Crisis de liderazgo en la economía mundial
Cuando el actual presidente de Estados Unidos, hace poco más de seis años, iniciaba su primer mandato, anunciaba públicamente que la economía de su país se enfrentaba a la más amplia crisis desde la gran depresión. El tratamiento vigorizador necesario sería drástico. Una terapia fundamentada esencialmente en la reducción de las cargas fiscales y en los correspondientes gastos públicos (a excepción de los programas militares), en la desregulación progresiva de la economía y en el control del crecimiento de la oferta monetaria.Los efectos esperados deberían traducirse en incrementos sucesivos del ahorro, de la inversión, de la productividad y, en definitiva, en la recaudación impositiva. Al necesario equilibrio del presupuesto contribuiría el descenso del protagonismo público en la economía, a través del proceso liberalizador de ésta y de la reducción de los programas de gasto público. Un control estricto sobre la oferta monetaria garantizaría, por último, el necesario descenso de la tasa de inflación. Tal era, en líneas muy generales, el armazón preceptivo de lo que se dio en llamar reaganomics.
CINCO AÑOS CRECIENDO
Los resultados efectivos no han sido exactamente los previstos (en lo fundamental, la tasa de ahorro ha descendido y los déficit fiscal y comercial han aumentado sustancialmente), pero la economía estadounidense ha conseguido cumplir cinco años ininterrumpidos de crecimiento que, si exceptuamos el período expansivo de los sesenta, es el más largo desde la II Guerra Mundial; ello en un contexto de moderación de la inflación, importante descenso del desempleo y comportamiento alcista, igualmente con pocos precedentes, de su principal mercado bursátil.A pocos meses del retiro definitivo del presidente Reagan, lejos de celebrarse tales récords de longevidad, se proyectan sobre esa economía escenarios cargados de incertidumbre, en no pocos casos asociados a una seria recesión, para algunos amplificada por la fragilidad financiera actual hasta configurar una depresión, de alcance similar a la desencadenada en este país hace ahora 58 años.
El denominador común de esos escenarios no es otro que el potencial desestabilizador de los desequilibrios comercial y presupuestario que hoy afronta esa economía, determinantes del status de principal deudor mundial alcanzado por este país y del consiguiente escepticismo con que se contempla el mantenimiento de su liderazgo sobre la economía mundial y el papel dominante de su moneda en las relaciones financieras internacionales.
Las convulsiones que en esta semana ha registrado la Bolsa de Nueva York y su fluida transmisión al resto de los mercados de capitales son exponentes de esa falta de confianza en la Administración de ese país para controlar esos desequilibrios y de la vulnerabilidad que la economía mundial ofrece ante los mismos. Recordemos que el fin de semana previo a este lunes negro, el secretario del Tesoro, James Baker, había respondido amenazadoramente a las pretensiones de elevación de los tipos de interés por Alemania Occidental, admitiendo que "EE UU estaría preparado para contemplar descensos adicionales del dólar". La reacción de Wall Street, sin embargo, anticipó lo contrario.
El mantenimiento de un crecimiento económico sostenido en EE UU en estos cinco últimos años ha sido paralelo a un progresivo deterioro del saldo por cuenta comercial de la balanza de pagos, derivado tanto de una amplia fase de sobrevaloración del dólar hasta febrero de 1985 como de la mayor intensidad de la demanda interna estadounidense frente a la de los mercados de sus exportaciones.
La política fiscal practicada, lejos de contribuir a la generación de ahorro, ha estimulado que ese país viva literalmente por encima de sus posibilidades, recurriendo crecientemente al ahorro extranjero dispuesto a compensar el exceso de consumo de los americanos siempre que los tipos de interés sobre los activos financieros en dólares compensaran suficientemente los correspondientes a inversiones alternativas. El propio Tesoro estadounidense se constituiría en el principal prestatario de su país, estimulando en una primera fase, con la elevada relación rentabilidad-riesgo de sus emisiones de bonos, la demanda de dólares y, en definitiva, su apreciación frente a las monedas de los principales inversores y socios comerciales.
La ya deteriorada competitividad de las exportaciones estadounidenses acusaría el impacto de esas presiones alcistas sobre el tipo de cambio del dólar, reflejándose elocuentemente mes tras mes en la fatídica cifra del déficit comercial. El debilitamiento de ese superdólar, del que hablaba el presidente Reagan como símbolo de confianza en la fortaleza de la economía de su país, se presenta en septiembre de 1985 como única alternativa a las presiones proteccionistas, que inician su emergencia en el Congreso norteamericano ante un desequilibrio comercial que asciende al término del año a 148.000 millones de dólares.
