El bumerán de Lyón
El efecto bumerán del proceso de Klaus Barbie está en trance de llegar a ser más devastador de lo que habían temido los pesimistas. Como la culpabilidad de los nazis no es un hecho precisamente nuevo, le, que de repente se presenta como interesante, en razón de este proceso, es la culpabilidad de los franceses que estuvieron de acuerdo con Barbie y que le ayudaron a hacer lo que hizo. Dicho de otra manera, este proceso impone, ya, dos evocaciones. La primera es que, según una expresión de Benda, citada a menudo por Fernand Braudel, Francia vive en un permanente affaire Dreyfus; durante la ocupación hubo también una guerra civil franco francesa. La segunda es que, pese a De Gaulle, Jean Moulin, los miembros de la resistencia y los franceses libres, Francia fue prácticamente el único país en el que la colaboración con el enemigo llegó tan lejos. ¿Resultará saludable esta expedición punitiva, transformada, a pesar nuestro, en operación verdad? No podemos hacer otra cosa que contentarnos con esperarlo.Todos los que han estudiado la historia de la Revolución Francesa en Michelet y se han visto marcados por el patético relato del proceso del rey saben que no se manejan impunemente los instrumentos de la justicia. Evidentemente, aquí no es cuestión de comparar situaciones incomparables ni de establecer ningún tipo de similitud entre un monarca y un criminal mediocre. Pero no es menos cierto que el debate entre las víctimas directas del nazismo sobre la oportunidad del secuestro y del proceso de Klaus Barbie recuerda de manera sorprendente el de los miembros de la Convención antes del juicio de Luis XVI. Estamos en 1792. El 10 de agosto, el rey es encarcelado en la torre del homenaje del recinto del Temple, Saint Just afirma que Luis es un criminal por el solo hecho de ser rey. Hay, pues, que castigarle, no que juzgarle. Robespierre teme todavía más que Saint Just un proceso, pues éste su pondría someter a la revolución a una especie de tribunal de apelación. "Si el rey no es culpable, lo son los que lo han destronado". Marat no comparte esta opinión: "Luis Capeto debía ser llevado a juicio. Este paso era necesario para la instrucción del pueblo". En resumen, no es un proceso destinado a juzgar al acusado, sino a servir de ejemplo edificante para la nación. Ésta es hoy la esperanza hacia la que se vuelven todos los que, como Simone Veil y Joseph Rovan (*) -los dos, ex internados en campos de concentración-, eran opuestos a este proceso.
Pero cómo hacer olvidar que los franceses culpables de crímenes análogos a los de Barbie se han beneficiado, en nombre de una reconefliación nacional casi en todas partes deseada, del perdón y del olvido, y de la gracia de la prescripción. Las declaraciones de George Pompidou fueron formales sobre este punto. Pido perdón por ello a todos los que todavía conservan en su carne, en su corazón o en su memoría las huellas del espanto, pero hay que felicitarse de que la pena de muerte haya sido desterrada: se evitará así, por una parte, el reproche de no aplicársela a Barbie, y por otra, el de no reservar ese castigo más que a los verdugos de origen alemán. Por otro lado, constituye un hermoso símbolo el hecho de que Robert Bacinter, el ministro que estuvo en el origen de la abolición de la pena de muerte, se haya impuesto a sí mismo, sin preverlo, la exclusión de toda eventualidad de vengar a su padre -porque el ex ministro de Justicia es hijo de una de las víctimas de Barbie.- El anciano indiferente que ocupa el banquillo de los acusados en el Palacio de Justicia de Lyón, tan banal como lo fue Eichmann en Jerusalén, según Hannah Arendt, acabará sus días en la cárcel después de un proceso cuya función no parece ser otra que la de avivar la memoria de los franceses.
¿Qué memoria? Es ésta la ocasión de volver una vez más al señor Jacques Vergés Con Jean-Marie Le Pen, ocupa los periódicos, las radios y las cadenas de televisión en casi todo Occidente. Ambos son dos mediáticos, como desde ahora en adelante conviene recordar. Tienen en común esa rentable estrategia que consiste en quejarse de que sus adversarios dominen los medios de comunicación -gracias a lo cual acomplejan, si no es que culpabilizan, y en todo caso intimidan a los periodistas-. Los dos pretenden expresar el inconsciente colectivo de una Francia profunda que, para Le Pen, no se atreve a confesarse a sí misma que quiere expulsar a los emigrantes, y que, a ojos de Vergés, no soportar durante mucho tiempo que los judíos, los resistentes y los dignatarios de la Iglesia sean jueces de su comportamiento durante la ocupación. El primero con una estrategia de la connotación, de la sugestión y de lo no nombrado, y el segundo con todos los métodos catalogados de la subversión, incitan y favorecen la búsqueda de un chivo expiatorio, de una víctima propiciatoria para todas las neurosis de la sociedad francesa. Pero detengámonos aquí. Este paralalismo no es sino de circunstancia y de cronología. Los resortes íntimos del defensor de Abdallah y de Barbie, y la coherencia de su andadura no tienen nada que ver con los de un Le Pen.
