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Tribuna:¿QUÉ TIPO DE HACIENDA PÚBLICA QUEREMOS? / y 2
Tribuna
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La verdad sobre el cáncer del fraude fiscal

Los defensores de disminuir la progresividad del sistema fiscal, y más en concreto del impuesto sobre la renta, han unido conceptualmente la idea de introducir un tipo único o reducir los tramos de la tarifa a la simplificación del impuesto, la disminución de gastos fiscales y la falta de equidad que el fraude fiscal comporta.Es indudable que la simplicidad es una cualidad apreciable en cualquier tributo, en primer lugar porque disminuye la presión fiscal indirecta del contribuyente, y en segundo lugar, y más importante, porque reduce las posibilidades de fraude al facilitar la gestión.

La simplificación de los impuestos es una idea atractiva, tiene una buena aceptación popular, pero, precisamente por ello, su instrumentación demagógica es posible. La simplicidad es muchas veces función inversa de la equidad. Según los impuestos van configurándose como más personales, directos y progresivos, es lógico pensar que se incremente la complejidad de los mismos y que la mayor adaptación a las condiciones personales del contribuyente introduzca en el impuesto dosis crecientes de complejidad. Hacer sencillos los impuestos es claramente un objetivo de un sistema fiscal, pero no hasta el extremo de sacrificar otras características prioritarias, como pueden ser la equidad o la progresividad.

La sencillez no puede ser argumento para justificar una modificación de la tarifa que conduzca a la disminución de la progresividad. En primer lugar, porque no es fácil demostrar que el impuesto se simplifica significativamente al reducir el número de tipos. Aun cuando exista un número grande de tramos en la tarifa, el tipo a aplicar por cada contribuyente es tan sólo uno, lo mismo que si se tratase de un tipo único.

Pero en segundo lugar, aun cuando existiese una simplificación, el coste de regresividad que comporta no justificaría nunca la medida.

Gastos fiscales

Otros son los caminos aptos para dotar, en la medida de lo posible, de sencillez la tributación sobre la renta: principalmente la eliminación de los gastos fiscales.

Nada hay que objetar con respecto a la disminución de los mismos. Tanto la teoría de la Hacienda pública como la práctica de la Administración tributaria señalan las ventajas e inconvenientes que presentan estos gastos.

1. Al estar ocultos como una disminución de ingresos, pasan inadvertidos, sin sufrir para su concesión los rígidos controles de otros tipos de gastos.

2. Tienden a consolidarse. Cada año se parte de las posiciones anteriores para incrementarlos, muy rara vez para disminuirlos.

3. No se sabe, en muchos casos, correctamente su importe.

4. En la mayoría de los casos son regresivos, porque de ellos se benefician particularmente y, en todo caso, en mayor cuantía los contribuyentes con altas rentas.

5. Su eficacia para incentivar es muy dudosa.

6. Son de muy difícil control, aumentando las vías de fraude (especialmente en un sistema de autoliquidación como el nuestro).

Así, todo parece abogar para que nuestro sistema fiscal se pode de exenciones, deducciones, bonificaciones, etcétera, que tan sólo discriminan de manera gratuita, dificultan la gestión, promocionan el fraude y no incentivan casi nada.

En concreto, dentro de nuestro impuesto sobre la renta de las personas físicas, los gastos fiscales se han ido eliminando paulatinamente y de forma significativa a lo largo de estos últimos años.

Es posible, no obstante, que pueda quedar determinado el tipo de beneficios fiscales cuya existencia no tenga excesiva justificación y que sea conveniente su desaparición, pero no se deduce que de esta medida tenga que inferirse necesariamente la introducción del impuesto lineal. En todo caso, si no se quiere incrementar la presión fiscal, habría que disminuir la tarifa en todos sus tramos sin reducir el número de éstos significativamente.

Es curiosa la reacción de determinados grupos sociales y políticos ante el fenómeno del fraude fiscal. Se ha pasado de ignorarlo, inclusive de ocultarlo, a utilizarlo como arma arrojadiza para exigir una disminución de la presión fiscal y, más concretamente, una reducción de la progresividad en el impuesto sobre la renta.

Indudablemente, el fraude es el gran cáncer de nuestro sistema fiscal, que distorsiona la equidad del mismo. La sensibilidad popular ante su existencia es hoy creciente, y muy pocos son los que, en la actualidad, lo defienden de manera abierta.

Estamos lejos mentalmente -aunque no cronológicamente- de aquella etapa en que defraudar a la Hacienda pública era un timbre de gloria o, al menos, de inteligencia. En su denuncia, un papel importante ha correspondido al propio Ministerio de Hacienda. Lejos de esconder su existencia, muchas veces se han alzado desde el ministerio a lo largo de estos años, para clarificar ante la opinión pública por todos los medios a su alcance, no sólo la realidad del fraude en abstracto, sino también, y principalmente, dónde se encontraban las bolsas más importantes del mismo. Quizá haya sido esta segunda parte la que molesta e irrita a determinados colectivos que se ven afectados.

