Japón
Porcelanas de Noritake, Narumi y Nikko, como hechas en la alfarería de la luz. Cristales de Hoya, Sasaki y Soga/glass, como filtrados en las lamparerías del mar. Lacas como el sol negro que ha quedado, al morir, sobre las cosas. Teteras en familia ritual, jarras con el perfil y el volumen del junco. Japón.Japón se está vendiendo a sí mismo para luego -ahora, ya- comprar el mundo. Entre un Oriente que no ha desayunado y un Occidente que eructa la hamburguer de tomate y res podrida todo el día, Japón está haciendo el más obsceno strip/tease del milenio, se está sacando las tripas, como una geisa kamikazi y masoquista, ha montado falsa almoneda de sus riquezas dinásticas, eternas, y subasta ya su exotismo como Andalucía sus bailaoras para turistas: precisamente para turistas japoneses, los que todas las noches llenan con sus cinco autocares de Madridvisión algunas calles de la ciudad, frente a los tablaos a los que ya no van los madrileños, porque el flamenco se ha pasado, como le explicaba yo la otra tarde a todo el staff de Hispano/20, presidido por Claudio Boada. (El flamenco como moda snob, quiero decir.) Japón, aparte haber aprendido a hacer transistores y robots según el patrón que les dejara el legendario MacArthur, sólo que mucho más pequeños (el genio japonés está en minimizar, como el italiano, por ejemplo, en engrandecer), Japón, digo, está prefabricando industrialmente porcelanas, cristales, soles nacientes, lacas, está prostituyendo su historia y su arte, que es como si nosotros empezásemos a falsificar y exportar Grecos y Goyas (que también Goya falsificó lo suyo, según se ha sabido ahora).
Hay en Japón un doble movimiento, una mueca de geisa falsaria que ha industrializado sus siglos manuales, hechos pincelada a pincelada, hasta convertirse en la isla/bazar, y, por otra parte, mimetiza la técnica occidental fabricando los relojes y las cámaras fotográficas más pequeños del mundo (la pasión japonesa por lo diminuto es una cosa entre freudiana y estructuralista, a estudiar, que le viene no sólo de su conciencia isleña). Las cámaras fotográficas nos las venden hasta en los estancos y ellos mismos las utilizan para retratar Europa milímetro a milímetro (hasta sacan Correos, en Madrid, que ya hace falta mal gusto), como si quisieran recomponer Occidente por piezas, luego, en el cuarto oscuro (yo estoy seguro de que van a hacerlo), para acabar apropiándoselo mediante la nueva invasión bárbara del barbarismo de las máquinas. "España en venta", dicen los periódicos. "Inversores extranjeros compran cientos de empresas españolas a precios módicos". Entre esos extranjeros hay una mayoría de japoneses. Japón está haciendo ya la Tercera Guerra Mundial, pero por otros caminos, y la está ganando. Su juego, sí, es doble, como el de su teatro, y por una parte creen en Hiro-Hito como hijo del Sol, o de lo que sea, y por otra creen en Einstein, de cuyas cuentas al margen del folio han salido muchos chismes de uso doméstico, quizá hasta el minipímer o la cafetera moulinex que tanto apasiona a Álvaro Pombo. Claro que si los japoneses nos están vendiendo su historia industrializada, sus milenios robotizados, nosotros les vendemos nuestro cantaor de bocata de agujas, Francia les vende sus pintores malos y su Claude Simon ilegible, Italia les vende sus corbatas sobrantes, que les quedan largas, y USA les vende sus fórmulas nucleares para que se hagan su propio Hiroshima en casa. El milenio, así, es hoy un intercambio de exotismos en serie, un zoco planetario de timos. Es lo que se llama la economía de mercado.
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