La Cruz de Hierro / y 2
El día siguiente fue como todos, al menos en apariencia. Nada decía ni hacía sospechar que hubiese habido un secreto, si no fuera por el olor a cera que quedó flotando en la sala, tantas velas encendidas, que tardó en irse pese a haber abierto todas las ventanas. Nos fuimos a la misa mayor, hubo comida de familia, y romería por la tarde, con música y con fuegos. También hubo, como siempre, peleas, los de esta parroquia contra los de la otra, por causa de las mozas, claro, y la Guardia Civil se llevó a dos o tres de los más bravucones, de los que peleaban con garrotes y sacaban la navaja. Yo traje para casa la caña de un cohete de los grandes, conquistada sin esfuerzo porque cayó a mis pies, y no hubo más que inclinarse para recogerla. Llegué a casa muy orgulloso de ella, y la llevaba, unas veces, como báculo, y otras, como bastón de mando, aunque, con los. debidos arreglos, acabó siendo espada. Pasaron los días de fiesta como un barco por las aguas tranquilas: tras él, la estela, poco a poco, se recompone. Sin embargo, Teresiña, la criada, sospechaba que algo había pasado durante su ausencia, la noche de la verbena; algo que ella no podía imaginar, pero, como discreta que era, no preguntaba nada, si bien a mí me tiró algunas indirectas, de las que no me di por aludido. Le oí rezongar su descontento a Teresiña, algo así como: "Todos son iguales en esta casa, hasta los niños". Sin embargo, de haber fisgado, cosa que no solía hacer, hubiera sorprendido cuchicheos que llegaron a disputas sordas. Yo escuché algunas de ellas, a medias, pero me bastaban pocas palabras para entender. Se discutía el tiempo alternado en que cada una guardaría la cruz de Peter. A unas les parecía poco un mes, a otras les parecía mucho un año. Tuvieron que llegar a un acuerdo, no sé si con o sin la intervención de mi abuela, porque la paz volvió a la casa; las niñas, a su melancolía; Obdulia, a su esperanza a veces ruidosa. A Peter fue como si le hubieran olvidado, pero no lo olvidaban, por lo menos mi prima, a quien oí una vez suspirar y preguntar en voz mediana: "¿Qué habrá sido de él?". Las tres manifestaron un repentino interés por las noticias de la guerra naval, que si tantos hundimientos de cargueros, que si tantos submarinos destruidos. ¡Ay, los submarinos! .¿Cómo serán por dentro?". Yo mostraba, haciéndome de rogar, los dibujos que me había regalado Peter aquella tarde que iba haciéndose lejana.¿Cómo pudo llegar, hacia finales de enero, una tarjeta postal, desde Hamburgo, con una felicitación de Navidad? Venía dirigida a mi abuelo y escrita en francés, pero mi abuelo tardó en enterarse hasta que, con diccionarios y conjeturas, las tres muchachas, por su cuenta, consiguieron descifrar el mensaje; pero también habían averiguado, por mis mapas y por los del abuelo, dónde caía Hamburgo, y fantaseado acerca del camino que habría recorrido aquella cartulina con la fotografía de un paisaje nevado y un sello con el retrato del Kaiser. "¡Pues tuvo que ir por Suecia, que no está en guerra!". "Y desde allí, ¿cómo pudo venir?". "En barco, mujer". "Lo hubieran torpedeado". "Si Peter tenía que torpedear el barco, ¿para qué iba a escribirnos? Cuando escribió la tarjeta, bien sabía que podía llegar". Para aquellas mujeres, la guerra se reducía al submarino de Peter contra todos los barcos que surcaban el Atlántico, militares o mercantes. Mi abuelo aclaró la cuestión con una sentencia que a mí me pareció, entonces, el resumen de la sabiduría: "También en guerra hay caminos de paz". Pues ¡ya estaba! La tarjeta postal, donde la última frase decía "No les olvidaré a ustedes nunca", había recorrido, en barco o por tierra, los caminos de paz. Mi abuelo, sin embargo, creía también que había llegado desde Suecia o, todo lo más, desde Noruega, que cae al lado.
