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La izquierda y la nada

Quizá la discusión que ha surgido a raíz de mi artículo (De la ideología a la ética, EL PAÍS, 8 de enero de 1987) sobre el fin de la escuela de la sospecha y la vuelta a la ética indica, aparte de las diferencias teóricas explícitas, algo más general, sobre lo que merece la pena reflexionar en términos de "sociología de la cultura".Mi impresión es que las tesis de aquel artículo no suscitan un escándalo parecido en Italia, incluso y quizá, sobre todo, en el ámbito de la cultura que sigue considerándose de izquierdas. Con esto no quiero decir que el adiós a la crítica de la ideología y la vuelta a la ética en la cultura de izquierda italiana -y además a una ética de tono schopenhaueriano- sean posturas ampliamente aceptadas.

Lo que sí me parece cierto, en cambio, es que éstas se consideran por lo menos tesis defendibles, que no se identifican inmediatamente con una claudicación ante la lógica del sistema capitalista tardío, ante los mass media manipulados, ante la mera conservación y aceptación de lo existente. Resumiendo, creo que tanto la reacción de los distintos colegas españoles que intervinieron en la discusión en EL PAÍS como mi sorpresa (tal es) por la viveza y contenidos de esta reacción son hechos sobre los que merece la pena reflexionar para tratar de hallar una explicación.

Una primera hipótesis explicativa puede ser la siguiente: la cultura de izquierda italiana, aunque no exclusivamente, ha vivido, tras la experiencia del terrorismo a Finales de los años setenta, un proceso radical de crítica de la crítica, asimilando profundamente las enseñanzas de autores como Nietzsche y Heidegger, y ha acabado por encontrarse en posturas teóricas bastan diferentes de las de la cuItura progresista española, con la que comparte, por otro lado, muchas de sus opciones políticas concretas. Las posturas del "pensamiento débil" que expuse en mi artículo, aun cuando no expresan tesis compartidas en general por la cultura de izquierda italiana, sí maduraron, sin embargo, en el ámbito de esta cultura y diálogo continuamente con sus problemáticas.

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Las objeciones contra mis tesis (y no sólo contra las que expuse en el artículo, sino también, y en mayor medida, contra las que pueden verse en mis Iibros de estos últimos años) pueden resumirse, creo, en tres putos:

a) Proponer tomar en serio la representación presentable de los intereses como forma auténtica de universalización significa condenarse a estar en posturas conservadoras: en los mecanismos de la representación compatible son siempre los canonizados por el orden constituido. Pensar en la ética en estos términos significa, pues, conformismo, pérdida de la fuerza inaugural del pensamiento (José Ángel Valente, De la ética de la sospecha a la sospecha de la ética, 10 de febrero de 1987), exclusión del diálogo social de aquellos que no disponen de los instrumentos de la simbolización dominante, constitución de un bloque de privilegiados -tales como técnicos, intelectuales, científicos, políticos- que comparte, en cambio, el dominio de tales instrumentos (Gonzalo Abril, Consenso y sospecha, 21 de enero de 1987).

b) Si dejamos a un lado la sospecha y la crítica de la ideologia, careceremos de armas para defendernos de la estupidez general producida por los mass media manipulados, reduciéndonos a ser máscaras sin consistencia interior (Emilio Lledó, ¿Qué ética?, 14 de enero de 1987), y ello también como consecuencia de la deshistorización de la experiencia, aceptada como componente inevitable y positiva del paso a lo posmoderno (Valente).

c) Finalmente, recomendar la trascendencia de los intereses inmediatos y de la lucha por la existencia signífica no hacer ya distinción alguna entre las víctimas y los matarifes, e incluso hacer vana toda lucha por la justicia, dado que todos, explotadores y explotados, están movidos igualmente por la misma voluntad execrable de vivir, de la que deberíamos liberarnos (Julio Quesada, Qué ética, 17 de enero).

