Los elefantes y los viva la Virgen
Para inaugurar un reciente festival de ajedrez, la municipalidad comunista de un arrabal de Madrid, con coraje y soberbia chulería, llamó al más loco de los devotos del tablero: un servidor. Para los franceses, el loco del ajedrez es el fou, nuestro alfil nacional, que los ingleses cristianaron con el mote de obispo. El Ayuntamiento apostó por este alfil pánico que soy yo sin temer ni los alfilerazos ni las apariciones.Y, sin embargo, desde la célula hasta la celosía, los más encogidos (que son los menos en ese quijotesco suelo) avisaron a los mas tiesos: "Cuidado con Arrabal: puede salir por peteneras".
Para aquellos que, por gallinosos y achuchados, no morirán de cornada de burro, la defensa de la libertad de expresión se reduce al amparo de las ideas que aprueban. Para los locos, alfiles y otros heterodoxos, para nosotros, el derecho a expresar las ideas más horripilantes o chinches, sobre todo si no son las nuestras, es la esencia misma de la libertad. Lo más prudente y sencillo es defender la libertad de aquellos que no necesitan ser defendidos porque piensan como los demás.
En ese coto de tolerancia, cuna de la familia materna de Cervantes, y sin necesidad de tascar el freno, seguramente nadie se hubiera rasgado las vestiduras si me hubiera oído decir, por ejemplo, que a los 18 años creía haber visto a la mismísima Virgen María. Y es que en esa tierra de miga se vive bajo el patrocinio de san Carlos (Marx), olvidado patrón del sentido más caladizo y juicioso, el sentido común. Que muy pocos se burlan en esa tierra firme de lo que no tiene ninguna gracia, y menos que ninguna, la divina. Aunque muestre, a la descubierta, donde estuvimos los españolitos sin escaques durante años para nuestra desgracia. Que se puede muy a gusto no comulgar con ruedas de molino, jugar la apertura Orangután o no creer en la Purísima sin ser un viva la Virgen.
Alguno con más conchas que un galápago, y con el colmillo retorcido, esperó que me pusiera a gritar, provocador, desde lo alto de las torres, como hice, para escándalo de tantos, hace tan sólo un par de años, libertad para Sajarov". Pero hoy ya saben todos que Gorbachov,jugando de "alfil bueno" y no de "caballo malo", por Breznev, y plagiándome descaradamente, se ha encargado de abrirle la columna, no sólo al castillo encerrado en Gorki, sino a algunos de sus rebeldes y sediciosos compañeros enrocados en el Gulag. Y como decididamente todos terminan por copiarme, al parecer, en el Kremlin el buró político, cual inconformista grupo pánico, acaba de proponer que los soldados soviéticos, sin salir a gatas, saquen el pie del lodo afgano, pues ya dijo Nimzowitch que "una retirada a tiempo más vale que 10 ataques a contrapelo".
Los más perversos, conociendo mi despiste político (pues todos saben que vivo en el limbo de la diosa Caixa del ajedrez), me incitaron a que me diera un hartazgo comiendo como sabañón a dos carrillos... Y como pensaba que, amén de provocador, veo el cielo por un embudo, me pusieron espuelas para que pidiera la coronación de Iglesias o por lo menos su promoción, si no en general de oro, por lo menos en secretario.
A lo largo de tantas escaramuzas y batallas en el tablero de la rebeldía, algunas menos enconadas que jocosas, he ido observando que, como el peoncito de a pie, el hetorodoxo solitario vive los tres actos de la tragicomedia comprometida, que son al mismo tiempo las tres fases de la partida de ajedrez. En el primer acto (durante la apertura), las ideas que esgrime se las condena unánimemente como absurdas, malévolas o interesadas. En el segundo acto (en el medio juego ajedrecístico), se admiten las ideas del heterodoxo, pero tan sólo como algo insignificante. Y por fin, en el tercer acto (en el final de partida), los denostadores de ayer reconocen que las verdades del solitario heterodoxo son capitales y las reivindican... como descubrimientos propios, al tiempo que condenan definitivamente al precursor por desfasado.
Por mi modesta pero eterna partida de ajedrez, que es un espejo de la república de nuestras letras, desfilan galanes, pero también figurones. Muchos cambiaron de papel con los años, pasando de cartagineses a romanos, al socaire del país que desvaía su azul para dejar entrelucir y traspintar su rojo. Cuánto he agradecido siempre a mis opugnadores, tan despabilados viva la Virgen como campechanos camaleones, la rugosa cepa del denuesto y la coz que me propinan; yo diría que hasta es posible que, gracias a ellas, haya madurado en mí la uva de la exigencia y fermentado el vino de la creación. Todo esto ya se lo dije hace 10.000 años al general Franco en una epístola con espolones. Y es que el alfil es una pieza revolucionaria, heterodoxa, que avanza de pico de forma oblicua y desconcertante, como el instinto diagonal.
El alfil no nació en su día de la armadura de un oficial ni del yelmo de un alférez, sino del animal más inconformista de la India: el elefante. El fil. Por cierto, un día un fil, contemplando a distancia a una virgen india, sin romperla ni mancharla, la dejó preñada hasta las pestañas gracias a su penetrante mirada. Aquel singular polvo no trajo ningún lodo, sino, nueve meses más tarde, el natalicio del mismísimo Buda, para envidia de nuestras Pilares y nuestros Gabrieles.
El orondo paquidermo fil, al atravesar la tenue frontera que separaba el Oriente del Occidente, perdió peso y ganó duende, y se transformó en nuestro pizpireto y saltarín alfil.
En los emblemas herméticos de las novelas de caballerías, a menudo encontramos una torre a lomo de un elefante, como asimismo en la sillería del coro de la catedral de Ciudad Rodrigo, de Feliciano de Silva. Nuestros antepasados mostraban con ello que la torre es la razón recta, maciza, serena y precisa, que sólo puede avanzar montada sobre un desconcertante e inesperado alfil. Con semejante pancarta, los adeptos del ajedrez y de la alquimia señalaban a los mandamases, que para alcanzar la gracia o la justicia había que dejarse llevar por el estrafalario desvío del disidente.
Al invitarme el segundo ayuntamiento comunista de España (si contamos las piezas), se conformó con lucidez y guapeza a la norma heterodoxa del ajedrez. Por ello me dio libertad durante el acto inaugural del festival para hacer el elogio de la disidencia como obispo o como elefante, como alférez o como loco...
Que nuestra incomparable madre de todos, la naturaleza, guarde a este arrabal madrileño, donde aterrizaron los alfiles antes que los aeroplanos y los Cervantes antes que los Avellanedas, por muchos años lozano y audaz como se lo pido y me importa.
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