La disputa, casi una repetición, de quién de las tres había de guardar la tarjeta postal se zanjó esta vez entregándola a la custodia del abuelo, con la condición de que nos la dejaría ver cada vez que se la pidiésemos. No recuerdo por qué, quizá porque lo haya pedido, adquirí también aquel derecho, y fui seguramente el que más lo disfrutó, el que abusó de él sólo porque mi abuelo no me ponía mala cara y me dejaba mirar la tarjeta todo el tiempo que quería. Era un paisaje nevado, sí, pero no un paisaje cualquiera, sino un valle con montaña y castillo que durante mucho tiempo me sirvió de modelo para mis imaginaciones. Sin embargo, no tenía las torres mochas, sino puntiagudas. Ahora no puedo recordar si era un dibujo o una fotografía. Se perdió y se olvidó. Cuando murió el abuelo no estaba entre sus papeles, ni en el lugar acostumbrado. Yo pensé que alguna de ellas, probablemente Obdulia, la habría cogido, la tendría guardada en su caja de laca, con una llavecita de plata, la caja en que escondía sus secretos. Bueno, sólo las cartas de un novio que la había plantado por una de Cartagena: en la intimidad de las conversaciones se le conocía por "el traidor", "aquel traidor". Un novio que se habría encontrado en su camino a una mujer por alguna razón más seductora que mi prima.
Cuando se acabó la guerra y en la escuela de los Ingleses izaron las banderas triunfadoras, se volvió a hablar de Peter. "A lo mejor este año vuelve a felicitarnos las pascuas", y alguien llegó a soñar que, si estaba vivo, podría un día aparecer a la puerta: solo, según unas versiones; con su madre, según otras. "¿Y por qué no con su novia?". Era la versión menos favorecida. Pero la tarjeta postal no llegó, ni siquiera Peter con su novia. Todo el mundo aceptó por buena la conjetura de que habría muerto: nuestra falta de experiencia de un submarino nos impedía imaginar, cómo, aunque yo haya soñado con él braceando desesperado en medio de la mar y de la noche. La abuela, cierta vez, interrumpió la conversación de sus, hijas: "¡Si en vez de hablar tanto mandaseis que le digan una misa!". "¿Y si era protestante?". "A los ojos del Señor no hay protestantes ni católicos, sino sólo pecadores". La abuela tenía, evidentemente, puntos de vista propios, pero yo no recuerdo si dijeron o no la misa en sufragio de Peter. A lo mejor sí, sin enterarse, porque aquellos años de la posguerra yo ya iba al colegio y pasaba menos tiempo en casa de mi abuela. En el colegio estaba cuando intentó escapar uno de los submarinos alemanes detenidos en el arsenal. Habían venido los ingleses para llevárselos. Faltaba poco para salir de clase cuando oímos el estampido de un cañonazo, que hizo retumbar el colegio y rompió algún cristal. Los chicos nos miramos, y nadie atinó a explicarlo. Por la tarde ya sabíamos todos que el Carlos V había disparado sobre el submarino fugitivo, y se discutió mucho, entre los partidarios, de Inglaterra (que éramos pocos) y los de Alemania (que eran bastantes más), si el submarino se había salvado o no. Se discutió tanto que el padre Leandro renunció a las lecciones y nos permitió pelear con las palabras, esperanzado de que, al menos allí, ganasen los germanófilos, porque él lo era. Yo permanecí callado, pero toda la historia de Peter se me había recordado, imágenes como vivas del día anterior, y me regocijaba con el secreto que me permitía sentirme por encima de aquellos energúmenos. No sé de dónde había ido sacando retazos de la historia en un principio casi ignorada: la de que Peter era segundo comandante de un submarino; lo de que había esperado en la playa de Cobas la llegada del suministro de gasolina; lo de que aquellos señores que había visitado mi abuelo tenían que habérsela llevado, y lo de que fueron ellos los que lo recogieron, a Peter, en un coche, de madrugada, y lo devolvieron a su barco. La verdad es que, a aquellas alturas, ya se hablaba en -mi casa del asunto sin embarazo, aunque estuviera de lante Teresiña, y hasta mi padre se había enterado. Mi padre, furioso francófilo, que con el menor pretexto cantaba La Marsellesa, sobre todo por fastidiar al tío Pepe, que admiraba al Kaiser y a los prusianos, había dicho una vez: "Ya me hubiera gustado a mí echarle el guante a ese oficialillo". No sabía, o lo sabía (¿quién sabe?), que, de haberlo hecho, nos habría causado a muchos una gran pesadumbre.
