La fractura
La sociedad está formada por un agregado de fuerzas confusas y de ordinario contradictorias -ricos y pobres, cultos e incultos, rústicos y urbanistas, automovilistas y peatones, cazadores y cazados- que se ordenan penosamente, bien por sí mismas o por impulsos externos, con resultados que nunca pueden ser considerados como- definitivos.La articulación de todos estos elementos se intenta a veces con mecanismos psicológicos primarios: desde el pasodoble a la bandera bicolor, pasando por el culto a un héroe deportivo; desde la mitificación del imperio y de la fe a la guerra contra el moro y el desprecio al francés, todo vale para convertir una bandada humana en una sociedad civil. El Estado es, sin embargo, el instrumento más idóneo para conseguir este objetivo, y posiblemente ésta sea su última justificación.
El Estado constitucional de hoy ha nacido bajo el signo de la integración, y éste es, desde luego, su mérito más destacable. Porque desde 1978 (o 1975 y aun antes, si se quiere) se está pretendiendo que los españoles no sólo convivan pacíficamente, sino que además sientan interés por esta vida común y como común la perciban de acuerdo con la ideología que encarna la Constitución, y que casi todos han aceptado, aunque haya sido más bien por instinto que por reflexión.
En 1987 puede constatarse que mucho se ha adelantado en este camino; pero no es menos cierto que en algunos años se han dado dos pasos hacia adelante y cuatro hacia atrás, y que, por otro lado, se están abriendo nuevas líneas de desgarramiento de singular gravedad. De entre ellas -y dejando a un lado otras más conocidas y tradicionales- quiero detenerme en la que parece la más amenazadora para la estabilidad de nuestro futuro inmediato.
Tal como van las cosas, cada día se está consolidando más tina fractura social tan profunda que terminará por dividir el cuerpo español en dos muñones inarticulados, con independencia de la geografía, de las comunidades y regiones y aun de las clases sociales.
La sociedad española no está pudiendo aguantar el tirón de la modernidad, del europeísmo y del progreso y se está rompiendo en consecuencia. De un lado queda el gran bloque tradicional de lo dormido o somnoliento. Es la España que vegeta, la que tolera lo intolerable, se resigna ante todo y desahoga esporádicamente su mal humor quemando símbolos, personas e instituciones; la España de la picaresca, del individualismo montaraz, de la desconfianza frente a todo y del sálvese quien pueda y como pueda.
Carro del futuro
Del otro lado queda el bloque que ha sentido la llamada del siglo XXI y pretende engancharse afanosamente al carro del futuro. Aquí están quienes no se resignan, los que no lo esperan todo del Estado o de su ingenio individual, quienes desean cambiar las reglas del juego y están dispuestos a adaptarse a ellas, colaborando y no soportando, viviendo y no vegetando, con la intención de integrarse en una sociedad activa y despierta que se extiende más allá de su pueblo, de su comunidad autónoma y aun de la piel ibérica.
Conste, sin embargo, que no estamos pretendiendo trazar un dibujo maniqueo con buenos y malos calificados así, de una vez para siempre, según el lugar donde se encuentran. Prescindamos de juicios de valor porque no todo es oro en la modernidad que reluce ni miseria en la tradición. Me estoy refiriendo -y esto es una realidad constatable- a que hay ya dos formas de entender la vida y que éstas son compatibles físicamente, pero que están condenadas a no tener puntos de contacto. En lo cual consiste cabalmente nuestra tragedia: se están formando dos Españas, que no son enemigas, pero que se desconocen recíprocamente. Disociación que no nos traerá, por una vez, la guerra civil, pero que nos cerrará el paso del futuro.
Lo peor del caso, con todo, es que el Estado ha aceptado esta esquizofrenia social, que incluso fomenta. Miremos a nuestro alrededor: arriba nos encontramos con las empresas modernas, con las multinacionales, con quienes están comprando todas las fuentes de riqueza, con quienes están explotando al país en el doble sentido de la palabra. Su capital es extranjero y sus directivos son ejecutivos agresivos que manejan el inglés en todos los aeropuertos del mundo.
Estas empresas actúan de acuerdo con reglas internacionales de negocios, desde la publicidad a la financiación, y se han apoderado de casi todo lo que de interés económico queda en España. Pues bien, el Estado habla con ellas un lenguaje especial, y sus relaciones recíprocas son desconocidas para el común de los españoles.
Pero junto a ellas perdura el mundo de los demás empresarios tradicionales, de quienes dependen del vencimiento de una letra bancaria, de los funcionarios y empleados que perciben un sueldo tercermundista, de los trabajadores con salario mínimo, de los parados y marginados, de quienes hipotecan su herencia para pagar un piso desvencijado, de quienes salen a la calle para reclamar un puesto en una universidad pública que nada enseña y para nada vale, de quienes, hablen o no hablen una lengua vernácula, no saben expresarse en castellano.
Es la masa explotada económica e ideológicamente, la que espera que el Estado le arregle su vida, la que confía en las pensiones, la que hace colas en las oficinas públicas y corrompe con pequeñas propinas a pequeños funcionarios.
Reglas del juego
Pues bien, si el Estado no consigue soldar estas dos formaciones sociales y si no impone las mismas reglas de juego para todos, e incluso si no emplea un lenguaje común, las dos Españas, vitalmente separadas, se despedazarán la una a la otra sin necesidad de acudir a la violencia física. Porque no hay sociedad ni hay Estado que pueda resistir a la larga una esquizofrenia de este tipo.
El Estado puede engañarse adornando un escaparate con vistas a Europa y creando un espacio cómodo para las empresas multinacionales y sus peones de dentro; pero si sigue organizando el interior de la casa -el mercado, la Administración, la Universidad- con arreglo a normas especiales, obsoletas, corrompidas, vejatorias e internacionalmente sonrojantes, la realidad terminará imponiéndose y el tinglado saltará por el aire, llevándose al propio Estado y, peor todavía, las esperanzas de todos los espafioles.
Privilegiados
Al Estado democrático y social del posfranquismo no le es lícito seguir utilizando este doble juego de modernidad con los modernistas y paternalismo, entre severo y tolerante, con quienes no se han enterado del ritmo de los cambios actuales: privilegios y negociaciones con el capitalismo extranjero y diversiones, pretendidamente culturales, e impuestos para la masa de ciudadanos; escuelas privadas de directivos y escuelas públicas llamadas de formación profesional; gigantescas subvenciones para la reconversión industrial y aplastamiento de la agricultura y la ganadería; rascacielos y chabolas; sueldos en eurodólares y en pesetas congeladas; corrupciones millonarias y corrupciones en calderilla.
Muchas heridas se han restañado, ciertamente, en estos pocos años; pero como no se lañe pronto esta fractura, mal porvenir nos aguarda. Y, en cualquier caso, lo que menos podíamos esperar del Estado actual era una actitud inhibicionista ante la amenaza, ya realidad, que estamos denunciando.
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