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Tribuna
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Se vende razón

Mi afición por los carteles, los anuncios y los grandes titulares de la prensa amarilla se fijó en la infancia, apenas aprendí a leer. Recuerdo nítidamente que al viajar en ómnibus (guagua, decimos en Cuba y en Canarias) solía avergonzar a mis padres e incordiar a los restantes pasajeros leyendo en voz alta cuanto texto pasara frente a mis ojos. Sospecho, quizá por exculparme, que eso le pasa a todo el mundo, sólo que la mayor parte de los niños lee para sí. Yo, ya lo dije, lo hacía en voz alta, y entre mi impericia y la velocidad del vehículo solía dejar los textos a medias, completándolos con el inicio del siguiente y creando así, sin pretenderlo, verdaderos cadáveres exquisitos de la publicidad. Como todo niño, yo era un surrealista orgánico, definición que hubiera encantado al maestro Antonio Gramsci.Después, qué remedio, abandoné el hábito, pero conservé el gusto por el absurdo existente en ciertos textos públicos. Recuerdo, por ejemplo, este trágico precioso titular de la crónica roja mexicana: " ¡Mató a su mamacita sin causa justificada."'. Y también el diálogo de una película china, de la época de la revolución cultural, donde el malo, un bandido siniestro, ordena a los suyos: "¡Huyamos como ratas, que nos persigue el glorioso Ejército Rojo!".

Textos notables, sin duda. Pero confieso que, hoy por hoy, me interesan mas ciertos aportes populares como el que encontré en un blanco muro de Managua, donde estaban pintados los bordes de un gran sombrero alón seguidos de la restallante palabra ¡VIVE! En Nicaragua (y quizá también aquí, si yo fuera capaz de dibujar el ala del conocidísimo sombrero con la habilidad del artista anónimo de quien hablo) resulta evidente que quien vive es Sandino. Pero su nombre no está escrito, y es esa abstracción de raíz poética, indígena, la que fijó para siempre el texto en mi memoria.

Como en todo aeropuerto internacional que se respete, en el de Maiquetía, cerca de Caracas, hay un hotel. Sólo que éste tiene un nombre levemente enigmático: Las Quince Letras. Le pregunté a la carpetera qué quería decir el dichoso nombrecito, y ella, una sabrosa mulata margariteña, me respondió con otra pregunta: %No se me va a arrechar el señor si se lo digo?". Yo ya estaba arrecho ante la sensualidad juguetona que ella desbordaba, y que en Cuba llamamos sandunga; es decir, lo estaba en el sentido quevedesco, no en el de ponerse violento con que la carpetera, buena venezolana, usaba el verbo. Le respondí que no, que por qué, y ella, señalando el letrero, dijo lentamente: "El coño de tu madre". Entonces, al ver que el sentido de mi arrechera cambiaba de pronto, agregó: "Cuente las letras". Lo hice. Eran quince. Había encontrado una abstracción de raíz caribeña.

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También me atrae muchísimo el sentido nuevo, otro, que la casualidad (una imprecisión, una simple ráfaga de viento, unos bombillos fundidos o la inevitable, implacable pátina del tiempo) le confieren a menudo a ciertos carteles. En La Habana hay una calle llamada Virtudes por donde he transitado alguna vez; en ella, una nave pintada de amarillo colonial, y allí, sobre una gran puerta ocre que, al menos para mí, ha estado siempre tan cerrada como las puertas de la ley para Kafka, esplende este cartel: "Almacén de Virtudes".

En el capítulo 21 de Las iniciales de la tierra he intentado contar lo que significó para nosotros, los cubanos, la Zafra del Setenta o de los Diez Millones; el modo tenaz, obstinado, en que trabajamos en ella; y también cómo, a pesar de todo, no logramos alcanzar nuestra meta. Y ahora estoy en la provincia de Camagüey, en pleno año 69, en medio de una asamblea presidida por esta consigna: "¡Haremos la zafra del setenta con el espíritu de Girón, de la Crisis de Octubre, del pueblo vietnamita.'". Un ciclón rondaba la isla por aquellos días, y fuertes ráfagas de viento movían la consigna hecha de letras de cartón, listoncitos de madera e hilos que de pronto el viento partió por las costuras, con lo que la consigna quedó reducida a estas proporciones premonitorias: "¡Haremos la zafra del setenta con el espíritu!".

