El final de la guerra
San Estanislao era una siesta. KeIler había atravesado otros lugares semejantes. Lenguas de selva y de roca pelada se alternaban a los lados de la cinta de tierra reseca que en unos puntos figuraba carretera estrechísima y en otros se dejaba ganar por la vegetación o perdía los bordes igualándose con el mineral ardiente de alrededor. Los poblados eran sucesiones de barracas destartaladas, con techos de zinc las más veces, cubiertas las ventanas por trozos de plástico opaco o de arpillera. No constaban Ben mapas, y tal vez no tuviesen nombre ni espacio en geografías. Los habitantes no eran curiosos: el estruendo del jeep no llevaba a nadie a mostrarse.Verá las ruinas de la fábrica poco antes de llegar, le había dicho su informante, en La Paz, hacía una semana, sin abundar sobre el carácter de la hipotética industria local de antaño. No importaba, en verdad. KeIler vio el esqueleto de un antiguo tinglado, vías oxidadas, un armazón de pozo, restos de una mina o de una cantera probablemente.
Paró el motor y esperó, acosado por el sol, alguna señal en el silencio aparente de la naturaleza agazapada. Estaba sin aliento, como si hubiese corrido.
Cuando encontró fuerzas para dejar el vehículo reparó en la niña, toda de cobre, sentada en el escalón de la primera vivienda, observándole.
"¿El almacén?", preguntó. No esperaba ser entendido. Estaba seguro de la inutilidad de su trabajoso castellano en aquellos parajes. Además, la información, allí, era irrelevante: no había muchos lugares en que buscar.
Pero tuvo respuesta: un dedo infantil, verdoso y con surcos de barro apuntó en la sola dirección posible.
La cortina de cadenas en el marco de madera sin pulir de la entrada distinguía la tienda de las demás construcciones. "Hernández", ponía el vano cartel, "Provisiones".
Le costó acostumbrarse a la penumbra. Mantuvo apartadas algunas de las trenzas metálicas, dando paso al resplandor de fuera, durante un minuto o dos. Después las dejó caer. Fue a sentarse junto a una de las paredes laterales.
ADOBE Y HORMIGÓN
El local era pequeño, la sala de una de aquellas improvisaciones de planta caprichosa a las que contribuían los bloques de hormigón, el adobe, la piedra y el ladrillo. Un perro perezoso que fue a olerle las botas precedió al dueño, un indio y nada más que un indio, en definición del forastero, Hernández, sin duda.
"Buenas", dijo Keer.
"Buenas", contestó el otro. "¿Puedo servirle?".
"Si hay cerveza...".
"Claro, claro, cerveza llega...".
Volvió sin prisas, con una botella oscura. La tapa se desprendió sin ruido. El líquido cayó con tristeza.
"El camión que la trae", explicó el hombre, "la marea".
Estaba fría.
"He venido para visitar a alguien", decidió KeIler en el segundo vaso, al ver que el indio no se marchaba.
"¿Le traigo otra?", eludió Hernández, tomándose tiempo.
"Traiga".
Puso otra botella y otro vaso en la mesa, sin retirar lo anterior, y retomó la conversación a su modo.
"Vino a ver a su compatriota, ¿no?".
KeIler se sorprendió, como si la deducción de Hernández entre su color, su estatura, su acento hubiera sido diricil.
"Braun", dijo. "¿Vive aquí?".
"Yo le sé otro nombre, pero es un alemán también, más o menos de su edad".
"Debe de ser", supuso Keller. "¿Vive solo?".
Al separarse de la mesa para meter la mano en el bolsillo del pantalón, el visitante dejó ver el revólver que llevaba en la cintura. Los ojos del comerciante registraron el arma y, al cabo, se quedaron fijos en el billete de 20 dólares que había originado el movimiento.
"Es viudo, sí es eso lo que le interesa. La mujer murió hace poco, de fiebres".
Callaron, midiendo su enojosa complicidad.
"Vaya a decirle que Keller quiere hablar con él..., prefiero avisarle. Le daré otro como éste si lo hace", pidió el alemán.
Hernández bajó la cabeza y se rascó la nuca, estudiando la transacción.
"Está bien", aceptó. "Voy".
REGRESO DEL INDIO
Keller se quedó solo. "El perro dormitaba en un rincón, extenuado, su gran lengua tocando el suelo de cemento. El indio regresó y él no había cambiado de posición. Ni siquiera había soltado el vaso, ya tibio.
"Venga", urgió su mensajero desde el umbral. "Su amigo no puede salir. Está en la cama, enfermo". Ahora era mensajero de Braun.
