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Clérigos y sacristanes

Basta hojear el índice de la NRF, desde su fundación en junio de 1940, para darnos cuenta de que el problema no es nuevo, aun cuando aparece de formas diferentes debido al cambiar de los accidentes.

Entre agosto y noviembre de 1927, la revista publicó La trahison des clercs, fuente de largas y sutiles discusiones. Las colaboraciones más inmediatas, en esta misma revista, fueron las de Albert Thibaudet y Ramón Fernández. Ambos reconocían que la desesperación de Benda tenía fundamento, que su ensayo era valiente, claro, muy independiente; pero acababan oponiendo su optimismo al pesimismo de éste. Optimismo que a Thibaudet le venía de una sabiduría que, aproximadamente, podríamos llamar de derechas (el espíritu -"spiritus durissima coquit"- lo digiere y asimila todo: conseguirá, pues, dominar también a la mecanización y al nacionalismo). Y, a Fernández, de una esperanza (la justicia social) que, con pareja aproximación, podemos calificar de izquierdas.

Diez años más tarde, en la misma NRF, Ramón Fernández volvía a la carga, pero sin hacer ya ninguna referencia al ensayo de Benda. El artículo se titulaba Procès de intellectuel, y comenzaba así: "De cuando en cuando, desde el comienzo de este siglo, la sociedad francesa tiende a rechazar a sus intelectuales"; y lo mismo que 10 años atrás había invitado a Benda, "filósofo de manos limpias", a manchárselas un poco, ahora tendía a dar la razón a Aragon en contra de Gide: "El valor político de Gide", decía, "era de mera especulación, mientras que el de Aragon, aun siendo poeta, es un militante y un técnico de la política" (nótese que dice era en el caso de Gide y es en el de Aragon; sin hablar de ese aun siendo poeta, como si fuese un obstáculo que Aragon hubiese acabado superando).

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La militancia, la técnica: lo que precisamente, respecto de los intelectuales, la experiencia de los últimos años ha hecho caer en el ridículo y en el horror, de lo cual antes muy pocos se daban cuenta.

En efecto, lo que Fernández parece no aprobar en Gide, es decir, un valor político de mera especulación, el no ser militante y el no ser técnico, el mirar a la política como si fuera algo "diferente respecto a uno mismo" (Alberto Savinio decía que "la política rechaza al hombre inteligente como si fuera un cuerpo extraño", dando a entender que, en cambio, no rechaza al hombre mediocre), era -y es- la única posibilidad de salvación para el intelectual. Pero hay que decir que muy pocos se salvaron: hecho que hay que tener presente como explicación del rechazo de hoy día. Que, en realidad, no es un rechazo. Es algo peor: la desconfianza se ha convertido en indiferencia, en refractariedad.

Bernard-Henri Lévy conoce muy bien el daño producido en el campo de la inteligencia por esa ilusión de militancia, por la ilusión de técnica: él mismo ha contribuido en gran medida a difundir, incluso a poner de moda, la aversión hacia ese engagement. Y diciendo que la ha puesto de moda no quiero disminuir en absoluto su mérito: también en lo que se refiere al pensamiento el ponerse de moda es señal del efecto de penetración; que a veces puede ser devastador, pero en el caso de los nuevos filósofos ha sido, sin duda, saludable y liberador. Pero se exige hoy, como testimonio de la salud recuperada, de la libertad de nuevo hallada, el que los intelectuales vuelvan a tener el papel que se pueden dejar de tener, que dejen ya de pensar en pequeño y que vuelvan a pensar en grande y, sobre todo, que entren en ese mundo de ingente distracción que es la televisión y hagan que se convierta en un mundo de atención. Éste es el sentido, me parece, de su apasionado panfleto que se titula Éloge des intellectueis (Elogio de los intelectuales). Y es, en resumen, una vuelta a las propuestas de Thibaudet frente a Benda: "Cuando se ve lo que el espíritu ha sido capaz de superar, bajo el imperio romano y en la Edad Media, ¿podemos creer que esté destinado hoy a ser vencido inevitablemente: por el nacionalismo y la mecanización?". Era diciembre de 1927. Hoy podemos hacernos la misma pregunta, sustituyendo con palabras que ahora usemos más las palabras nacionalismo y mecanización; pero la respuesta sólo puede ser una (y es válida hoy, lo mismo que lo habría sido ayer): la inteligencia puede no ser vencida, pero siempre que, ante el poder, sea profesada y se vea afirmada por parte de clérigos y no por parte de sacristanes. Y ésta es también, me parece, la respuesta de Bernard-Henri Lévy. Respuesta optimista, pero a la que no le falta una sombra, al menos por mi parte, de cierto pesimismo o, por lo menos, de escepticismo. Las épocas en las que el intelectual tiene realmente un papel que desempeñar (o mejor sería utilizar el singular: la época) son precisamente las épocas en las que el intelectual no se interroga sobre su propio papel, no teme rechazos y procesos y corre como flecha hacia el blanco. Voltaire y Diderot no se plantearon preguntas sobre su hacer: simplemente, han hecho, considerando también a la Bastilla y la censura como incidentes naturales en su hacer.

Traducción: Carlos A. Caranci. Copyright EL PAÍS.

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