En flor
En el suburbio de Valencia donde la huerta compite con los vertederos industriales y algunos bloques de viviendas de ladrillo miserable se levantan en medio de campos de habas se sucedía la primavera, lo cual quiere decir que se veían cementerios de chatarra, extensiones de, alcachofas, fábricas y acequias y todo florecía y a la vez hedía al sol de marzo y de noche también cantaban las ranas. Allí ningún dios condesciende ya con los mortales, pero quedan todavía seres puros, canallas y desolados que juegan denodadamente a no sorprenderse de nada. Atravesando el detritus suburbano, los últimos labradores llegan a su heredad con la azada al hombro y descubren los surcos sembrados de jeringuillas que han germinado de forma desconocida en la sangre de los nuevos mártires de la sociedad. Al extrarradio de la ciudad, como ángeles transparentes, heridos fatalmente, acuden a morir entre flores y basura drogadictos esmerilados.Detrás humeaba Valencia aquella madrugada de primavera cuando el viejo labrador cuyo rostro estaba agrietado por la sabiduría fue al huerto de judías donde también había algunos frutales. Bajo un ciruelo florido el viejo labrador descubrió a una muchacha tan pálida como una Ofelia posindustrial que agonizaba. El hombre la miró en silencio. Ella era bellísima y tenía el antebrazo taladrado por una aguja sangrante, pero el viejo labrador pensó que aquella niña sólo quería descansar. Entonces ella le dijo:
-Me estoy muriendo. Perdóneme.
El viejo labrador, que no entendía nada, contestó, rascándose el cogote:
-Hija, estás perdonada, puedes dormir aquí, si quieres.
Valencia exhalaba una copa de calima y ya cantaban los pájaros y en el suburbio se multiplicaban los perfumes delicados y hediondos de la huerta y los vertidos de las fábricas. El viejo labrador se sentía feliz porque aquella bella muchacha dormía bajo uno de sus ciruelos en flor. Se puso a cultivar las judías mientras ella expiraba.
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