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Los intelectuales, en el semáforo

Fernando Savater

En una entrevista publicada a comienzos de los años ochenta, y a la pregunta de si los intelectuales hablan demasiado, Michel Foucault respondió así: "La palabra. intelectual me resulta rara. Yo nunca he encontrado intelectuales. He encontrado gente que escribe novelas y otra que cura enfermos. Gente que hace estudios de economía y otra que compone música electrónica. He encontrado personas que enseñan, personas que pintan y personas que nunca he entendido bien qué es lo que hacen. Pero intelectuales, nunca. Por el contrario, he encontrado mucha gente que habla del intelectual. Y, a fuerza de escucharla, me he hecho una idea de lo que podría ser ese animal. No resulta difícil: es el que es culpable. Culpable un poco de todo: de hablar, de callarse, de no hacer nada, de meterse en todo... En resumen, el intelectual es la materia prima para toda sentencia, para todo veredicto, condena, exclusión... No creo que los intelectuales hablen demasiado, porque para mí no existen. Pero encuentro que el discurso sobre los intelectuales es muy absorbente y no demasiado tranquilizador". Durante el reciente congreso de Valencia y sobre todo con motivo de los comentarios que acerca de él se han hecho, me he acordado más de una vez de este lúcido dictamen.El precipitado esencial de la sabiduría que un congreso como el de Valencia suscita en caletres obvios queda afortundamente explícito en el apotegma de un taxista que me dijo: "¡Vaya con los intelectuales!".

Eso, vaya, vaya. Si cito como autoridad a mi taxista no es por demérito, sino porque acertó con el tono para hablar del asunto: "¡Vaya con los intelectuales!" lo dijo como quien dice "¡cómo está hoy la circulación!". Y es que el problema viene a ser a fin de cuentas cuestión de tráfico. A lo que más se parecen -entiéndase, nos parecemos- los intelectuales es a los automóviles. Preguntar "¿para qué sirve hoy un intelectual?" es tan sensato o insensato como preguntar para qué sirve hoy un automóvil. La única respuesta adecuada es: según. Hay intelectuales de fórmula 1 y otros utilitarios, hay intelectuales furgoneta, otros microbús y otros limusina. Hay intelectuales a los que se les caen las puertas o les falla el carburador y otros capaces de afrontar sobresaltos todo terreno. No todos sirven para lo mismo y hay bastantes que apenas sirven para nada. Los ecologistas del espíritu quisieran suprimirlos porque causan accidentes, mientras que los demás consideran que los muertos de fin de semana son un precio aceptable que hay que pagar por la posibilidad de ir a alguna parte más rápidamente que a pie.

Algunos parecen suponer que todos son iguales, lo que obviamente no es verdad: no es lo mismo el modelo hecho en serie -que no se diferencia de su vecino sino por el color o por algún embellecedor del chasis- que el ejemplar único hecho a mano y destinado a los más arduos campeonatos. Allí, en Valencia, había de todo: faltaban pocas marcas conocidas y hasta tuvimos algún coche blindado y algún auto de choque. Parados todos juntos en el semáforo congresual, esperando la luz verde que volviera a llevárselos cada cual por su autopista o su vericueto, despertaban curiosidad, conmiseración o envidia en los peatones, mientras aguardaban su carburante de reconocimiento y audiencia. ¿Diremos que no eran auténtio intelectuales o que hoy ya no cabe hablar de intelectuales? Sería como decir que todo coche que no se parece a mi preferido no es un auténtico automóvil o que ya no hay automóviles porque los Ford-T han sido retirados de la circulación.

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Muy posiblemente, la mayoría de los intelectuales pertenece al género de bobo ilustrado, por utilizar la expresión que titula una afortunada novela de mi amigo José Antonio Gabriel y Galán. Pero eso no quiere decir que los bobos sin ilustrar sean menos bobos o que su trato resulte notablemente más útil. Los que insisten agresivamente en el poco interés de las opiniones de los intelectuales (ellos mismos, por lo general, pertenecen recalcitrantemente al gremio o son semiintelectuales, que es la peor forma de adscribirse a la cofradía, con todos los tics y ninguno de los recursos gremiales) olvidan algo tan evidente que sólo a un intelectual puede pasársele por alto: la mayoría de las opiniones de los intelectuales son poco interesantes, pero todas las opiniones interesantes provienen de los intelectuales. Por supuesto que el adiestramiento intelectual no garantiza la bondad, ni la sinceridad, ni el desinterés, ni la fortaleza de ánimo, ni la independencia de criterio, pero estas excelentes cualidades morales tampoco son patrimonio frecuente entre los siempre sospechosos miembros del pueblo llano, también llamados no menos sospechosamente hombres de la calle. Los que más gritan contra los intelectuales que quieren "comerles el coco", o carecen totalmente de coco para ser comido o están siendo ya masticados por algún otro intelectual menos identificable y por tanto más peligroso. A fin de cuentas, los intelectuales están vinculados a la inteligencia (si se prefiere, quien se esfuerza por vincularse a la inteligencia puede ser llamado intelectual) y por esta razón son a la vez dañinos e imprescindibles. Por decirlo con las palabras de mi maestro Bertrand Russell, "la inteligencia, hay que decirlo, ha provocado nuestros males; pero la falta de inteligencia no los curará".

