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Tribuna:EL RESULTADO DE LAS ELECCIONES
Tribuna
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Pactos y acuerdos, nueva etapa

Los acuerdos puntuales y los pactos sectoriales entre las fuerzas políticas, así como el ejercicio de una oposición vigilante, son actividades normales en una cotidianidad democrática. Los pactos globales, cuando la identidad de los partidos no está todavía suficientemente definida, como ocurre en España, podrían, además, confundir, más que clarificar.

Si los procesos constituyentes y las transiciones políticas tienen que fundamentarse en un consenso amplio, la cotidianidad democrática, en un régimen parlamentario pluralista, responde más a la necesidad de pactos políticos sectoriales, de acuerdos puntuales o al ejercicio de una oposición vigilante. Las últimas elecciones, municipales y autonómicas, reafirman esta concepción comúnmente aceptada y extendida. En otros términos: en los procesos constituyentes, que domina el consenso, se contempla algo excepcional: construir o reconstruir el Estado; en los procesos constituidos, que domina la normalidad pluralista institucionalizada, el disenso se flexibiliza, en forma de acuerdos coyunturales, o se practica una oposición firme.Estrategias

Ahora bien, en todas estas opciones, en buena teoría democrática, su formalización dependerá de las distintas estrategias y objetivos de los partidos políticos. Corresponde, así, a sus direcciones -locales, regionales, nacionales- estudiar y decidir la conveniencia de hacer o no acuerdos o pactos. Esta facultad, desde luego, no es una facultad ilimitada: hay una obligación, ética y política, que remite a los programas y a los compromisos adquiridos en las campañas electorales; hay, también, otra limitación adicional: aquella que puede desnaturalizar la propia identidad del partido. Por ejemplo, pactar Izquierda Unida con AP, identificarse CDS con PSOE o con AP.

La cuestión que resulta hoy difícil es aquella que cubre los espectros de centro progresista con derecha y de centro progresista con izquierda moderada. Si nuestra democracia estuviese bien asentada, en lo que a los partidos políticos se refiere (que no lo está), el asunto no tendría mucha complejidad: no habría pérdida de identidad. Pero, por el momento, esto no es así. La reestructuración del sistema de partidos es la asignatura pendiente de una transición, por lo demás, bien hecha: la falsa bipolaridad derecha / izquierda, sin introducir matices, se ha intentado mantener, aunque sea retóricamente. Por ejemplo, aunque ya cada vez más forzadamente, se acusa al CDS de ser derecha (por parte de algunos sectores del PSOE) o de ser un apéndice de la izquierda (por parte de algunos sectores de AP). La actuación pública del CDS, parlamentaria y en declaraciones, su campaña electoral equidistante de estas dos formaciones políticas, su clara posición progresista de su programa, han calado en la opinión pública, desvaneciendo estas afirmaciones de marketing electoralista. Pero, con todo, la imagen puede volver a tomar cuerpo: por eso, pactos globales, más que clarificar, podrían, en ciertos ámbitos, confundir. Pasado algún tiempo esto se disolverá de forma fluida: tan legítimo es que el centro, en un sistema democrático bien ordenado, pacte con una derecha democrática como con una izquierda progresista, incluso globalmente. Dependerá de factores diversos, entre otros, de los propios resultados electorales y también de talantes personales o ideológicos.

La no conveniencia de un pacto global del CDS con AP o con el PSOE, en base a esta situación coyuntural de no asentamiento firme de identidad de partidos, no significa que no debe haber acuerdos. Un pacto es, sin duda, un acuerdo, pero reenvía a un compromiso de gobierno y de coincidencia programática. Los acuerdos son, simplemente, compromisos muy puntuales y coyunturales. La identidad queda salvada y no hay mixtificación. Sin duda, la complejidad municipal y autonómica que ha resultado de estas elecciones obligará a pactos sectoriales y a acuerdos a varias bandas; probablemente, en unas elecciones generales para constituir un Gobierno de la nación, esta complejidad sería menor. Por ello, esto exige una sutil ingeniería política en donde hay que integrar diversos datos: desde la gobernabilidad y estabilidad hasta aproximaciones operativas y contrapartidas adecuadas.

En nuestra situación actual, para la formación de gobiernos municipales y autonómicos, con la ruptura irreversible del bipartidismo solapado, con el descenso importante del PSOE y AP, con el auge del CDS, con el desigual crecimiento de los regionalismos, con la recuperación gradual de Izquierda Unida, el mapa político se ha modificado sustancialmente y anuncia cambios ya a nivel nacional. Y esto es bueno para nuestra democracia: favorece el pluralismo, permite mayor control, evita frustraciones y desencantos. Es decir, transforma la democracia roma en democracia fina (no sólo ajuste), la democracia hegemónica en democracia transparente y abierta. Italianizar un poco, o, lo que es lo mismo, introducir la imaginación en la política española, no viene mal para desdramatizar y aventar los ancestrales y persistentes demonios familiares hispánicos del mesianismo y de la autosuficiencia. El pueblo español ha votado con una intuición democrática ejemplar: corregir y limitar el poder. No creo que haya sido tanto un voto de castigo coyuntural como la convicción profunda de que conviene dinamizar y ampliar nuestra democracia: hacerla más avanzada y más participativa.

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Y esta dinamización, con imaginación y eficacia, podrá llevarse a cabo desde acuerdos puntuales y, también, ejercitando una oposición vigilante y activa, algo que hasta ahora se ha hecho muy rudimentariamente. Es así, desde esta nueva situación, con pactos sectoriales, con acuerdos puntuales, con una oposición viva, como las comunidades locales y autonómicas podrán iniciar una nueva etapa de participación más profunda en el sistema democrático, de transparencia más pública y, en definitiva, ofreciendo una mayor información a todos los ciudadanos.

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