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El hermano del chico de la moto

Un poco por casualidad, cayeron en mis manos dos libros publicados en una colección juvenil (de la editorial Alfaguara) que merecen ser leídos por el público adulto. Son los libros de Susan E. Hinton en los que se basó (y muy fielmente, como se puede comprobar) Coppola para sus dos espléndidas películas Rebeldes y La ley de la calle.Rebeldes (publicada en Estados Unidos en 1967), se lee de un tirón e impresiona por la fuerza del estilo y la sabiduría social de su joven autora (17 años). Con su excesiva carga emocional, sus concesiones al sentimentalismo, su visión idílica de las relaciones de amistad y fraternidad, Rebeldes es una buena novela, bien escrita, que sabe mantener la atención y la tensión mientras plantea los problemas que en mayor o menor medida todos hemos tenido y que seguramente no hemos resuelto. Las luchas, la rivalidad profunda e irresoluble entre los greasers y los soes (los marginados y los niños bien) adquieren categoría emblemática.

En menos de una hora dí el salto -ocho años- que separa Rebeldes de La ley de la calle. Y en seguida se nota que estamos en otro terreno (y Coppola también lo vio así, dando otro enfoque estético a la película, mucho más dura y enigmática. Frente a los colores predominantemente azules de Rebeldes, en La ley de la calle sólo existe la gama que va del blanco al negro). Queda la nostalgia de aquella visión idílica, pero ya se sabe lo que es: pura nostalgia. Las pandillas de los barrios se han acabado. La droga manda. El carisma no sirve para nada. Las emociones se superan o se echan al cubo de la basura, los mitos se autodestruyen. El chico de la moto, que todo lo vivió y todo lo sabe, que nunca cuenta adónde va ni lo que ha visto, es consciente de que su mundo es como California: una preciosa joven salvaje, adicta a la heroína, que se asombraría de saber que se está muriendo mientras se siente llena de euforia.

Desde la perspectiva del hermano del chico de la moto, que es donde nos ha situado la autora, el mundo es bastante más confuso y menos categórico. Provisto de menos inteligencia y menos carisma, Rusty James no sabe mantener su puesto de jefe de grupo. Necesita a los demás y no renuncia a sus mitos, que se esfuman ante sus propios ojos. Una barrera infranqueable y bien visible le separa del mundo del bienestar y la integración social. Una barrera igualmente infranqueable, pero imposible de precisar, le separa del chico de la moto. Éstos son sus profundos y desgarradores dramas. Y con ellos tiene que afrontar la vida.

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Rusty James debe prepararse para sobrevivir bajo unas condiciones que todavía desconoce. Rodeado de personas que resuelven el problema a su modo, ni se lamenta ni se entrega a la añoranza. Observa, sufre y aprende.

La lectura de La ley de la calle deja una sensación de incertidumbre, nostalgia y rebeldía. El mundo que describe y la lucha de supervivencia emocional y social de Rusty James expresan vivamente, con la fuerza que es inherente a la buena literatura, el vacío, la impotencia y la nada, entre otras cosas.

El chico de la moto, ensimismado, más deambulando que efectivamente montado en su moto (que no tiene), deja tras de sí un rastro de silencio: ¿el desencanto? A su hermano Rusty James le toca asistir a su extraño acto final: locura y muerte. Unas horas antes, el mejor amigo de Rusty James, Steve, le ha dicho: no puedes vivir pendiente del chico de la moto. Porque, además, el lector puede percibirlo, en el halo que lo envuelve hay algo irritante: conciencia de superioridad, distanciamiento. Está condenado a la muerte que se avecina. Él, que tan bien supo percibir la muerte de los mitos de la Costa Oeste, intuye, sin duda, la propia. Pero los que cuentan son los que quedan. Siempre ese resto.

La novela escoge como personaje mítico al chico de la moto, pero lo hace desaparecer en el horizonte y nos deja con el hermano del chico de la moto. Es otra estética, menos victoriosa. Y más moderna. Es la estética del resto, de lo que queda.

Ciertamente, la línea que se para lo que nos entusiasma de lo que nos horroriza es sumamente fina, casi transparente. El momento en que el equilibrio da paso a la catástrofe es infinitamente breve y a un lado y otro de ese punto de equilibrio o de catástrofe se vislumbra el contrario. Eso pasa en algunas obras: las mejores y las peores o, al menos, las que más admiramos y las que provocan nuestra más fuerte irritación. Las primeras, por arriesgadas; las segundas, por pretenciosas. En tre la pretenciosidad y el riesgo está todo lo demás, lo que puede ser regular o mediocre, tener cierto encanto o cierto interés.

Acaso haya existido siempre una corriente que nos inclina a admirar toda producción artística juvenil, pero ahora se ha visto ensalzada por la velocidad de la moda, que la ha convertido en valor indiscutible. En dichas producciones se proclaman los problemas que se creen propios de la generación: la ausencia de mitos, el vacío, la falta de heroísmo y de valores, de fe, de entusiasmo, de amor. De futuro y de presente, porque el presente se convierte en nada, en menos que nada.

No es fácil, sin embargo, transformar todo eso en buena literatura. Son temas que tocan fondo: ¿no se trata del gran problema de la existencia: encontrar su sentido? Ponerlo en el primer plano de la novela tiene sus peligros: es demasiado, el resto se difumina, pierde fuerza. No se ve nada más y lo que se ve ya se sabía.

El La ley de la calle, Susan E. Hinton ha encontrado el lenguaje y la perspectiva adecuados. El caos emocional, mental y social en el que vive Rusty James nos remite a nuestra cotidiana realidad de habitantes de un mundo que no nos permite ser el chico de la moto. E, inesperadamente (como sucede con todo lo bueno), encontramos, entre las páginas del libro, una nueva poética, una propuesta estética capaz de conmovernos.

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