Quizá resulte una deformación de mi vencida época de filósofo el que estos textos me remitan a Spinoza o a Hegel; pero el que voy a comentar a continuación es sin duda, digámoslo también filosóficamente, objetivo. Me remito ahora al año 62, más concretamente a octubre del 62; he de aclararles a los jóvenes lectores que la humanidad estaba entonces al borde de una conflagración nuclear, de un holocausto absurdo que tenía como epicentro a nuestra isla, conocido indistintamente como crisis de Octubre o del Caribe, y también, aplicándole en este caso un barbarismo deleznable, de los misiles. En aquella época era común en Cuba la consigna "Revolución es construir", que todavía puede encontrarse en el frontis de algún edificio. Nuestra isla, bloqueada, se las ingeniaba como podía para mantener funcionando lo más normalmente posible su vida cotidiana. Pero, francamente, era difícil; faltaban muchas cosas, bombillos, por ejemplo. Muchos se habían ido fundiendo, y en la sede de¡ Ministerio de la Construcción, como una teatral advertencia sobre el absurdo en el que el mundo estaba a punto de precipitarse, brillaban estas palabras: "ion es co".

La necrópolis habanera tiene un nombre adecuadísimo a la conmemoración del V Centenario, Cementerio de Colón, pese a que nunca recibió los restos del Gran Almirante. En cambio, allí se encuentran algunas de las tumbas más lujosas del mundo, que alguna vez han sido usadas por amantes de vocación shakespeariana. Hay también una puerta llamada de la paz, y junto a ella un cartel cuya función es definir el sentido del tránsito, pero que para mí siempre ha estado a medio camino entre Buñuel y Dante. Entrada solamente.

Y en este recorrido cartelario por mi memoria llego al momento en que logré realizar lo que un escritor radial llamaría "uno de mis más caros anhelos": pasar la Semana Santa en Sevilla. Dios sabe que efectivamente fue un anhelo caro: en esos días los precios se disparan hasta alcanzar niveles celestiales. Por mi parte confieso que fui preparado contra el lugar común; que cada vez que escuchaba a un amigo decir "Sevilla tiene embrujo", me ponía a exorcizar en mi interior el demonio del tópico. Pero qué le vamos a hacer, lo tiene, ciertamente. Y los sevillanos tienen todas las virtudes del mundo menos una: acostumbran a beber de pie, y aun caminan de bar en bar como si persiguieran incansables el fantasma de la felicidad. De modo que caminábamos y caminábamos cuando vi el cartel: SE VENDE (y aquí quizá no logré distinguirlo, había un punto, un punto y coma o dos puntos) RAZÓN. Supuse que debajo debía haber un número de teléfono o una dirección donde dieran razón de lo que se vendía, y quise regresar. Pero mis amigos tenían demasiada prisa por mostrarme la Hostería del Laurel.

En la noche yo estaba ganado hasta los tuétanos por el aura de la torre de luz y el olor de las flores del naranjo y la belleza a la vez penitente y pagana de los pasos y sus admiradores, que le gritaban "¡Guapa!" a la Virgen de la Esperanza de Triana con la pasión con que se piropea a una hembra. Me sentía exaltado, feliz de asistir a un misterio de siglos, mi sereno ateísmo momentaneamente silenciado por las fuertes voces de la historia y el mito, cuando pensé en Palestina, el sagrado lugar donde había nacido tanta magia, y en su pueblo, masacrado y martirizado hasta el delirio. Y entonces volví a ver el cartel resplandeciendo sobre un muro encalado: SE VENDE RAZÓN.

En mi locura llegué a pensar que lo que se vendía era justamente razón, y que era imprescindible, urgentísimo, comprarla toda a ver si podíamos salvar y hacer humana de una vez la única tierra donde nos es posible vivir. Me dije que debajo del texto, en la parte del muro que la procesión impedía ver en ese instante, estaría la dirección donde acudir, el número de teléfono donde llamar. Cuando la Trianera terminó de pasar, preciosa, me acerqué al cartel de mi delirio. En el muro, efectivamente, habían estado escritas alguna vez las señas que indicaban dónde comprar razón, pero la pátina del tiempo las había borrado y no me fue posible descifrarlas.

Jesús Díaz es novelista cubano residente en Cuba.

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