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Reportaje:

Jerusalén, año 20

La astronómica distancia entre árabes y judíos se mantiene a 20 años de la "reunificación"

Judíos y árabes musulmanes celebran estos días en Jerusalén dos fiestas bien diferentes. Para los primeros se trata del 20º aniversario de lo que llaman "reunificación de la ciudad santa", es decir, la ocupación israelí de la parte árabe durante la guerra de los seis días. Los segundos festejan el Eit al Ftar, el fin del mes de ayuno del Ramadán. Ambas comunidades se miran por el rabillo del ojo, porque, como admite el alcalde israelí, Teddy. Kollek, "reunificar Jerusalén costó unos pocos minutos, pero serán precisos 200 años para superar la distancia que separa a árabes y judíos".

En la gran explanada que hay frente al muro, de las lamentaciones, a las 19.15 horas del pasado miércoles, una treintena de japoneses de ambos sexos bailaban en coro y cantaban en hebreo viejas canciones sobre Jerusalén. Los japoneses llevaban sobre sus camisas y kimonos un delantal con la estrella de David y el candelabro de los siete brazos. Dos de ellos desplegaron una pancarta escrita en hebreo, japonés e inglés: 27 peregrinación, de los Nuevos Sionistas del Movimiento Makuya.Una muchedumbre rodeaba divertida a la nueva tribu de Israel. Dos jóvenes se regocijaban especialmente. Eran dos sujetos vestidos con sombrero y levitón, ambos de color negro, que llevaban trenzas y barbas rubias, estaban palidísimos y tenían ojos como los de los peces. Sin duda, habitantes de Mea Shearim, el barrio de Jerusalén donde los judíos ultraortodoxos viven como en los guettos centroeuropeos del siglo pasado.

Delante de los milenarios y salomónicos sillares de piedra del muro de las lamentaciones, una triple fila de gentes rezaba, daba cabezazos y metía papelillos en los intersticios. Los hombres, a la izquierda; las mujeres, a la derecha. Encima se distinguía la cúpula de la mezquita El Aqsa.

La explanada estaba atiborrada. Israel celebraba ese día el 20 aniversario de la "reunificación de la ciudad santa", un acontecimiento que, según el calendario cristiano, tuvo lugar el 7 de junio de 1967, pero según el hebraico, el 29 de Eyar de 5727.

Uno de los espectáculos de la jornada había sido el lanzamiento en paracaídas de los veteranos de la 55 Brigada, los hombres que, hace dos décadas, arrebataron en un santiamen a los jordanos la vieja ciudada amurallada, de mayoría árabe, donde están los lugares sagrados de las tres grandes religiones monoteistas: el santo sepulcro, la mezquita El Aqsa y el muro de las lamentaciones.

Ni el laborista Simon Peres ni el derechista Isaac Shamir, se pronuncian estos días por alterar una coma del decreto unánimemente aprobado por el Parlamento israelí que proclamó la incorporación de Jerusalén a Israel, como capital del Estado. Fue una medida no aceptada por la comunidad internacional, cuyas embajadas están, en su inmensa mayoría, en Tel Aviv.

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Peres y Shamir van de la mano en los actos que conmemoran la victoria israelí en la guerra de los seis días. En la noche del pasado martes, mientras las murallas de la ciudad eran iluminadas con rayos láser, Shamir dijo: "Jerusalén nunca volverá a ser dividida. En eso estamos de acuerdo Peres y yo. Nosotros cuidaremos a Jerusalén y Jerusalén nos cuidará, por toda la eternidad".

Las dos familias

Peres describió la experiencia de Jerusalén en los últimos 20 años como un ejemplo del tipo de paz que quiere para la región: "cuando la gente pregunta qué pasaría -y deseo que Shamir no se enfade- después de la conferencia internacional de paz, respondo: ,"como en Jerusalén". En esta ciudad, con dificultades y odios, árabes, judíos y armenios viven juntos".El principal conflicto de Jerusalén es el que, opone a las dos grandes familias salidas de la casa de Abraham: los derrotados árabes y los victoriosos judíos. Pero incluso las tribus de Israel distan de formar un cuerpo homogéneo, y eso era evidente el miércoles frente al muro de las lamentaciones.

