_
_
_
_
Reportaje:

Primavera cruel

Genoveva Dieterich (Madrid, 1941) es autora de libros de viajes en alemán y de un diccionario de teatro en español. Ha publicado relatos en diversas revistas y ha desarrollado una intensa labor como traductora de Günter Grass, Peter , Handke y Botho Strauss, entre otros. El relato que hoy nos ofrece tiene como marco la imprevisible primavera madrileña y una relación entre dos personas tan azarosa y difícil como la estación en esa ciudad. El paisaje puede componerlo un campo de trigo y también un verso de Schiller. La atmósfera barroca que recorre el cuento concluirá en un final impasible y cruel, en contraste con un entorno que abruma los sentidos.

"April is the cruellest month breeding Iilacs out of the dead land..." (T. S. E.)

Madrid no tiene primavera. Todos lo dicen, los adictos a sus vertiginosos cielos y los que aborrecen sus frenéticas tierras baldías. Pero todos saben con el corazón que Madrid sí tiene primavera. Aunque sólo sean unas semanas breves de fragor e inmensidad y torrenciales lluvias sobre el tropical y fugaz mar verde de sus jardines. Sí, esta ciudad tiene una primavera o una fiebre que invade al más prevenido y menos sentimental de sus amantes.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Lo supe aquella lejana tarde cuando me asomé con Sebastián sobre los acantilados abrileños de la ciudad desde los venteados altos de la Casa de Campo. He aquí una ciudad celeste, me dije, sintiéndola vibrar a través de la mirada oscura de Sebastián: borrosa en el vapor de las afiladas hierbas y las manchas rojas y amarillas de las amapolas y la retama. Y comprendí que siempre sería una primavera cruel.

No pensaba informarle al Danés de ello, no había motivo. Al fin y al cabo era un forastero, venía de lejos, y por qué explicarle algo que tanto tiempo -¿y tanto padecimiento?- me había costado descubrir. Ya vería él por sí mismo cómo era la ciudad y cómo era su primavera. Es decir, si sus admiradores, más que sus amigos, y el torbellino programado con el que habían rodeado su visita, lo permitían. Algo que yo dudaba. ¿Acaso entendían su idioma? No me refiero al de sus poesías, de por sí arcano, sino a la palabra cotidiana: "How was the trip?". "Es-tu sûr que cette legende soit vraie?". Su estancia en nuestra ciudad -Dios mío, ¿cómo puedo decir "nuestra", si nunca lo fue duraderamente?- se anunciaba como un acontecimiento, pero él no lograría traspasar los círculos densos de sonrisas, humo de tabaco y entrevistas y tocar, por ejemplo, el perfume pegajoso de la jara o la blancura temblorosa de las acacias tan cercanas, por otro lado, ¿a su alma de poeta? Venía de demasiado lejos y entre su vida, allá en las brumas de porcelana de Amalienborg, y nuestra primavera erizada de cuchillos mediaba un universo que le aislaba, le protegía también, quizá le anestesiaba. A menos que...

TARDE OBSESIVA

"Esos hombres te miran demasiado". "¡Déjalos, Sebastián, qué más da! Me miran porque estoy contigo, nos envidian por que . ¡No lo digas!". "¿Por qué vas tan deprisa? La maleza del río se me enreda en los pies y no me deja andar... Volvamos. Los vencejos agrandan demasiado el cielo y el silencio". "¿Me quieres?". "Más que nada en este mundo". "¿Para siempre?". "Para siempre".

Era una tarde especialmente obsesiva a fuerza de chaparrones que se convertían inmediatamente en vapor al contacto con la arena de los paseos. Cerca del teatro María Guerrero, una cortina flotaba en una ventana, una vela solitaria, de nave a la deriva. Asfalto silencioso. Pero en el Espejo Veneciano ardían las conversaciones en babilónica confusión. Bien, allí estaba el Danés, el Gran Danés, rodeado de la fama de sus poemas como un Gral inaccesible. ¿A mí qué me importaba? Me corrían por las venas añicos de primavera -belleza, vencejos, jara- y me asediaban deseos de quietud definitiva entre la hierba alta al borde del camino. ¡Qué lejanos quedaban los puertos del Báltico de aceradas aguas, los ríos de hielo fragmentado, las primaveras de ciervos y bosques! Desde la distancia le contemplé. ¿Para qué acercarse si la comunicación era imposible?