Resultados

Pocas etapas en la Hacienda pública española habrán colocado el objetivo de la lucha contra el fraude fiscal en lugar tan prominente. En los últimos años han sido muchas las acciones emprendidas y no pocos los resultados conseguidos. No es quizá el momento de relatarlos; baste decir que en el año 1983 la Administración tributaria estaba diseñada para gestionar los antiguos impuestos, pero incapacitada para enfrentarse con un sistema fiscal que se había modificado sustancialmente y que preveía, con la implantación del IVA, una transformación mayor. La creación de las administraciones de Hacienda, dotación de medios personales y materiales, introducción de nuevos procedimientos de gestión, potenciación de la informática fiscal, reorganización de la actuación inspectora, modificaciones legales en el ámbito de la ley General Tributaria y de Activos Financieros han puesto los fundamentos de una Administración tributaria moderna y con capacidad para reducir sustancialmente el fraude fiscal.

Algunos frutos han comenzado a percibirse: ha disminuido en gran medida, por no decir desaparecido, la apropiación indebida por parte de los empresarios de las retenciones de sus trabajadores; se ha incrementado en los últimos años en más de un millón el número de declarantes en el impuesto sobre la renta; la participación de las rentas de trabajo declaradas sobre el total de las mismas ha decrecido en cinco puntos porcentuales. Muchos más datos podrían añadirse. Pocas personas ponen hoy en duda que se han dado grandes pasos en el control fiscal. No obstante, quizá se podría haber hecho más y, desde luego, queda mucho por hacer:

a) En muchos profesionales y empresarios que facturan directamente al consumidor sigue siendo práctica habitual una declaración infravalorada de sus ingresos. La Administración tributaria se ve, en cierta medida, impotente para su control. La normativa actual basa en todos los casos la liquidación del impuesto en la determinación de las ventas. Esta variable, en algunos sectores -sobre todo en aquellos que facturan al consumidor-, es prácticamente incontrolable. Una concepción en exceso teórica de la tributación y un diseño purista ha proscrito desde la reforma del año 1979 cualquier determinación de la base imponible que no esté ligada con la cifra de ventas calculada documentalmente. Cualquier cambio en esta concepción se contempla con cautela y como una involución en el desarrollo del sistema fiscal. Esta línea de pensamiento, por donde claramente se ha encaminado la teoría fiscal en España en los 10 últimos años, ha sido la causa, al menos en parte, de que el fraude se concentre de forma alarmante en empresarios y profesionales.

b) El control de las rentas del capital, no obstante ser uno de los primeros objetivos planteados desde 1983, no se ha logrado en su totalidad. Las modificaciones legales que fue necesario realizar, impedimentos de todo tipo por parte de las entidades financieras, opacidad de los mercados de valores e intermediarios financieros, la existencia de pagarés del tesoro, etcétera, han hecho que, hasta el momento presente, el control de las rentas de capital sea más una posibilidad que un hecho.

c) La situación en que se encuentran en la actualidad los catastros, tanto de rústica como de urbana, convierten a la propiedad inmobiliaria en refugio del dinero negro. Después de la aprobación de la ley de activos financieros se ha producido una traslación de dinero negro de aquéllos a la propiedad inmobiliaria. La reforma de los catastros se ha convertido, por tanto, en un objetivo prioritario.

d) El sistema de recaudación ejecutiva que ha estado en funcionamiento hasta el momento presente -desligado de las delegaciones de Hacienda y en manos de profesionales independientes- ha permitido que los contribuyentes sancionados por defraudar puedan eludir, en muchos casos, el pago de la deuda y sanción fiscal.

La existencia del fraude introduce, sin duda alguna, una fuente de desigualdad en el sistema fiscal, discrimina en contra de aquellas rentas fáciles de controlar, pero esta injusticia no puede ser excusa para introducir otra: que personas con grandes diferencias de ingresos tributasen al mismo tipo. La pretensión de que un descenso de la progresividad tendría un efecto beneficioso sobre el fraude es muy discutible, por no decir rechazable. El fraude se concentra precisamente en grupos que están muy alejados por sus declaraciones de la progresividad del sistema, ya que la ocultación de sus ingresos es tan grande que tributan a un tipo muy reducido. Para ellos, un descenso de la tarifa seguiría haciendo el fraude perfectamente rentable.

La existencia del fraude pretende ser también para algunos argumento a favor de los impuestos indirectos sobre los directos; olvidan que los que tienen ocasión de defraudar en éstos son los mismos que pueden apropiarse indebidamente de los indirectos. La ocultación de ventas por profesionales y empresarios que facturan al consumidor sirven no sólo para defraudar en el impuesto sobre la renta, sino también en el IVA.

Más bien al contrario, la permanencia en la lucha contra el fraude debería aconsejar la reforma de dos impuestos directos, relegados hoy a un segundo plano, pero con gran potencial recaudatorio: sociedades y patrimonio. Su potenciación y reforma, además de ayudar al control, aumentarían la justicia y progresividad de nuestro sistema fiscal.

Juan Francisco Martín Seco es economista.

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