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Contigo, al fin del mundo

Hace ya meses que un idílico anuncio publicitario invadió los medios de comunicación. Bajo el lema Contigo, al fin del mundo, se veía un pequeño coche rojo, de una conocida marca, parado al borde del universo. Detrás de él, una tierra calcinada, pedregosa, parda. Ante el chato motor, el precipicio recortado sobre un suelo reseco. Como una inmensa proa de desolación, lo que suponemos el último rincón del mundo, flotaba sobre unos lejanos puntos, que brillaban en la noche del espacio. Entre esas estrellas, ocre y azul, rodaba el aro amarillo de Saturno.Bajo el coche, pendiente del monstruoso precipicio, y junto al helado planeta, colgaba la ficha técnica que, amablemente, nos indicaba la cilindrada, velocidad máxima y, lo más sarcástico tal vez, el consumo cada 100 kilómetros. Porque es difícil imaginar dónde estarán las estaciones de servicio en el hórrido paisaje, que se presiente infinito. Y, de no dar el salto al vacío, que probablemente ya no se cuenta en kilometraje, la vuelta atrás aparece absolutamente indeseable. En algunas variaciones de este singular documento, la ficha técnica estaba diseminada por el pedregoso paisaje, donde, entre roca y roca, aparecía el plazo de entrada y las letras a pagar; aunque también costaba trabajo pensar qué bancos o financieras quedarían más allá del desolado y estéril desierto.

A la derecha del objeto rodante, una pareja juvenil y sonriente, en atuendo deportivo, miraba hacia el abismo, mientras la mano de ella, extendida, señalaba algún punto de ese negro espacio donde, seguramente, también en cómodos plazos, pensaba levantar su casita con garaje.

En este ámbito sombrío, por donde navega un mundo cuyo fin contempla satisfecha la singular pareja, navegan también los símbolos de la más feroz desolación. No sabemos lo que puede alentar la sonrisa de la rubia señorita, con sus sandalias blancas enterradas entre los pedruscos, ni los motivos para la esperanza que acaricia el remangado brazo del alegre muchacho ceñido a la cintura de la dama. Porque la mirada de ambos, distraída en el posible recuento de las inmobiliarias celestes, se olvida incluso del fiel aparato que, como último residuo de prodigios tecnológicos, muestra su inútil y total orfandad ante el insalvable abismo.

Aquí es imposible toda aventura. Ni siquiera el peligro del salto al vacío podría justificar una existencia aventurada. La aventura trae siempre, entre el asombro y lo imprevisto, unas gotas de esperanza, por donde fluye abierto el largo río de lo posible. Pero en estas dos pobres existencias, colgadas entre los oscuros astros, vestidas con una indumentaria que el desierto y la lejana y dura luz de las estrellas acabará por deteriorar, sólo cabe la desesperación. El pequeño utensilio rodante que les ha acompañado acabará también, si no vuela, por irse calcinando ante el insólito camino, y la sonrisa de los dos mortales se congelará, al fin, ante el monótono fulgor de las estrellas.

¿Qué mensajes infraliminares interpretarán los indefensos ojos que se posen ante las satinadas imágenes de este cartel? A primera vista, el mundo que vaticinan y prometen parece que está más allá, en el universo estrellado. Las letras del anuncio nos dicen, equívocamente, que esa pista asolada que recorrió el vehículo les ha llevado al fin del mundo. Pero hay, además, otro fin del mundo que se presenta entre tantos indicios. Parece como si, de alguna forma, alguien, ¿quién?, pudiera insinuar que nada importa si la naturaleza se aniquila, si arde el mar y se incendian los bosques. Nada importa si la inconsciencia y la ignorancia crecen y el olvido deja ya que el pasado sonoro del arte, de los libros, de la belleza enmudezca, se arrase y se convierta en piedra calcinada.

Contigo, al fin del mundo. En la borrosa pizarra de la imagen ya apenas queda mundo; sólo la platafórma del abismo. Ni siquiera el grito que acompaña a tan descomunal caída podría advertirnos de algún riego. Es tan feliz esta pareja de mortales, alude a tanta estúpida satisfacción la escandalosa sonrisa, que no deben saber que el carricoche ya no puede girar y que, si lo hace, no se nos promete otra cosa que esa tierra raspada y esos cascotes negros que se prolongan hasta el otro confín del mundo. Y, además, ¿para qué volver, si el brazo extendido de la señorita indica que ya todo está al otro lado?

La sorprendente tranquilidad de estos dos personajes que, probablemente, no hablarán ya, porque en este mundo arruinado no cabe ya sino el silencio, deja ver, sin embargo, que son felices, aunque no logremos adivinar por qué. El vehículo que les ha traído hasta ese tajo donde muere el camino no les sirve de nada. Tal vez, cuando cierre aún más la noche y dejen de brillar los acusadores astros, como no les enseñaron a oír su música callada, podrán una casete en la radio, hasta que la batería del coche y la de sus corazones se consuma.

¿Qué aventura correr entonces?¿Hasta dónde saltar? ¿Qué amor puede anidar en estas existencias entre los que no queda más que el gesto de la estupidez y la insensiblidad? El contigo no cuenta, porque el ser es siempre un estar. Y sin ese lugar donde se despliega la energía, el amor, e incluso las contradicciones de los hombres, no queda hueco alguno para contigo.

Alguien, ¿quién?, nos insinúa también que es mejor estar de espaldas a todo, como la pareja feliz, y levantar la tonta mano hacia la nada, mientras nos van preparando para no sentir ya la desolación, la crueldad y la muerte, y nos van enseñando a administrar, además, la estúpida sonrisa. Todas las aventuras se han muerto porque también, con la tierra calcinada, se ha muerto la inteligencia, la curiosidad, la capacidad crítica.

Los ojos que desde alguno de esos astros nos contemplasen no deberían entender el grotesco idilio de estos tres personajes despoblados, absortos ante la luz amarilla de Saturno, que no se tomará la molestia de devorar a sus propias, criaturas, porque éstas ya se han devorado a sí mismas.

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