Marta
En la larga, sangrienta y a menudo no del todo anónima historia de las guerras conyugales, que casi siempre acaban con la devastación de ambos bandos -son guerras en las que también pierde algo quien las gana, no importa que al final se haga con el botín-, acaba de escribirse el nombre de otra víctima: Marta, que tiene cuatro años y todavía ignora, aunque se está haciendo lo posible para que pronto lo sepa, que se viene a este mundo con el padre y la madre colgados de la chepa sin remedio y hasta que la muerte nos separe.Nos hemos enterado por la Prensa, y aquí me siento bastante miserable, del conflicto surgido en un matrimonio por la custodia de una pequeña hija; de las acusaciones de lesbianismo por parte de un tipo que consideró necesario, al parecer, irrumpir con una cámara fotográfica en un dormitorio para sorprender a su esposa en lo que para él ya era delito; de la frustrante vida de ese hombre, acuñada desde el nacer para el fracaso.
Hemos conocido hasta la saciedad detalles y puñetas. Enhorabuena. Nada como un buen tema periodístico -sobre todo si pertenece a lo que en las redacciones conocemos como humano- para desayunarse por las mañanas.
Es un respiro leer algo cercanamente atroz entre tanta mala noticia lejana o el fárrago de secreciones que nuestra clase política genera.
Con indignación o con vergüenza, y a lo mejor también indiferentes, hemos tenido puntual noticia de cómo una mujer y un hombre se dedican de nuevo a cazarse mutuamente en busca del culpable, y hemos visto, si hemos querido verlo, cómo en ese desgarro que les opone -esgrimiendo las armas que todo lo que en otro tiempo les unió pone en sus manos-, en ese cuerpo a cuerpo de delaciones y miserias, la primera que cae es quien no puede, ni sabe, y quizá no querría elegir con quién reemprender el vuelo.
Y, una vez más, alguien, esta vez Marta, tendrá que esperar a crecer para reconstruir el paisaje que quede después de la batalla.
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