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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Apaga y vámonos

EL GRAN apagón sufrido en Cataluña y otras zonas de España en la noche del miércoles quizá no provocará un enorme disparo de la natalidad, contra lo que sucedió en sus más notorios precedentes de Nueva York, en 1965 y 1977, que dejaron a oscuras a la big apple durante 24 horas. A diferencia de aquellos incidentes, el caos y el desconcierto ciudadano que crearon tampoco han desembocado en la espiral de atracos, violaciones y asesinatos que revistieron al suceso de connotaciones finimundistas. Pero aunque debemos celebrar la azarosa ausencia de desgracias mayores, el apagón ha evidenciado dos de los más lastimosos agobios que lastran la vida ciudadana: el deficiente funcionamiento de empresas e instituciones y la fragilidad de infraestructuras imprescindibles.El espectáculo de la oscuridad total rigiendo sobre varios millones de personas, de los usuarios atrapados en el metro y los ascensores, de algunos hospitales aislados y desasistidos por la carencia de grupos electrógenos autónomos, de ciudadanos inquietos por el súbito corte de fluidos básicos como la electricidad y el teléfono un día en que, horas antes, se había producido un atentado terrorista en el corazón de la ciudad, y todo ello aderezado con un dramático aislamiento informativo sobre lo que estaba sucediendo y una absoluta falta de instrucciones sobre lo que convenía hacer, configuran algo más que una anécdota triste y exigen una urgente delimitación de responsabilidades. En esa nueva noche de los transistores, aunque algunas emisoras de radio supieron improvisar una línea orientativa y tranquilizadora para sus oyentes, lo que las impulsaba era más la buena voluntad que el empuje de una estrategia de prevención civil o la agilidad de la respuesta administrativa ante el desastre. Pasó casi una hora antes de que los ciudadanos empezasen a tener versiones oficiales de lo que ocurría.

Al buscar responsabilidades, la primera y principal debe exigirse a la empresa en cuyas instalaciones se generó la avería. Resulta difícilmente comprensible que la explosión de un interruptor de la estación receptora de Sentmenat, punto que ha demostrado ahora ser fundamental para la red eléctrica catalana, española y europea, no tuviera una respuesta alternativa automática e instantánea. ¿Por qué una instalación tan decisiva no tenía reemplazo inmediato? ¿Acaso el alternativo tendría un coste económico exorbitante? ¿Puede aceptarse que un solo interruptor, al alcance de cualquier atentado, fuera tan decisivo?

No es ocioso recordar que uno de los principales argumentos esgrimidos para la expansión de la energía nuclear en el franquismo y la transición fue precisamente evitar la vulnerabilidad. Aquellos defensores de la sobrecapacidad nuclear, apoyándose en que la dependencia del petróleo hacía a España estratégicamente vulnerable, se lanzaron a una construcción sin medida de centrales, particularmente en Cataluña, que ha acabado siendo ruinosa para el sector eléctrico. Como fatalmente se ha comprobado, la vulnerabilidad que generan los remedios es superior a la causada por la dependencia exterior del suministro.

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Por lo demás, si bien se pudo constatar el voluntarismo de algunas autoridades, se evidenció más su descoordinación e impotencia. Primero, en el fracaso de las medidas de prevención, seguridad y vigilancia que debían evitar lo sucedido, y después en la incapacidad para reconducir la situación. La ciudadanía responsable no necesita en estos casos ni heroísmos ni discursos, sino eficacia. Las comisiones de prevención civil -ese mismo día se había constituido una en Cataluña-, los planes de emergencia, la política informativa oficial y la coordinación entre empresas y Administración y entre las diversas administraciones mostraron su insolvencia. El gran apagón iluminó al menos la existencia de lo que los matemáticos denominan un conjunto vacío.

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