Pero también los recuerdos suscitados por la fuga del submarino alemán se fueron disipando, ráfagas escuetas que aparecían y se iban; después, ni eso. Yo no sé cuánto tiempo pasé sin recordarlos, al submarino y a Peter: varios años. Pero la historia seguía viva, aunque sumergida, aunque todos los años, según me enteré más tarde, la víspera del patrón (5 de agosto), las tías y la prima acudían a la iglesia, donde oían una misa por el alma de Peter y, a la salida, en el mismo atrio, la depositaria de la Cruz de Hierro se la entregaba a la que había de custodiarla durante el nuevo año. En 1926 se casó Isolina, y se marchó a Buenos Aires con su marido. Antes de las despedidas llamó a las otras mujeres y les entregó la cruz, que aquel año le había tocado a ella. No me dejaron presenciar la ceremonia, aunque yo estuviese ya enterado de por qué se habían reunido en secreto en la habitación del fondo. ¿Sería para que no las viese llorar? Después rezaron un padrenuestro, e Isolina prometió que todos los 5 de agosto asistiría a una misa, allá en la remota Buenos Aires. La cruz la recibió Pura, y la metió en su caja de secretos, que también la tenía, no de laca, como la de Isolina, sino de conchas nacaradas, traída asimismo de las islas Filipinas: unas conchas haciendo en la tapa el dibujo de un ancla. El interior lo había forrado de terciopelo verde, color de mar.
Fue por entonces cuando nos marchamos a vivir fuera, y estuvimos ausentes pocos años. En el ínterin murieron algunos de la casa, dolor para la abuela, que se iba quedando sin los hijos, los de allá de La Habana, tantos años sin verlos. Pero las mujeres resistían, y resistieron muchos años, si no fue Obdulia, la primera en morir, aun siendo la más joven. Cuando yo regresé ya me había casado, y había enterado a Josefina de la historia de la cruz. Una vez le pedí a Pura que nos la enseñase, y Pura me respondió que aquel año le tocaba a Obdulia custodiarla. Obdulia no se hizo de rogar: la sacó de su cajita, envuelta en sedas; las desató, y la puso en mi mano. Yo la miraba con curiosidad, pero, de pronto, sentí la emoción leve de su peso, de su historia, y recordé la tarde aquella en que Peter, encerrado en la habitación del fondo, me había dibujado un submarino por dentro. ¡Dónde estarían ya aquellos dibujos! Objetos y recuerdos van quedando atrás, olvidados, a lo largo de la vida, y aunque entonces la mía era aún corta, ya abundaba en olvidos, abierta como estaba a la esperanza. Obdulia envolvió la cruz, como si fuera una reliquia, en su tela de seda, y creo que me dijo entonces que, cuando ella muriera, me correspondería el turno de su custodia. Pero no fue así. Cuando Obdulia murió me olvidé de reclamar aquel derecho.