Creo haber resumido las objeciones de mis interlocutores con suficiente objetividad, e incluso de una manera nada cómoda para mí. En esos térmiinos, ellos expresan preocupaciones que yo también comparto. Pero lo que no estoy es convencido de que tales preocupaciones sean suficientes para justificar la reanudación y continuación del discurso de la sospecha y de la crítica de la ideología.

La permeabilidad, al menos en Italia y Francia, por parte de la izquierda, a las lecciones de Nietzsche y Heidegger se debe al hecho de que, aun de forma diferente, ambos autores han enseñado que los dogmas de base de la crítica de la ideología -la idea de un "mundo verdadero" y la idea de una conciencia "pura" como instancia última capaz de captarlo- son cómplices precisamente de ese mundo que la crítica de la ideología quiere contribuir a liquidar. Si no tomamos en serio las representaciones, y buscamos en cambio sus significados ocultos, o si decimos, como Lledó, que hay que salvarse, y salvar a las masas, de la estupidez producida por los mass media manipulados, ¿no estaremos reconstruyendo, aunque no queramos, una casta de mandarines que posee la capacidad y el derecho de desenmascarar las apariencias? Por otro lado, éste ha sido siempre un punto flojo de la crítica de la ideología: el pensamiento marxista ha debido enfrentarse siempre con el problema de distinguir el proletariado ideal del empírico, el cual suele dejarse engañar tan fácilmente por los mitos del consumismo y por los modelos manipulados. De esto al enorme poder de los comités centrales, de las vanguardias organizadas, y finalmente a las dictaduras sobre el proletariado, el paso ha sido siempre, históricamente, muy breve. Hay un sentido en el que la distinción metafísica entre apariencia (o máscara, o ideología) y realidad verdadera es -cierto es que con muchas mediaciones- justificación ideológica de la división social del trabajo y, del poder de grupos restringidos.

Así pues, la respuesta a las preocupaciones ético-políticas expresadas por mis interlocutores no puede ser la reanudación de la escuela de la sospecha. Ésta implica, en la práctica, el riesgo de proseguir sin más el juego del poder y del dominio que querría eliminar, y teóricamente es demasiado débil, porque no toma bastante seriamente el programa de la sospecha.

¿Por qué no sospechar, asimismo, como nos dice Nietzsche, de la idea misma de que existe, mas allá de las apariencias, un "mundo verdadero"? La historia de las relaciones entre metafísica (la distinción del mundo real del mundo aparente) y sistema de dominación nos proporciona motivos suficientes para llevar la sospecha hasta estos extremos. En cambio, una sospecha de este tipo ni si

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quiera ha rozado a mis interlocutores que defienden la escuela de la sospecha. Preocupados por no abandonar el camino de la emancipación, no se dan cuenta de que, siguiendo precisamente este camino, el pensamiento, si quiere actuar en serio, se encuentra con el nihilismo: en efecto, no sólo son ideológicos los sistemas de valores y las representaciones funcionales respecto de las estructuras de poder, sino que es también altamente ideológica la pretensión de que hay una realidad última, un fundamento que podría ser captado por una conciencia pura para convertirlo en el principio de una crítica y de una acción emancipadora. La igualdad, que es el valor básico del pensamiento emancipador que hemos heredado de la modernidad, se basa seriamente sólo sobre cimientos nihilistas, y únicamente porque no hay ningún mundo real, ninguna estructura esencial del ser, es por lo que somos realmente todos iguales. No es nunca verdadera igualdad la que se remite a fundamentos teológicos (todos somos hijos de Dios) o metafísico-naturales (todos somos animales racionales): sobre bases semejantes acaban reconstruyéndose siempre -como, por otro lado, puede verse en la historia- jerarquías y diferenciaciones normativas: siempre hay alguien que realiza mejor la esencia humana que se toma como base; incluso una fundamentación de la igualdad como la que ha propuesto la teoría de la acción comunicativa habermasiana -según la cual somos todos iguales en cuanto que somos todos interlocutores de pleno derecho en el diálogo social- parece basada en un no discutido prejuicio vitalista-pragmático (debemos entendernos con los demás, pues, de lo contrario, la vida resulta imposible, e imposible se hace el trabajo en común; pero entenderse significa precisamente dialogar sobre un mismo plano) o en una preferencia dogmática por un modelo de sujeto autoconsciente, autotransparente (que, sin embargo, podemos suponer modelado demasiado exclusivamente según la subjetividad científica moderna, la del científico como mero ojo sobre la objetividad).

