Vandalismo y muerte
LA MUERTE de Gonzalo Ruiz -herido el pasado 16 de abril durante los graves incidentes producidos en Reinosa- y la de Félix Peña -un trabajador vasco herido en el salvaje atentado contra la Casa del Pueblo de Portugalete- son (unidas a la muerte de Maite Torrano, también en el incendio de la localidad vasca) una dramática alerta con tra la violencia que cunde en algunos sectores de la sociedad española. En pocas ocasiones como ésta, los muertos por el vandalismo terrorista o como consecuencia de una incontrolada respuesta policial hacen más apremiante la llamada a la responsabilidad civil y a la responsabilidad de los gobernantes. Pocos días antes de los incidentes del 16 de abril en Reinosa, el presidente del Gobierno había advertido contra la miseria moral de quienes andaban "buscando un muerto". Pero, si el Gobierno era consciente de ese peligro, resulta inexplicable que no se decidiera retirar de la localidad cántabra a la Guardia Civil, desairada en el primer brote de violencia surgido allí en el mes de marzo.Reinosa es un enclave industrial de 13.000 habitantes situado en una provincia predominantemente agrícola y ganadera. Los problemas derivados del anuncio de una segunda fase de reconversión -que afectaba simultáneamente a las dos principales industrias de la localidad- no son sustancialmente diferentes a los de otras zonas. Pero una de las características comunes a todas ellas es el vivir tales procesos de reconversión, tanto por los responsables sindicales como por todos los trabajadores, como casos excepcionales.Ello favorece la creación de un clima emocional contagiable al entorno ciudadano, especialmente cuando la vida económica y social gira en torno a tales empresas. Con la experiencia acumulada en los últimos años, las fuerzas de seguridad saben que, en esas condiciones, es casi inevitable la aparición de sectores, a veces exteriores al conflicto laboral, cuyo objetivo es provocar una intervención policial indiscriminada.Esa experiencia habría aconsejado ya que el restablecimiento del orden público y del derecho -quebrados por el secuestro de un directivo de Forjas y Aceros en marzo pasado- fueran encomendados no a la Guardia Civil, sino a la Policía Nacional, más- habituada a ese tipo de conflictos y dotada con material más adecuado. Lo ocurrido el 12 de marzo, incluido el desbordamiento de los guardias actuantes, obligados a optar entre disparar sus armas de fuego contra la multitud o verse reducidos por grupos de personas encolerizadas, demostró prácticamente el error cometido. Pero mucho más grave fue la actitud de sostenella y no enmendalla después. Así llegó la jornada del Jueves Santo, en la que unos guardias enardecidos por irresponsables llamamientos a "lavar el honor del cuerpo" decidieron tomarse la revancha y durante horas vejaron y golpearon a cuanto se movía en Reinosa. Las denuncias presentadas por los vecinos permitirán dilucidar las responsabilidades penales. Pero las responsabilidades políticas de quienes ordenaron o toleraron tales actuaciones son ya demasiado pesadas como para seguir haciendo la vista gorda. Una de esas actuaciones ha costado la vida a un ciudadano, y, a la vista del resultado de aquel día, con decenas de heridos, lo ocurrido no puede considerarse una casualidad. A raíz de esta muerte, las centrales sindicales han convocado huelga general, han pedido la dimisión del ministro del Interior, del delegado del Gobierno y de los mandos de la Guardia Civil. La petición resultaría más convincente si fuera acompañada de la voluntaria renuncia a sus cargos por parte de los dirigentes sindicales que embarcaron a los trabajadores de Reinosa en una aventura irresponsable que se inició con el secuestro de una persona, siguió con el estímulo o la pasividad ante intentos de hacer descarrilar un tren, cortes sistemáticos de la carretera o rotura de cables de alta tensión. El conflicto empezó con el intento de evitar un plan que incluía la rescisión de determinado número de contratos laborales.
Eso mismo ha ocurrido en muchos pueblos y ciudades de España, donde hay cerca de tres millones de parados. En algunas zonas, sin embargo, esos efectos se han paliado mediante políticas de reindustrialización. Cabe preguntar qué empresario va a arriesgarse ahora a invertir en una localidad en la que se secuestra a los gerentes y se negocia con los métodos que se han visto en Reinosa.
Por su parte, la muerte, ayer, de Félix Peña -segunda víctima mortal del atentado de Portugalete- ensombrece más la situación.
Entre el fanatismo asesino de unos y la irresponsable incompetencia de otros, los ciudadanos pueden acabar sucumbiendo a la tentación del fatalismo, especialmente si las autoridades y las personas con capacidad de influir no hacen algo por detener el deterioro civil al que asistimos. Ojalá que estos desgraciados hechos sirvan para que unos y otros reflexionen sobre las muertes que hoy lamentamos y se devuelva al régimen democrático su prestigio como sistema capaz de resolver los conflictos con métodos pacíficos y se renuncie a la indecencia de convertir a los muertos en bandera.
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