La kypa, el casquete que cubre el occipucio, unifica a todos los varones, pero entre éstos los había de todos los colores del pelo, la tez y los ojos que puedan darse en la parte blanca de la humanidad. Se hablaba hebreo, polaco, francés, inglés y español. La diferencia más notable era la que separaba al grueso de la asistencia de los tipos de levita y tirabuzones, los ultraortodoxos que constituyen un cuarto de la población judía de Jerusalén. La explanada era una fascinante feria, por la que, entre un bosque de banderas blanqúiazules con la estrella de David, patr ullaban cantidad de soldados de ambos sexos y de todas las edades, con fusiles listos para disparar. Los hombres iban más bien desastrados, con barbas, camisas abiertas, hasta el ombligo cintas en las frentes y sombreros tejanos. Las chicas estaban monísimas en sus uniformes verde oliva. Era sorprendente que esta tropa informal de hippies armados pueda tener en un puño, a las naciones árabes.

El Holocausto, la atroz persecucíón sufrida a manos de los nazis, unificó a todas estas gentes y les lanzó a crear un Estado que enlaza con aquel reino de David y Salomón, que floreció durante un siglo escaso, hace ya tres milenios. Iba cayendo la noche y la mayor parte de la gente dejaba el muro de las lamentaciones, para refugiarse en los nuevos barrios judíos, cuyos muros exteriores, encofrados de piedra natural, ocultan verdaderas fortalezas. Los israelíes, que habían hecho suya la jornada solar, que habían paseado ostentosamente por toda la ciudad vieja, en excursiones organizadas y protegidas por el Ejército, dejaban el terreno a los árabes musulmantrs. Sólo una veintena de fanáticos seguía empeñada en ascender al recinto de las mezquitas de la Roca y El Aqsa, levantadas sobre las ruinas del templo de Salomón. Se lo impedían unos soldados que no parecían enfadados.

Un cañonazo

En la tarde y noche del pasado miércoles, uno creía en Jerusalén en la sentencia de André Malraux: "el siglo XXI será religioso o no será". Seguía soplando ese viento ardiente que los árabes llaman Hasim; los judíos se replegaban extramuros a la carrera; un pope cristiano-ortodoxo de luengas barbas guiaba un rebaño de lampiños discípulos por las empedradas callejas, y de repente, sonó un cañonazo. Había aparecido la luna de Shauwal, que pone fin al riguroso mes del Ramadán. De la mezquita El Aqsa salió el salmodiado grito Allah Akbar, y Jerusalén pasó a ser Al Quds, la santa. Los musulmanes se arrojaron hambrientos sobre elfil, la chawarma, el kebab, elfalafel, las botellas de refrescos, los paquetes de cigarrillos y los narguiles. Terminado el ayuno y empezaba el Eit Al Ftar, la fiesta de la reconciliación. Esa velada, hasta altas horas de la madrugada,el casco viejo de Jerusalén fue tan árabe y tan musulmán como El Cairo o Fez. Miles de árabes pasearon por las calles, iluminadas por guirnaldas luminosas. Jerusalén era un inmenso foco. Jóvenes atildados llenaban las barderías; los campistas abrían de par en par sus puertas; se vendían y compraban frutas, verduras, animales vivos y muertos, pasteles rosados y verdosos, juguetes fabricados en Corea, amuletos de buena fortuna, maíz cocido, trajes de novia y flores de plástico, Se pagaba en chekeles israelíes, dinares jordanos y dólares estadounidenses. En varias tiendas se exponían camisetas donde había estampado un avión de combate y leyendas,en inglés: "visite Israel antes de que Israel le visite a usted" y "América, no te preocupes. Israel está detrás de tí". En la puerta de Damasco, unos niños tiraban petardos a una turista rubia, de minifalda desmesurada. Cuando se acercaron los soldados de Israel, huyeron como ladronzuelos de fruta ante el guarda de la finca.

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