CONFIANZA HIBERNADA
La Administración norteamericana hiberna su confianza en la libre flotación de los tipos de cambio y propicia la firma del Acuerdo Plaza, el 22 de septiembre de ese año, mediante el cual el grupo de los cinco (EE UU, Japón, Alemania Occidental, Reino Unido y Francia) adquiere el compromiso de posibilitar la depreciación del dólar, fundamentalmente mediante la coordinación de intervenciones de sus bancos centrales en los mercados de cambios. En febrero de 1987, con el telón de fondo de un nuevo récord en el déficit comercial en EE UU,166.000 millones de dólares, un dólar un 40% por debajo de su máximo valor de 1985, y fuertes tensiones especulativas en los mercados de cambios, los ministros de Finanzas del grupo de los siete (el grupo de los cinco más Italia y Canadá) tratan de reforzar la línea de cooperación iniciada suscribiendo el denominado Acuerdo del Louvre, en el que se proclama la necesidad de "cooperar estrechamente para mantener la estabilidad de los tipos de cambio alrededor de los niveles acuales"; los precios de entonces para el dólar -153 yenes y 1,82 marcos alemanes- no iban a garantizar, sin embargo, la inflexión en la tendencia creciente del déficit comercial estadounidense.La insuficiente sensibilidad del déficit comercial al descenso en el precio del dólar podría estar justificada, en el mejor de los casos, por meros retrasos con que tales variaciones en el tipo de cambio se traducen en alteraciones en los precios en moneda local y por los que adcionalmente se producen antes de que esas variaciones en precios afecten a los volúmenes de comercio; el ajuste tardaría tanto más en producirse cuanto más volátil ha sido el tipo de cambio y más amplio y arraigado el déficit comercial.
Alternativamente, la prolongación de esos lags puede poner de manifiesto que la depreciación del dólar ha sido insuficiente; bien porque la dependencia estructural de la economía estadounidense de las importaciones de muchos productos -es superior a la estimada, bien (o además) porque los exportadores extranjeros responden a esa depreciación del dólar con sacrificios en sus niveles de ingresos con el fin de mantener las cuotas de mercado.
La relativa estabilidad combiaria conseguida desde el pasado febrero y el aparente convencimiento oficial de que los tipos de cambio son hoy ampliamente consistentes con las realidades económicas no constituye, como estamos comprobando en estos días, garantía suficiente de que el dólar ha finalizado su etapa de descenso, y con ella su potencial desestabilizador dentro y fuera de EE UU. La virtualidad de las intervenciones concertadas de los bancos centrales en los mercados de cambios queda limitada en sus pretensiones compensadoras de la depreciación del dólar por la amplitud actual de los mercados de cambios y, en no menor medida, por el estímulo inflacionista que tales compras de dólares pueden generar sobre el país que las realiza.
Esas adquisiciones de dólares por los bancos centrales, única evidencia de ese espíritu de concertación, han sido estimadas en 90.000 millones de dólares en los nueve primeros meses de este año; su reciclaje, a través de inversiones en activos financieros denominados en dólares, ha hecho que la financiación de los déficit por cuenta corriente de EE UU mantenga una dependencia excesiva de flujos oficiales, tanto mayor cuanto que el capital privado, desincentivado por el descenso a partir de mediado el pasado año en los tipos de interés a largo plazo, ha reducido gradualmente su adquisici5n en bonos del Tesoro.
La concreción quizá más elocuente de esos desequilibrios y en cierta medida de la vulnerabilidad de la economía estadounidense radica en la magnitud alcanzada por su deuda externa, tanto más preocupante cuanto más alejada ha estado su concreción de inversiones productivas. Al final del pasado año, EE UU mantenía una deuda neta de 264.000 millones de dólares con el resto del mundo, con un ritmo de crecimiento estimado en 100.000 millones de dólares anuales hasta 1990, año en el que sus pasivos exteriores netos supondrán un 15% del PNB. Paralelamente, sus activo s exteriores seguirá descendiendo hasta ese año a un ritmo anual comprendido entre el 2% y el 3%.
EL SERVICIO DE LA DEUDA
El servicio de esa deuda externa constituirá, por tanto, un importante elemento reductor del saldo neto positivo que hasta ahora presentaban sus ingresos por inversiones en el exterior, al tiempo que un significativo componente de los registros públicos. Las reducciones programadas en el déficit fiscal no van a encontrar en el clima preelectoral, que ya domina gran parte de las decisiones de ese país, el estímulo suficiente para que sean efectivas antes de que llegue un nuevo inquilino a la Casa Blanca. En ese contexto no cabe descartar la caída en la tentación de una mayor laxitud en el cotrol de la inflación, tanto para devolver la calma a los mercados de capitales, a través de una mayor expansión monetaria, como para atenuar el valor real de esa. deuda.Los riesgos que un cuadro tal proyecta sobre la economía mundial no son irrelevantes. Un brusco desplome en el tipo de cambio del dólar y su inmediato reflejo en elevaciones en los tipos de interés, dada la elevada integración de los mercados financieros, acarrearía efectos hoy fácilmente previsibles. La recesión que algunas proyecciones, no sólo las apocalípticas, han situado entre 1989 y 1990 podría haber anticipado sus primeras señales en estas últimas jornadas.
