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La excomunión de Antonin Artaud

El autor dramático, para remediar sus ansiones, viaja rondando los escondites de sus humores buscando una terapéutica para su alma. Por eso, entre dos periplos, Antonin Artaud, con rabia, se insurgía contra la literatura "de los imbéciles, de los sabelotodo, de los antipoetas y de los positivistas", en vista de lo cual le metieron en un manicomio de Rodez, donde fue torturado durante diez años con mañosa prisa.Hoy al dramaturgo, sobrevistiéndole con trapajos de gallito, alterándole con el viento de las obligaciones y agarrándole al vuelo su voluntad, se le pide que asista a sus estrenos. Como el autor no dispone a cada trique del don de ubicuidad, prefiere a menudo, y a hurtadillas de la verdad, declararse enfermo imaginario: con lo cual rehusa la hazaña de estar el mismo día en su estreno de Bangkok y en el de Sao Paulo. Pero como en el teatro, ya dijo Artaud, "reina una especie de magia", cuántas veces el escribidor comienza a sentir los síntomas altaneros y porfiados de la enfermedad que acaba de inventar horas después de anunciarla por telegrama.

La ventaja y el duende invisible de mis estrenos en París es que los teatros suelen estar cerca de mi casa. Mi última obra, Breviario de amor de un halterófilo, aunque se pone de bulto apadrinada por La Comedie Française, se representa en la sala más meñique de París: 84 espectadores contando a los 12 que meten con calzador en los peldaños. Dada una rígida e inviolable programación establecida meses ha, tan sólo se darán 30 representaciones. Engolosinadora norma que convierte mi obra en una victoria apuntalada por el cartel de "no hay billetes". Incluso si la crítica no me sostuviera con unas reverencias que no merezco, los abonados de tan venerable institución hubieran ya agotado las localidades movidos por los disculpables verdores de la curiosidad.

Hace años, La Comedie Française, en su sala más grandullona, ya había montado mi Oye, patria, mi aflicción. A la vista de estos espectáculos respiro indeciso, imaginando lo que Bretón y mis amigos del grupo surrealista de los años sesenta hubieran pensado de estas programaciones de la honorable casa de Molière. Para André Bretón, el "arte comercial" y el "teatro representado" sólo podían proponer platitudes o referir puerilidades. Arrimando a aquellos propósitos la lógica, nunca comprendí por qué motivos Bretón no sólo defendía sino que publicaba mi teatro. Ha pasado un cuarto de siglo y en verdad el cine y la televisión, tras marginalizar al teatro neutralizando y trivializando a tantos autores, le ha alojado en unas catacumbas de pan, miel y ajilimójili. El dramaturgo, que ya nada puede ganar ni perder, le hace tilín al presente y rosquillas a la historia: rompe al fin (como soñaba Artaud imaginándose poeta utópico) los obstáculos entre lo vivido y lo representado para celebrar "la comunión entre público y actor".

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En el grupo superrealista, durante los tres años que asistí diariamente a sus reuniones, se cuchicheaba entre dientes y a espaldas de Bretón acerca del genio y de la figura de Artaud. Descuidado, poco medroso y metiéndome a desvergonzado protegido bajo mi caparazón de meteco de Ciudad Rodrigo, un día le hice a Bretón, ante el estupor general, la pregunta tabú: "¿Qué opina de Artaud?". Me respondió sin echar los títeres a rodar: "Era un rebelde sin causa".

En 1930, en su Segundo manifiesto surrealista, André Bretón había acusado a Antonin Artaud, de buscar negocios fementidos y triunfos chiquilicuatros; de dirigir con un lujo faraónico la obra de un "vacuo sueco" al que despreciaba (Strindberg) y al que tan sólo ponía en escena porque la Embajada de Suecia le había pagado el oro y el moro. Bretón amenazaba con descubrir la hilaza y exhibir las pruebas de este desfalco... que mostraba "el valor moral de la empresa"; denunciaba a Artaud por haber llamado en su ayuda a dos polis y por haber pactado en una comisaría el haerrojamiento de sus ex compañeros del grupo. Bretán aseguraba que Artaud no sabía ni remotamente lo que es el honor. A matacandela, Artaud había sido excomulgado del superrealismo.

En 1962 caí de rodillas contemplando en el Museo de Arte Moderno de París una exposición retrospectiva de la obra pictórica del "vacuo sueco" (compuesta a finales del siglo XIX). En el catálogo de aquella pasmosa exhibición figuraba una meditación de Strindberg sobre su propia obra plástica. Analizaba su proceso de paisajista al óleo transfigurado en pintor abstracto tras haber ahorcado los hábitos de la figuración panza al trote como un precursor del superrealismo. Sin segundas intenciones recomendé la exposición a Bretón poniéndola en el pináculo; éste, maravillado por lo visto y leído en el museo, la puso por las nubes y en letra de molde la bendijo en su revista La Breche. Se cerraba así un capítulo del "surrealismo al servicio de la revolución", como si un Mefisto travieso, con el compadrazgo de un diablo cojuelo, se hubiera distraído atando los cabos sueltos de la Historia. Meses después, con Topor y Jodorowsky, creé el Movimiento Pánico y por mi cuenta y riesgo escribí mi obra de teatro El arquitecto y el emperador de Asiria.

Muerto Bretón en 1966, sentí la dentera de leer la obra de Artaud que aún desconocía. Qué chasco, pero también qué asombro y qué fascinación al devorar en El teatro y su doble, que Artaud había escrito en 1938, las tesis teatrales que yo pensaba haber descubierto. El poeta rebelde se alzaba como un profeta visionario; para mayor estupefacción, vi que Artaud hablaba ya de... "teatro pánico"... y de "arquitectos de Asiria". Si le hubiera leído a tiempo, hoy el Pánico se llamaría Movimiento Burlesco (en honor a Góngora), y mi obra más representada: El escriba y el emperador de Caldea.

Dos nietos de Artaud (entre los miles que parió por su ano), durante la misma semana, han dirigido en Nueva York y en París dos obras mías: En la cuerda floja y el Breviario. Aquí, en París, la directora, la jovencísima Saskia Cohen-Tanugi (que, para mayor confusión artaudiana, recuerda a la Nadja de Bretón), "insuflando el magnetismo ardiente de las imágenes", como decía su abuelo, con fanatismo y dolor, da a mi obra toda su ración de sagrada iniciación.

Tras un cuarto de siglo de calumnias, suplicios y excomuniones, Artaud resucita de la mano de los mejores directores y dramaturgos de hoy. Perdiendo uno a uno sus ripiosos artificios, el teatro ha dejado de sembrar en la arena o de arar en el mar. Cuando estos herederos de Artaud consiguen direcciones tan vibrantes, el autor viaja y peregrina, ve mundos sin pararse en parte alguna y recibe el viático necesario para su aventura de escritor.

El teatro es tan diminuto, tan emocionante y tan frágil y está tan a contrapelo del prurito de eficacia ambiente, que se permite el lujo y la chulería de ser el testigo privilegiado de su época, dando solamente cuentas a la inspiración. Este teatro era el que soñaba Artaud cuando los loqueros le encepaban con una camisa de fuerza para encerrar su libertad infinita y le atornillaban en su cabeza de rebelde los alambres del electrochoque.

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