasa las horas mansamente junto al anciano haciéndole preguntas: ¿Cómo cree usted que es un arcángel? ¿Por qué el alma es inmortal?
En 1949, los tres Fischer se mudaron al barrio judío de Brooklyn, a unos metros de donde vivía el antiguo niño prodigio y por entonces campeón de Estados Unidos Samuel Resewsky. En el número 560 de Lincoln Place, Bobby gastó la vida más solo que en el desierto. A la enérgica Regina, cuando por las noches retornaba de su trabajo, le remosqueaba que su hijo, en vez de componer sinfonías, se pasara el santo día jugando al ajedrez solo o meditando. Para buscarle amigos publicó un anuncio en el periódico Brooklyn Eagle. "A Bobby tan sólo le interesa el ajedrez", se quejó la madre a línea pagada.
El 13 de enero de 1951 recibió la respuesta de un niño de 60 años: Herman Helms, redactor jefe de American Chess Bulletin: "Querida señora, si puede llevar a su pequeño jugador de ajedrez a la Brooklyn Public Library el próximo miércoles, a las ocho de la noche, encontrará a varios muchachos de su misma edad".
A los siete años, Fischer jugará, gracias a la carta de Helms, su primera partida en una simultánea contra el campeón de Escocia, Max Pavey. A los 12 años ganará el torneo A del Manhattan Chess Club; a los 13, el campeonato de Estados Unidos, y a los 17 había demostrado ser ya el mejor jugador del mundo. Su victoria (a los 123 años) contra Donald Byrne tiene un título: la partida del siglo.
Que nadie busque ninguna partida inmortal ni del siglo en el camelo de Sevilla. Más lucieron los descuidos que los aciertos, las picias que las magnificencias. Al final, la medalla de chocolate ha ido a parar al más potroso. Rueda Fortuna, burlándose a todo trapo del ajedrez, se dejó manipular a la postre, por un ensalmador con ramos de brujo lanzando sus mandingas desde un semanario alemán.
El que quiera darse una idea de la altura moral de: los dirigentes que han pretendido robar el título de campeón del mundo a Fischer y programado semejante chirigota, que lea lo que el propio Kasparov ha dicho, repetido y escrito sobre ellos. Pero el que desee gozar con este arte alquimista que es el ajedrez, que reproduzca las palpitantes partidas que Fischer y Spassky disputaron durante el último campeonato del mundo para mayor gloria del ajedrez.
Desde que, a los 17 años, Fischer demostró que no sólo era el mejor jugador del mundo sino un solitario insumiso y un rebelde insobornable, todos los miembros del partido del orden se ligaron contra él. Las federaciones americana e internacional, entre otras, condujeron la cruzada contra el genio sedicioso.
¿Por qué tanto encono y ceguera? ¿Cómo es posible que Rimbaud y Kafka murieran desconocidos? ¿Que el teatro de Valle-Inclán no fuera. reconocido en vida del autor? ¿Que el genio de Van Gogh no fuera saludado por sus contemporáneos? El furor, el desdén o el silencio han acordonado a los grandes creadores con sus gritos de hielo.
De lo que podemos estar seguros es de que ninguno de los dos enanitos de Sevilla se atreverá a desafiar al campeón del mundo de ajedrez: Robert Fischer.
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