Los mercados han dado muestras suficientes de escasa confianza en la capacidad de sostenimiento del precio del dólar en sus niveles actuales y en las posibilidades de control de las tensiones inflacionistas consiguientes. La anticipación de incrementos en los tipos de interés, asociada a depreciaciones adicionales del dólar, empuja a los mercados del bonos y acciones a la baja en movimientos espectaculares que han corregido antes de lo que se esperaba los niveles récord alcanzados por Wall Street el pasado agosto.
Que el dólar ha de sufrir nuevos embates depreciadores parece un hecho ampliamente asumido. Su magnitud, sin embargo, no es fácil de establecer. Los tipos de cambio actuales están aproximadamente situados en los niveles de 1981, cuando la balanza de pagos estadounidense se mantenía en equilibrio, pero sin la fortaleza de los competidores actuales, algunos de ellos, como Taiwan y Corea del Sur, sin que sus monedas hayan sufrido serias depreciaciones. Adicionalmente, en 1981 los activos exteriores que mantenía EE UU eran netamente superiores a sus deudas, y también sus rentas, cuestión, como hemos visto hoy, sustancialmente distinta.
Asumiendo que el dólar ha de depreciarse entre un 20% y un 30% adicional, en línea con las más razonables proyecciones, para que se alcance el equilibrio por cuenta corriente de la balanza de pagos norteamericana en 1990, dando por supuestas las reducciones en el déficit público previstas, el ritmo en que tal descenso tenga lugar constituye un factor de gran trascendencia para la economía mundial.
La coordinación de las políticas económicas de los grandes, prevista en los acuerdos suscritos hasta la Fecha, pero escasamente vinculantes en la realidad, ha de ser parte central no de una reedición de tales acuerdos, sino de un nuevo esquema de relaciones financieras internacionales, en el que el sistema de tipos de cambio sea un elemento esencial.
De la experiencia de estos dos últimos años parece razonable deducir que el compromiso por la estabilidad cambiaria supone hoy ir más allá del drenaje puntual de dólares por los bancos centrales y tratar de vincular el comportamiento de los precios de las monedas a impera-tivos menos circunstanciales que los dictados por las consecuencias de las políticas singuilares de la superpotencia económica de turno.
La eficaz neutralización del exceso de volatilidad que a corto plazo registran los mercados financieros exige la definición clara de guías en las que las principales variables precio de las decisiones financieras -tipos de cambio y tipos de interés- van a desenvolverse. No es la certeza absoluta la que es posible, ni deseable, incorporar a un nuevo esquerra de comportamiento de tipos de cambio, sino la garantía de que tales precios tenderán a reflejar la -tendencia de las variables económicas fundamentales, minimizando el envío de falsas señales y, en definitiva, los riesgos de proteccionismo.
EL PAPEL DEL ORO
La credibilidad de la voluntad de estabilidad ha de proyectarse más allá de propuestas como la reciente del secretario del Tesoro estadounidense en las sesiones previas a la Asamblea del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. La vinculación de los tipos de cambio a las variaciones en los precios de una cesta de bienes o mercancías en las que el oro jugaría un papel esencial no ha generado sino, en el mejor de los casos, cierta confusión acerca de las pretensiones estadounidenses en estos momentos preelectorales y, en el peor, un temor de los analistas menos radicales a que la Fiebre del retorno al patrón oro haya arraigado de nuevo en el entorno del presidente Reagan.La aceptación de límites o bandas de fluctuación para los tipos de cambio, con la flexibilidad suficiente, aunque reglada, para su alteración, ha deparado en el seno del Sistema Monetario Europeo resultados netamente aceptables.
La adopción de un esquema de disciplina similar con vocación de permanencia, presidido por la necesidad de cooperación efectiva en la definición y aplicación de las políticas económicas, y la razonable asignación de pesos específicos a las distintas monedas, constituye la vía menos traumática de deshipotecar el futuro. Las circunstancias actuales son muy distintas a las que posibilitaron el liderazgo de EE UU sobre el Sistema Monetario Internacional y la atribución al dólar de su patronazgo; entre otras, la no menos espectacular e inusual que ha dado lugar a que el emisor de la principal moneda de reserva sea también el príncipal deudor neto del mundo y el generador de la mayor inestabilidad en el sistema
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