Viola
No es la necrológica género literario ni periodístico que le vaya a uno, porque, como la amatoria, es género que lo da todo hecho. Pero Manuel Viola era necrología y era amor cuando me leía con un solo ojo miope, pegado al texto, la prosa de Teresa dé Jesús, o cuando le explicaba a Manolo Caracol, tomándonos los tres un finolaína, la metafísica del cante. Manuel Viola, muerto en el Escorial, donde moría, es el amigo más rafagueante de luz y erudición que ha pasado por la vida de uno, el que iluminó con sus abstracciones líricas -"Hermano del silencio", "Cadáver del invierno"- nuestra adolescencia madrileña y cruel. Vivía en Ríos Rosas, 54, aquella casa tan literana, la casa de Cela, de Lola Gaos, de González-Ruano, hasta que se fue al Escorial, porque Madrid es una deliciosa ciudad a condición de dejarla a tiempo. Uno ha escrito en libros y periódicos sobre la vida y los milagros (muchos, artísticos) de Manuel Viola, repetidamente, y a veces me acercaba al Escorial, desde mi dacha-cuatro pasos-, a ver al genio y a que lo viesen mis sobrinas. André Malraux, ministro de Cultura de De Gaulle, inaugurando una exposición colectiva, al trote, se detiene de pronto ante unos Viola: "He aquí un pintor", dice. Dalí le había definido como "un pintor religioso", y es cierto, pues que en él están El Greco, Zurbarán y la mística ascensional de San Juan de la Cruz.La otra noche, en el chalet del Escorial, estábamos los íntimos, los cabales, la legendaria Lorenza, los 14 años recrecidos del hijo de Viola, la bellísima Isabel Bauzá. Mañanas de su estudio: "Me paso la noche pintando, se levanta Lorenza, por la mañana, se restriega los ojos y me dice: eso no vale nada, hay que tirarlo. Y lo tiro". Tardes de café y Sandra: "La piedad, Umbral, no tiene fondo: es lo malo de la piedad". Noches de Caracol y gitanos. Hace poco, en la March, vi un gran cuadro suyo, a la entrada: era el Greco pasado por la desintegración atómica de Einstein. A qué gran gente ha conocido uno.
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