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Performancia

Cuando me invitan a una performance, nunca sé cómo tengo que ir vestido. Con el viejo happening de los sesenta no ocurrían estas cosas. Te ponías algo sucio y si regresabas a casa todavía más sucio, a prueba de tintorería, es que la cosa estuvo muy bien. Lógicamente, las orgías de los setenta tampoco planteaban este tipo de engorros indumentarios. Pero con las malditas performances ochentales estoy hecho un lío. Cuando recibo un tarjetón con la odiosa palabra, me paso horas dudando ante mis dos chaquetas, resolviendo el trilema entre el vaquero negro, el azul oscuro y el desteñido; temo enfundarme unos calcetines; verde Miami, pero tampoco oso con los marengo, y lo de los zapatos es un drama, que por ahí abajo es por donde ahora te observan, te juzgan, metes la pata. Poco importa que durante la performance reprimas el gesto de perplejidad provinciana y farfulles media docena de ingeniosidades, a ser posible en el galimatías emergente, el heideggeriano, si luego cantan tus zapatos paletos.No se trata de saber qué es una performance, sino de saber qué tienes que ponerte para disfrazar el estupor. Porque, a diferencia de otras épocas, la teórica ya no es suficiente ni siquiera necesaria. He visto performances que son como números de circo, y las hay que no se distinguen de una discoteca con rayo láser. Algunas se parecen al happening, aunque sin aquella vehemencia vanguardista y con muchas pantallas parpadeantes; otras son una mezcla de verbena, vernissage y vertedero. A veces, en fin, la performance tiene tantos humos intelectuales, pretende integrar todas las artes conocidas en el espacio de un chotis y en el tiempo de un trago, que hasta el taxista te pregunta si te encuentras bien.

Lo importante, es no desmoralizarse. Lo esencial es traducir el término para acabar con tanta pretenciosidad y desconcierto. Admito que una performance apabulle o acojone. Pero a que si te invitan a una performancia no sólo sabes qué zapatos ponerte sino cómo utilizarlos cuando empiece el camelo.

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