Keller se puso de pie y salió tras el hombre. No recorrieron más de 30 metros.
"Es acá", dijo Hernández ante la puerta de la segunda casa. Tomó el dinero de Keller sin un gesto, sin una, sonrisa o un ceño que anunciasen nada, dio media vuelta y se dirigió a su tienda, desapareciendo tras la cortina.
Keller llamó a la puerta de Braun.
"Pasa", oyó decir.
No había pestillo. Bastaba con empujar la hoja. Entró.
Desnudo, cubiertos apenas el vientre y el sexo por una pieza de tela rústica, vela o sudario que debía de hacer las veces de sábana o manta, Braun se había sentado en el borde del catre de tijera que ocupaba el fondo de la habitación. Se mantenía erguido con dificultad, los pies en el piso y las manos apoyadas en los muslos.
Libros y viejos periódicos alemanes, apilados cerca de los muros, se habían cubierto de polvo. Un Braun joven, de uniforme, sonreía desde un marco dorado, encima de la única mesa. Junto a él, el retrato de una mujer rubia, seria, de hermosos labios juntos.
"Querías hablar conmigo, me dijeron".
KeIler acercó un sillón de mimbre al lecho del otro, pero no lo ocupó. Había cogido la fotografía de la mujer y la estudió con atención.
"Qué raro", dijo. "He pensado tanto en ella sin recordar cómo era realmente... ¿Era así?".
"Era así", confirmó Braun, "cuando tú dejaste de verla".
Eso fue poco antes de que Von Paulus lo echara todo a perder, pensó KeIler, pero dijo:
"Poco antes de que me hicieras enviar al campo para que el trabajo me hiciera libre. Y me hizo libre. Salí en los huesos, pero nadie me persiguió después. Al contrario".
"¿Has venido a matarme, KeIler? ¿Por qué has tardado tanto?".
"¿Te casaste con Gerta finalmente?", siguió KeIler, como si no le hubiese oído.
"Sí. Pero no entiendo por qué me lo preguntas. Si estás aquí es porque has averiguado mucho sobre mi persona".
"Quiero que me lo cuentes tú".
"De acuerdo. Nos casamos. Yo era ciudadano paraguayo. El matrimonio servía para protegerla".
"¿Sólo para protegerla? Se me había ocurrido que significaba mucho para ti, que me habías condenado para quedarte con ella, con su amor, digamos".
"Además quería protegerla. Es lógico, ¿no?".
"No sé. ¿Servía de algo ser paraguayo? Estamos en territorio boliviano, creo".
"A lo mejor. ¿Quién sabe dónde está San Estanislao? Paraguay, Bolivia, Brasil tal vez... lo mismo da. Pero al principio vivimos en Asunción'.
KeIler contemplaba el rostro de Gerta tratando de asociarlo con un tono de voz, con alguna ternura remota, un deseo, una música, sin éxito. Empezaba a entender el sinsentido de su viaje de cuatro décadas, lo ridículo de la venganza.
"¿Fuiste feliz con ella?", preguntó por último.
"¿Cómo se puede ser feliz en este agujero? ¿Cómo se puede ser feliz cuando se está derrotado? Hice lo que estuvo en mi mano. ¿Era eso lo que querías saber?".
"Es posible".
"KeIler".
"Sí".
"¿Vas a matarme ahora?".
"No. Vine para eso, es cierto. No hay nada en el mundo que haya deseado tanto. Desde el 43. Y Dios sabe cuánto me costó dar con vosotros. Con los dos. Los soñé a los dos. Pero ya no sirve".
Braun se dejó caer de costado en el catre, entregándose a su debilidad. Antes de girarse de cara al muro vio las botas de Keller, muy próximas.
El RETRATO
Keller dejó el retrato de Gerta donde lo había encontrado. No le pertenecía. No le había pertenecido nunca. Sobre la misma mesa puso el revólver.
"Braun", dijo desde el umbral, sin esperar una palabra del que había venido a ver. "Hace tiempo que me siguen, ¿sabes? Yo te busco a ti, y ellos me siguen a mí. De cerca. Gente que salió de Dachau y que necesita encontrarte. No pueden tardar".
A la salida de San Estanislao tuvo que desviar el Land Rover para dar paso a un automóvil americano, negro, que ocupaba casi toda la calzada. Llevaban poca velocidad y había mucha luz. Reconoció al que conducía. Se había cruzado con él en vestíbulos de hoteles, en Buenos Aires y en Lima.
Calculó que para cuando él llegara a Fuerte Olimpo, Braun estaría muerto.
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