.¿Tú crees que sobreviviremos a esta primavera? ¿A esta vorágine de encinas en flor y toros en las marismas? ¿Tú quieres que lo intentemos, Sebastián? Dime, ¿tú quieres? Te asomas al paisaje caliente de abejas y callas. El pelo en la nuca se te ensortija como... ¿Por qué no me canso de besarte?"

Fui porque formaba parte de mi trabajo y no tenía excusa, porque si no, no hubiera ido a esa excursión con el Danés. Me aterraba asomarme de nuevo a las carreteras bordeadas de espigas verdes y ver los charcos cuajados de diminutas flores. blancas al pie de las sierras, aún nevadas y azules. No lo podría soportar. Pero había que enseñarle a él, al Gran Danés, al poeta, la conflagración de cigüeñas y rosas y rejas platerescas. Quizás para resquebrajar su armadura nórdica y ¿clavar un dardo de fuego en su corazón? No lo sé. En cualquier caso, le acompañé en el ceremonioso séquito que le seguía por claustros y naves góticas. Luego, más tarde, en los Jardines de Aranjuez -paseábamos bajo el follaje atomizado por el sol, tembloroso sobre la arena del camino-, me dijo: "Los bellos días de Aranjuez tocan a su fin, Vuestra Majestad no lo abandona más alegre. Hemos estado, pues, en vano aquí. Romped vuestro enigmático silencio...". "Schiller. Don Carlos. Acto primero, primera escena", respondí. En efecto. En la luz danzante descubrí que su mirada era oscura, sin el filo frío de agua marina báltica. En la rotonda del palacio, la piedra de las estatuas aún estaba caliente al tacto -¡calor de piedra doradal- y cerca respiraba pesadamente el río. "Usted ama perdidamente esto", dijo abarcando el paisaje con la mano. "¿Tanto se me nota el sufrimiento?". "Tenga cuidado".

"Bajo los arcos de la plaza Mayor se te irá esa desazón y esa tristeza". "No es tristeza ni desazón, es otra cosa". "Lo sé". "La ciudad es demasiado grande y nos rechaza, no tenemos dónde ir ...""Vamos a ver ponerse el sol desde el viaducto y luego iremos a una placita de escalinatas y árboles que he inntado para ti y pasearemos a la sombra de torres de ladrillo hasta que caiga la noche". "Esa camisa blanca hace resaltar remotos destellos alrededor de tu boca...". "¿No crees que el amor es algo que se construye día a día?". "No lo sé, si tú lo crees...".

PASILLOS Y ESPEJOS

En el hall del hotel reinaba un incongruente ambiente de feria taurina o de estreno teatral, una expectación tan ardiente que nunca podría ser satisfecha. Todos se habían despedido del Danés y creí que había desaparecido por los pasillos de molduras y espejos, quién sabe, quizá para encerrarse en su habitación y apoyar la frente en el cristal de la ventana, ¡por fin!, y deshacer en mil pedazos papelitos con versos ("Nunca nos perteneció nada y, sin embargo, lo perdimos todo..."); cuando escuché sin sorpresa su voz: "Lléveme a algún sitio, por favor, donde haya árboles y sombra y podamos hablar de esta ciudad, de la primavera y de usted". "¿De mí?, ¿por qué?". "¿Y por qué no?".

Pero estábamos hablando de él. El césped y los chopos del parque del Oeste flotaban en la penumbra mojada. Olía a río lejano, a lejana arena mojada, a brisa. La luna oscurecía el ramaje de los abetos. "Como en un cuadro de Caspar David Friedrich". "Cuéntame". "Cuando terminó la guerra aún no sabía hacer el amor, pero ya manejaba una ametralladora; absurdo, ¿no? No pensaba más que en encontrar una chica. Para querer