No se cuándo empecé a contar, a mis amigos, la historia de la Cruz de Hierro. Debió de ser por esa época en que los olvidos dejan de serlo, y, la vida pasada, aún la más remota, renace y obsesiona. Regresó del pasado con muchos olvidos más, que también iba contando, cuyos detalles se me aclaraban conforme los contaba. "Sí. Eso fue así. O fue de esta manera". Es curioso cómo se transforman los recuerdos cuando se escriben, cuando se envían a un auditor desconocido. Es como si se entregasen a otro y no se pudieran ya recobrar. De palabra, no es lo mismo, quedan ahí, en la memoria, y crecen, crecen, hasta parecer vivos. La historia de la Cruz de Hierro conservó su vida durante mucho tiempo, la conservó hasta hoy, que la cuento, pero hoy está conclusa, y hace algunos años, no. Pura sobrevivió a todos sus hermanos. Hubo un momento en que sólo quedábamos Mario, en Canarias; la Roxa, en Buenos Aires; Álvaro, en algún lugar incierto; Pura y yo, donde siempre. Se mantenía derecha y ágil, menuda y pulcra, con sus 90 años, despierta de espíritu, aunque astuta, pues cuando se le interrogaba sobre el pasado, sólo se acordaba de lo que le convenía. Una vez le pregunté por la Cruz de Hierro. "¿Qué cruz?", me respondió. "La de Peter", y le añadí que, como superviviente, ella debería conservarla. "Esa historia la has soñado, o acabas de, inventarla. Esa cruz no existió nunca, ni Peter, ni nada de lo que dices". No insistí, pues, por alguna razón, Pura había decidido olvidar; pero estaba seguro de que la cruz permanecía dentro de aquella tumba de conchas nacaradas.
Murió viejecita Pura. La vistieron de negro y le pusieron, no sé por qué, la mantilla a la cabeza. Y a mí me dieron la llave de su casa, la casa en que había vivido las últimas soledades de su vida, llenándola con su insignificancia: la casa enorme, habitada de sombras y de ruidos que permanecieron a través de los años invariables. También con sus grandes silencios. Fui solo allá, porque, de los pocos supervivientes, sólo yo había estado en el cementerio. Fue el silencio lo que me recibió, y la vastedad vacía. La recorrí por última vez, aquella casa en que había sido feliz: las salas desoladas, los pasillos, las alcobas. Busqué en la cómoda de Pura la caja de los secretos, y allí estaba, arrinconada y vacía: ni las flores de trapo de sus bailes, ni la cruz de Peter. Antes de abandonar la casa, a la que no volví jamás, estuve un rato sentado en el poyete de piedra en que solía hacerlo de niño (¡cuánta vida para recordar!), cuando estaba solo y esperaba. Pensé qué habría hecho Pura de la cruz, y me atreví a imaginar la caja abierta, sobre una mesa, y la cruz en el fondo, encima del terciopelo: Pura dudosa, yendo y viniendo por las estancias de donde el tiempo se había llevado las cosas y las personas: dubitante entre varios destinos. Hasta que un día se decidió a devolver la cruz a la mar, de donde había venido muchos años atrás (¿1916?, ¿ 1917?), una noche de luna. Estoy seguro de que fue así, como lo pensé entonces. Ella no creía que ninguno de nosotros, ni siquiera yo, supiera conservarla con el debido respeto y contemplarla a los atardeceres: la caja abierta, las flores y los papeles desparramados encima del tapete. Una de aquellas tardes, la metió en el bolsillo, envuelta en sedas, la Cruz de Hierro, y bajó a la ribera, a la hora de la pleamar, y allí la dejó caer hasta ver cómo se hundía. A lo mejor echó piedras encima, para que se enterrase, o quién sabe si prefirió dejarla reposando en el fango, para que la fuerza de la mar se la llevase, hoy un poco, mañana otro poco, años y años así, hasta dejarla en un reposo de alta mar, abertura de roca o grieta del fondo, desde donde ya nada la movería. Después regresó a casa y quemó los papeles y las flores, guardó la caja vacía, la que tenía en la tapa, en diagonal, un ancla hecha de conchas nacaradas, y se marchó a morir.
Salamanca, enero 1967.
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