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La ingratitud como pasión

Puede suceder, por ejemplo, que de los dos amigos que iniciaron su vida profesional al mismo tiempo uno acelere en cualquier instante su despegue y el otro quede, momentáneamente, al pairo. Convengamos en que tanto A como B son hombres de bien y supongamos que A -encaramado en su incipiente triunfo- no parezca recordar que le fue de buena ayuda un favor que le hiciera B. Sin duda, B no podría olvidarlo: esperará a que A le devuelva aquel favor, pero no tan sólo no se lo recuerda -aunque su mujer, cada noche en la cama, aproveche cualquier grieta de los sueños para exhortarle a hacerlo, insinuando que A es un ingrato y que B es demasiado bueno-, sino que se siente ansioso, casi culpable, fundamentalmente obligado por el hecho de haber cumplido con el don del favor. A, en estas circunstancias, puede ser simplemente un desagradecido, aún capaz de algún inútil remordimiento y con memoria de los favores que no ha devuelto; o quizá sea un ingrato sin paliativos, destinado al rencor contra quienes le favorecieron, a la espera de la ocasión oportuna para devolverles mal por bien. A, sin ser vocacionalmente desagradecido o ingrato, tiende a minimizar el favor recibido: pronto vivirá sin ambages la necesidad y el imperativo vital de la ingratitud. En parte, la ansiedad con que B -aunque lo tenga presente noche y día- procurará borrar las huellas más visibles del favor que le hiciera a A puede proceder de la prevención lícita ante el rencor que sospecha creciente en su amigo (ahora hombre de fortuna).El ejemplo de A y B puede completarse con un tercer amigo que avanza de forma equidistante entre los dos y que así vive entre ambos una relación de plenitud parasitaria. Aún es más sugestiva como hipótesis del potencial de la ingratitud suponer que A y B no partieron de la misma línea de salida y que B -en situación inicial más aventajada- ayudó a A a adelantarle sin pensar que correría tanto. A estas alturas, los juramentos de D'Artagnan, Athos, Portos y Aramis serán -como en parte les ocurrió a ellos 20 años después- mera nostalgia y no es de extrañar que algunos busquen vínculos de fidelidad en la añoranza de sociedades iniciáticas en las que se prescindía de los derechos y deberes de gratitud para dedicarse a las tareas y placeres de la lealtad y el honor -como si fuera posible superar las arenas movedizas de la moral para asirse de la vitalidad plena-. Otra cosa, por supuesto, es la generosidad, valor en franca baja que corresponde a un territorio exótico del comportamiento humano.

Es obvio que estas generalizaciones tienen aplicación concreta en todas las actividades del hombre -como ya demostraron los moralistas franceses-. La política, sin ir más lejos, parece ser de forma ostensiva uno de los terrenos más abonados para la ingratitud: por tradición, la vida política presupone que toda gratitud es una debilidad. Aunque esté establecido que queremos a las personas cuyo comportamiento nos brinda la mayor recompensa con el menor coste, la gratitud se viene considerando un coste brutal y día a día se hace irrefutable aquel silogismo sesgado: "No sé porqué me odia tanto: no le he hecho ningún bien".

Quien no devuelva favores se hace invulnerable. Con todo, puede llegar a ser grave está distorsión del principio de reciprocidad que tan presente está en las leyes morales y que suponemos anterior a ellas. Algunos se resisten a aceptar de forma definitiva que la única forma de vivir en paz sea adoptar estrictamente la norma de no esperar y no hacer favores -y, sobre todo, no devolverlos-. Los estoicos prescindían de tanta minucia de trueque y por eso comprendo que pueda resulta incómodo presenciar cómo la ingratitud se convierte en una de las pasiones más celebradas y unánimes de nuestro tiempo.

Tal vez llegará a ser conveniente volver a valorar la vida y los favores según las más rigurosas leyes de reciprocidad: en aquellos tiempos, uno sabía al menos que si le rascaba la espalda al vecino el vecino luego se la rascaría a él.

Valentí Puig es escritor y premio Ramón Llull de novela catalana en 1987.

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