Dos premisas sólidas e ingenuas se repiten constantemente a propósito de la función del intelectual, la una proclamada con agreste orgullo y la otra con irriplícita descalificación. La primera asegura que los intelectuales han de mantenerse independientes respecto al poder y evitar su peligrosa contaminación; la segunda establece que el intelectual apenas puede ser más que un proveedor de ideología de la clase dominante. La inconsistencia de la primera aseveración es tan obvia que hay que introducir alguna precisión semántica para que no resulte tan ofensivamente insostenible: probablemente, lo que quiere decirse es que los intelectuales harán bien en no ponerse abiertamente al servicio del Gobierno establecido o de los aspirantes a establecerlo. Pues, por lo demás, el intelectual tiene ya poder, el poder de sus conocímientos y de su, acceso a los medios de comunicación, el poder del peritaje en algún campo en el que la especialización cuesta tiempo y dinero. Por supuesto, nada de malo hay en esto. Tener poder es algo excelente -aunque el poder pueda ser socialmente bien o mal empleado-, y todas las personas que estudian, publican, componen o investigan aspiran a alcanzar cierto poder como desarrollo de su fuerza y capacidad propias. El poder se dice de muchas maneras, y desde luego no se concentra sólo en los ministerios o en el despacho directorial de las grandes empresas. La reivindicación de la libertad de expresión, por ejemplo, es una reivindicación de libre flujo para el poder de los que hablan y escri-

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ben; por eso es la más celosamente buscada por todos los intelectuales.

¿Se limita el intelectual a producir ideología para la clase dominante? La cuestión no tiene vuelta de hoja, según los creyentes en lo que con orgullo suele llamarse "teoría materialista del poder político", para quienes todavía hoy la obra principal de Marx -no ideológica, sino científica, o, por decirlo en la jerga heideggeriana que a veces paradójicamente se le superpone, pensamiento puro de la verdad del Ser- es biblia matemáticamente irrefutable. El materialismo de esta posición lo debe todo a la ilustración más totalmente concluyente y, por tanto menos ilustrada: para Cabanis, el cerebro segregaba pensamientos; para éstos materialistas, el Capital segrega ideologías. Las mediaciones que distancian a Tomas Paine de Joseph de Maistre, a Nietzsche de Kierkegaard o Donoso Cortés, a Bertrand Russel de Sartre o Gonzalo Fernández de la Mora son detalles irrelevantes frente a lo esencial. El Capital sabe lo que le conviene y sabe que todo le conviene. En cuanto la apuesta trata de desviarse del terreno así marcado -pidiendo de paso aclaraciones no dogmáticas sobre que sea Capital, ideología, clase y dominio- se incurre, según los precitados materialistas, en la peor de las complicidades, pero también se despierta -según el sujeto escéptico y pensante de un peligroso hechizo. Los intelectuales producen ideología y crítica de la ideología, los análisis de lo real y las reglas del análisis, la justificación de lo dado y el derecho a darse de lo aún no habido. Debajo de cualquier fondo real de lo vigente hay siempre otro deba que debe ser cuestionado y desde el que cuestionar, salvo pecado mitológico.

¿Zafarrancho político en Valencia? Probablemente era imposible renunciar a él. Todo el mundo lo esperaba, lo solicitaba: a fin de cuentas, lo que cada cual reclama de los intelectuales y éstos -sean quienes fueren- nunca se sienten completamente dispensados de dar son voces de gesta. Al fondo, siempre están retumbando demasiados cañones. A diferencia del año 1937, lo que oíamos en Valencia por las noches eran fuegos artificiales, no bombardeos.

Pero el último día resonó la voz de los presos políticos y la de sus encarceladores, el tumulto falsamente radical de los provocadores derechistas y la explosión atroz con la que el terrorismo volvía a la palestra. Nos recordaron que ningún ejercicio meramente teórico puede conciliar válidamente lo que en la práctica permanece irreconciliado y que pensar no es nunca hurtar el bulto, sino dar la cara. En el fondo, lo importante no es sólo ser un intelectual como es debido, sino esforzarse por vivir lo debido padeciendo sin indignidad, apocamiento o arrogancia entre confusiones y razones.

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