Primavera cruel

la. "¿La encontraste? ¿La quisiste?". "Sí. Fue como un sueño `. "Je gusta el mar?". "Crecí juntto a él. Un mar nórdico como el de Hamlet. Quédate así, no te muevas. ¿De verdad que nunca ha leído mis poemas?". "Alguno;.- Eras demasiado famoso". "¿Importa eso?". "A veces. De ti había que defenderse. Decías. 'Si no volvemos a vernos, si no llegamos a vernos, si nunca nos encontramos...' Y también. En la noche mojada de luna y humo abrazo una columna de aire...' ¿Cómo no iba a temerte?"."Me atormentas, Sebastián. No sé ya qué decirte, lo he dicho todo. Hace calor, estoy cansada de pasarme la tarde en un aula rellenando folios, contestando a preguntas que casi no me importar mientras el sol danza entre los pupitres y el silencio cargado de suspiros. ¿Qué quieres que te diga? Dame descansar así con la cabeza apoyada en tu hombro y mira cómo la luna flota sobre el parque del Oeste. ¿Cuándo te vas? ¿Estas seguro de que tienes que irte? ¿No estaríamos mejor juntos? A lo mejor no vuelves". "Aunque no volviera, siempre estaríamos juntos, como ahora . Sí, Sebastián. Hoy tienes la cara llena de sombras.

Acércate, ahora no nos ve nadie".

Las dos hileras de árboles dormidos creaban un entoldado de fragancia amarilla y nocturna. En la distancia se perdían los trenes y las lomas de la Casa de Campo, "terra incógnita" nocturna. Al andar íbamos levantando con nuestra conversación el polvo aún caliente de la tarde. Le pretí al Danés que leería sus poemas. Todos, desde el primero al último. Me aseguró, asombrado, que nunca había vivido un día así, tan pegajoso y exaltado, tan polvoriento y luminoso, y luego, una noche como ésta, frondosa y profunda. "Como un beso... Pero ¿Puede vivirse así?". No me atreví a advertirle que aún podía ser peor. Mucho peor.

No había que prometer nada, Sebastián; entre tú y yo no había promesas. Una primavera compartida, eso sí, y cielos helados sobre la ciudad, nuestra ciudad, y sus calles y plazas, y a veces una terraza abierta a la luna. ¿Cómo iba a comprender esa tarjeta postal que me enviabas desde tu viaje de novios?: "Te recuerdo en cada momento". Yo también te recordaba y aunque también estaba lejos -¿por qué intrincadas veredas del sentimiento?- no te escribí ni postales ni nada. Quizá ya era tarde.

Las calles estaban quietas como sólo lo están en primavera, bajo las copas inmóviles de las acacias, entre los troncos tiernos de los plátanos. La Gran Vía aún brillaba azulada de neón y de brisa por las bocacalles viejas. "Vamos a tu casa', propuso el Danés, que ya no parecía un extraño, ni apenas famoso y temible. Bajo los cuadros amigos y las plantas cotidianas, el reloj se paró y las horas empezaron a gotear como velas en los vasos de vino. De algo hablamos, describiendo círculos, evitando rozar cicatrices, tan visibles sin embargo, tan inútiles. Y largos trechos de silencio. Me sobresaltó la exasperación con la que exclamó pasándose la mano por el pelo. "¡Pero con qué clase de hombres te has encontrado en tu vida.". "Pues hombres come, tú, amables y desesperantes", me reí, pero el humo de su tabaco me fatigaba- Hacía un instante me había parecido fulminantemente cercano al corazón. "lo que me gusta de los poetas románticos es su demesura, ese ansia de abarcarlo todo", había dicho con un no sé qué remoto. Pero ahora empezaba a detestarme. "Entonces, ¿prefieres que me vaya',`, preguntó incrédulo. ¿Me echas a la calle, así, a altas horas de la calle?". "No exageres_", hice un intento de ecuanimidad. Él, estaba sarcástico. "Está bien, es igual. Una ocasión perdida más". El recuerdo de lo inmediato y de lo lejano me cortaba la respiración. ¿Acaso no teníamos todo el tiempo del mundo? ¿A qué venía maltratarse? "Te equivocas", me dijo ya en la puerta, "no tenemos tiempo, no nos pertenece ni un segundo de futuro. Mañana me voy y no creo que volvamos a vernos. Me esperan en casa".

TALISMÁN

Fue, pues, una primavera cruel. Fui a despedirle al aeropuerto., entre mucha gente, por aquella bella frase sobre los poetas románticos, suspendida en la madrugada como un talismán. "A shield against the enemy". Y quizá también por aquellos besos de ningún lugar y de ningún tiempo en un desvencijado banco del parque del Oeste. ¿Para qué insistir? Si lo pienso bien, no llegamos a hablar de nada, ni de la primavera, ni de la ciudad, ni de Sebastián.

Quedamos en que algún día iría a visitarle a su casa, entre su gente. Algo tan improbable. Nunca ha ido a Amalienborg.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_