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Máscaras de la otra Ópera de Pekín

Jesús Ferrero

Tres imágenes llegadas a nosotros hace años me inquietaron lo suficiente como para detenerme más de una vez en ellas. La primera nos muestra al emperador Cheng Zu, primer habitante del palacio imperial de Pekín; la segunda, a Xuan Tong, último habitante de ese mismo palacio, y la tercera es una fotografía hecha en los años cincuenta, en la que vemos a Mao, radiante de energía y maldad, acompañado por dos difusos y delicados personajes: el Dalai Lama, a su derecha, y el Panchem Lama, a su izquierda. Desde que conozco esas tres imágenes tengo la impresión de que conforman, sólo ellas, una historia que se repite con cierta frecuencia en China.Pero acerquémonos a esas instantáneas. Nada más ver el primer retrato, el del emperador Chang Zu, de la dinastía Ming, uno tiene la certeza de que ese monarca pertenece a una estirpe ascendente, llena de energía y con una clara tendencia a la ferocidad y a la rapiña; dicho en otras palabras: al centralismo y a la burocracia. ¿Quizá por eso Cheng Zu trasladó la capital a Pekín, que, si bien no está en el centro, sí es una ciudad más interior que Nankín? Al parecer, Cheng Zu ignoraba que Nankín, abriéndose al Yang-tse y muy próxima al mar, estaba más capacitada para ser la capital mercantil y política.No fue Cheng Zu el primer monarca Ming (antes que él habían reinado Tai Zu, ex monje budista y verdadero fundador de la dinastía, y Huei Ti), pero pasa por ser el primero, y su tumba fue también la primera de la que más tarde serían las melancólicas y disparatadas 13 tumbas Ming. Cheng Zu,- el célebre príncipe Yen de los poemas de su época, parece la encarnación de esa clase de poder natural -y de algún modo inmanente- que defendía más de un contertulio de los diálogos de Platón. Poder que, se supone, emana de la vida misma del cuerpo, de su intrínseca energía; poder de carácter plebeyo, poder en ascensión, todavía muy próximo a la tierra, al contacto directo con la tierra, y no en vano el príncipe Yen era el tercero de una dinastía de origen rigurosamente campesino. Y así, en el retrato que de él nos queda, aparece pomposamente sentado-, con las piernas separadas, una mano en el cinto y la otra sobre la rodilla, en actitud de alerta y mirando hacia arriba: he ahí un plebeyo que no se fía ni de su padre; que se sabe, en el fondo, un usurpador, y que está dispuesto a defender su usurpación, ya sustancia suya, al precio que sea y como la más voraz ave de presa. Muy distinta es la imagen que China nos ha legado del último habitante del palacio imperial: Xuan Tong, de la dinastía King, es todo delicadeza; diríase una figura de porcelana amarilla: a punto de resquebrajarse: parece un niño muy sabio, parece un niño muy viejo. No mira hacia arriba, pero tampoco mira hacia abajo: todo en él es equilibrio inestable. Claro que al fondo de esa inestabilidad se adivina un gran saber: el que depara la ruina, el angustioso saber que lleva consigo toda decadencia.

Algunos siglos después de la muerte del príncipe Yen y algunos años más tarde de que China se convirtiese en república, otro plebeyo, no menos enérgico que Yen, llegó, como quien dice, al trono del Reino del Medio, tras una larga y legendaria marcha que él mismo se encargó de magnificar en sus versos. Con él ocurrió casi lo mismo que con el primer monarca Tsin y que con el ya nombrado príncipe Yen, ya que también en aquel entonces los otros pueblos empezaron a temer "el peligro amarillo". En la época del príncipe Yen, como en la de Mao, China desdeñó su secular pacifismo y se hizo belicosa, autárquica y forajida. En tiempos del príncipe Yen, los estrategas chinos, en su mayoría eunucos, saquearon Indochina, Java y Malabar, y en más de una ocasión atravesaron el océano, acercándose a - Arabia, y nadie ignora que, en tiempos de Mao, China se apoderó de la inmensa y venerable meseta tibetana. La fotografía que menté al principio es la imagen más preclara de esa usurpación. En ella vemos a Mao, austero, cínico y seguro de sí mismo, dejándose acompañar por dos invitados de un Tibet crepuscular y dominado. Mao viste su arquetípico uniforme, y los lamas, sus no menos arquetípicas túnicas de colores. Como el último habitante de palacio, parecen figuras de porcelana quebradiza: seres que no saben bien qué suelo están pisando, reyes destronados. La historia se repite, y en China, los dragones se muerden la cola: el primer habitante de la sede imperial y el último reviven en esa fotografía. El yang (fortaleza) y el yin (debilidad) combinándose a duras penas; pero como, según Lao Tse y Buda, los opuestos se juntan y a menudo la debilidad no es sino la máscara de una profunda fortaleza, probablemente esa instantánea oculte lo contrario de lo que muestra. Quizá Mao era el débil y el Dalai Lama (que habrá de volver tarde o temprano a Lhasa) era, en el fondo, el fuerte; o quizá los dos eran a la vez débiles y fuertes, como el príncipe Yen y como el último y melancólico residente en palacio.

Unos ocultan su debilidad tras la máscara de la fortaleza, y otros, su fortaleza tras la máscara de la debilidad. Sí, seguramente es así y así habrá sido siempre; pero, si es así, forzoso es hacerse la pregunta que Deleuze nos obligó a hacernos en más de un seminario. ¿Por qué la máscara de la fortaleza triunfa a menudo sobre la máscara de la debilidad? Y a esa pregunta se encadenan necesariamente otras: ¿las máscaras tienen un poder, en sí mismas que opera sobre nuestro inconsciente individual y colectivo? ¿Las máscaras son, en definitiva, la única y trágica y vacua sustancia del poder?

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