_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La evolución del catolicismo

No existe aún un modelo de interpretación de lo que está ocurriendo en el catolicismo. El modelo de evolución programada que fue el Concilio Vaticano II no tuvo éxito. El esquema cultural sobre el que trabajó el concilio venía dado por la necesidad de superar los grandes conflictos que había creado la figura de la Iglesia católica tras la Revolución Francesa, y que se concretaban en el sílabo en la definición de la infalibilidad pontificia y en la lucha contra el modernismo. Pío IX y Pío X fueron los papas del modelo: ellos expresaron con sus gestos y con sus actos pontificales la idea de una Iglesia alternativa a la. cultura que estaba plasmando la sociedad. Con ello permitieron una imagen elevada de la Iglesia-institución. Si el objeto del mensaje de la Iglesia era el rechazo de la cultura dominante, entonces habría sido necesario reconocer que la Iglesia era una cultura alternativa, una política alternativa, una sociedad alternativa. El producto de esta concepción era una exaltación de la imagen de la Iglesia misma como sociedad organizada, y no fue casual que su estructura jerárquica y su centratación en torno al papado se reforzaran con esta definición altamente política de la Iglesia.Para este tipo de Iglesia era esencial que el adversario se le asemejara, es decir, que tuviera una estructura similar a la suya. De esta forma, durante un cierto período histórico, su adversario fue la masonería, y en un segundo momento, la Internacional Comunista. El adversario era, por tanto,- tan real y conocido como la Iglesia misma: la confrontación era total y, por tanto, no problemática.

El concilio fue un intento de aprovechar la evolución que se había dado desde hacía tiempo en la cultura laica, y empezó a acercarse a la cultura comunista para sustituir el conflicto por el diálogo. Efectivamente, diálogo fue la palabra dominante del concilio. Y la palabra suponía dos sujetos conocidos y reales: el diálogo podía obligar a un cambio cultural en la Iglesia, pero ese cambio podía- estar programado. El concilio fue precisamente el intento de pilotar ese cambio: se trataba de modificar la Iglesia de manera que en ella fuera posible producir algunos elementos del adversario. Ciertamente de forma limitada, pero tal que permitiera una zona común de acuerdo: por ejemplo, la de las libertades civiles. Ya no se podía decir a los democráticos, como Louis Veuillot: "Cuando soy minoría, os pido la libertad, porque es vuestro principio, pero cuando subo al poder os la quito porque no es el mío".

La supremacía de la persona humana debía reflejarse en la doctrina social de la Iglesia. Y sin embargo, no debía tocar la estructura de la Iglesia en sí misma. La Lex Fundamentalis, que fue elaborada bajo Pablo VI, era de todo menos una declaración de los derechos humanos en la Iglesia. El diálogo era una política exterior, no una política interior. Quizá fue ésta la debilidad de base del concilio: ceder en el campo de las relaciones con las fuerzas adversarias, pero resistir en el plano de la concepción de la Iglesia. La jerárquica y la institucional seguían siendo las dimensiones dominantes.

No obstante, no fue una lucha por los derechos en la Iglesia la que puso en crisis las bases del concilio. Fue la transformación del adversario. En 1968, Europa se hizo consciente de cómo había cambiado culturalmente. La ciencia y la política, que habían estado en candelero durante toda la llamada edad moderna, eran objeto de preocupación y rechazo. La dimensión religiosa entraba de nuevo en las posibilidades del lenguaje, pero de una forma fuertemente anclada en la subjetividad. En suma, el adversario de la Iglesia estaba cambiando radicalmente: no ofrecía ya la imagen del sistema, sino la del fragmento. El sujeto de la cultura occidental ya no quería recuperar la objetividad de la política y de la sociedad, sino gozar de su estado de fragmento. Si caía el sistema adversario, no sólo caía el conflicto, sino que caía también el diálogo. El gran compromiso con la ciencia y con la política que la Iglesia se disponía a hacer, con la consiguiente exaltación de su imagen que se habría conseguido, se presentaba de pronto sin objeto. ¿Cómo dialogar con los fragmentos? Ello habría significado tener que acoger algo del fragmento en sí misma. Pero esto era precisamente lo que la Iglesia católica romana, construida sobre la autosuficiencia de la dimensión institucional y jerárquica, no quería y no podía aceptar. Habría sido, citando a Pablo VI, la autodemolición de la Iglesia.

La Iglesia romana no podía convertirse en una sociedad dentro de la cual fuera posible la autoexperimentación del individuo. No podía convertirse en una cultura en la que las emociones pudieran ser escogidas y reflejadas por las personas. Su concepción de la persona no llegaba a tanto. Por ello, los discursos sobre la política y sobre la ciencia, de los que el concilio esperaba tanto, terminaron por llevar al concilio, decayendo, al ocaso. Se abre así una nueva era, en la que la Iglesia católica tiene un nuevo inaccesible adversario. El cambio que acontece en el catolicismo es un cambio sistemático: no es ni el esquema de Pío IX ni el de Pablo VI. Este cambio es un hecho nuevo, y como tal debe ser observado.

Traducción: Beatriz Alonso.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_