Sin embargo, y según me parece, si la igualdad se basa realmente sólo en cimientos nihilistas, en la ausencia de fundamentos y de estructuras, entonces parecería lógico llegar no exactamente a la conclusión de que la única realidad es el diálogo, sino más bien a la conclusión de que la única realidad es el juego de fuerzas, la que Nietzsche llamaría la voluntad de potencia (al menos en uno de los significados del término). Ésta es, por otro lado, la primera consecuencia que Nietzsche extrae del nihilismo: los débiles perecen, los fuertes triunfan. (Anotemos, de pasada, que incluso el legítimo derecho del proletariado de Marx no posee una base diferente: si no queremos -pero quizá debamos- pensar que el proletariado tiene derecho a emanciparse porque al haber sido expropiado realiza de manera auténtica la esencia humana -lo que, por otro lado, es una tesis profundamente mística, o schopenhaueriana-, entonces habrá que pensar que tal derecho se basa sólo en motivos de fuerza: los proletarios son la mayoría, con mucho, de la humanidad, y por ser mayoría tienen derecho -pero de hecho tienen la fuerza- a triunfar.) Nietzsche, ante estas consecuencias del nihilismo, parece retraerse, y lo hace con una argumentación históricamente muy verosímil: la fuerza ha "funcionado" siempre de hecho sólo cuando se cubría de símbolos, cuando se revestía de derecho. En el momento en que se revela como pura fuerza deja de funcionar. Por esto, en un apunte sobre El nihilismo europeo, del verano de 1887, Nietzsche escribe que en una situación de violencia desenmascarada no están destinados a triunfar los más violentos, sino "los más moderados". Creo que puedo explicar esta postura de Nietzsche de la siguiente manera: el propio movimiento del pensamiento que nos lleva a radicalizar la sospecha, hasta llegar a la disolución de la noción misma de un "mundo real", nos muestra que el hilo conductor de la emancipación es la "reducción" de las pretensiones del ser, lo que propongo llamar la "ontología débil", y que me parece que está bien representada por la ascesis schopenhaueriana.

No es una filosofía que aspire a aplicarse inmediata y directamente a las opciones políticas, respecto de las cuales, como dije al comienzo, estoy de acuerdo probablemente con mis interlocutores que intervinieron en las discusiones de las semanas pasadas. Pero no creo que mi postura carezca totalmente de consecuencias respecto a la crítica de lo existente. Por ejemplo, concebir el hilo conductor de la emancipación como "debilitamiento" puede inspirar, sin duda, determinadas opciones políticas, pues un debilista no se dejará embaucar nunca por un Jomeini, como les ocurrió a numerosos intelectuales progresistas, al menos en un primer momento. Hay más: un debilista rechazará la violencia como método de lucha política; sobre todo, quizá, tratará de no pensar ya la historia y el progreso bajo el signo del incremento, del aumento cuantitativo de bienes y objetos. Así pues, no es cierto (pero esto habría que explicarlo más, y algún día lo haré) que abandonando la sospecha y la crítica de la ideología se pierda todo criterio de juicio, y nos exponemos, en cambio, a aceptar como buena cualquier representación. Hay un criterio de opción; pero ya no es el del mundo real, al que se trata de descubrir y de hacer valer como principio de acción. O, mejor dicho, quizá haya un mundo real; pero, si es cierto que éste existe, es precisamente el que no es, el que, como todo lo que en la vida es sentido, tiene su verdadera esencia en el desvanecerse.

Traducción: C. A. Caranci.

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