Salvo en que carece de patetismo, Vergés es un personaje digno de Jean Genet y de Franz Fanon, el teórico antillano de la violencia revolucionaria y anticolonial. Es un piel amarilla y máscara blanca. Al igual que Genet y Fanon, dotó a la revolución argelina de todos los prestigios y de todas las misiones; como ellos, se vio decepcionado por la incapacidad de esa revolución para organizar la agitación permanente en el Tercer Mundo y para provocar un cambio total en Occidente. Sobre todo en Francia, por supuesto, porque este país en su conjunto fascina, obsesiona, exaspera al eterno colonizado Vergés, hijo de un francés de la Reunión y de una vietnamita. Lo mismo que Genet y Fanon, Vergés, fiel al espíritu de una determinada resistencia guevarista-argelina, se volcará en la ultraizquierda palestina para transferirle sus obsesiones de una desestabilización general.
Frente a los insurgentes argelinos, Vergés vio al ejército francés; frente a los palestinos, descubrió al ejército israelí. Como las dos insurreciones están dotadas a sus ojos de las mismas misiones universales, los que se oponen a ellas no pueden ser otra cosa que los representantes del viejo y único enemigo de Vergés: el colonialismo. Del mismo modo que los judíos creyeron por un momento, y erróneamente, reencontrar en Palestina el rostro de su eterno perseguidor, Vergés, con una aberración reveladora, llega a ver incluso en la izquierda israelí, que actualmente mílita a favor de una paz de compromiso, el rostro eterno y cambiante del colonialismo. En consecuencia, ha emprendido la tarea de recordar a los franceses culpables de lo ocurrido en Argelia su comportamiento durante la ocupación nazi. A los judíos víctimas de los nazis les recuerda el comportamiento de los ultrasionistas en Palestina.
Diabólicamente, eficazmente, Vergés opone el horror al
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horror y pretende así trivializar, amalgamar y, al mismo tiempo, exorcizar todo. Ésta es su contribución a la memoria de los demás. Mediante el método del vacío y la nivelación. No es a Barbie al que defiende, por supuesto. Es el derecho de juzgar a Barbie lo que él niega a las democracias capitalistas y colonialistas. Yo no creo que Vergés haya llegado, como se le acusa de forma un tanto sofisticada y sionista, a ver en Barbie el respetable producto de una ideología (la nazi) que, al perseguir a los judíos, los castigaba ya por los futuros pecados del sionismo. Esto es no entender nada del itinerario anticolonialista ni de sus desvíos. En cambio, Vergés es de los que estiman que todos los juicios legítimos que condenan al nazismo tienen que ser relativizados en función de las atrocidades del colonialismo. A poco que reflexionemos sobre esto, lo que él hace es el proceso a Europa entera. Nazis y colonialistas: no valen ustedes más los unos que los otros, dice en substancia, luego yo me sirvo indiferentemente de los unos contra los otros.
Éste es el motivo de que, por mi parte, yo haya llegado a la conclusión de que era menos importante servirse de este desgraciado proceso para condenar los actos de un alemán 40 años después de que los cometiera con la ayuda de numerosos franceses, que definir incansablemente la esencia del racismo exterminador en el irracionalismo nazi. Dicho de otra manera, es más importante rechazar a Vergés que castigar a Barbie. Es más importante enseñar a los niños franceses que el colonialismo se hizo culpable de todos los crímenes, pero que no podría compararse la represión de la insurrección del pueblo argelino, el pueblo en pie, en armas, que pronto iba a disponer del apoyo de numerosos franceses y a provocar un enorme trastorno político en París, con la fría y tranquila planificación del exterminio de toda una raza, de todo un pueblo, como se propusieron hacer los nazis a costa especialmente de los judíos y los gitanos. La guerra de Argelia fue una respuesta a una situación insurreccional decidida, organizada y luego dominada por los insurgentes. Francia prosiguió la guerra contra los argelinos porque éstos, orgullosos de su nación en proceso de formación, no querían asimilarse. Los hitlerianos decidieron exterminar a los judíos porque, demasiado integrados en la nación alemana, a lo largo de los siglos se habían asimilado al propio pueblo alemán. De una manera mucho más amplia, en los vínculos que se conservan entre Francia y Argelia hay algo que la concepción marxista-leninista y pasional de Vergés le impide entender: precisamente esos valores europeos que, gracias al proceso Barbie, pueden reseñarse con todo detalle para lo que Marat llamaba "la edificación del pueblo".
* Autor de la obra Les contes de Dachau, recientemente aparecida en Editions Julliard.
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