El miedo
La reacción inmediata frente a los peligros que están ahí en el mundo desencadena esa emoción angustiosa que es el miedo. Lo sentimos al atravesar una calle de intenso tráfico, cuando subimos a un avión o simplemente paseando una tarde de invierno sin saber qué deparará el mañana. Por encima de estas diversas manifestaciones hay un miedo único, totalizador, que nace de la insegura relación con el entorno. Quizá el mejor preparado para defenderse en el roce con los otros sea el neurótico, cuya hiperestesia lo mantiene precavido contra todos los posibles riesgos. Pero el peor, el más difícil de afrontar, es el miedo al propio miedo, escalofriante y hasta destructor. Recordemos el cuento de Maupassant, donde el protagonista reta a duelo a un rival amoroso. Vuelve a su casa, frente al espejo ensaya formas de disparar; mide las horas que le separan de su cita con una posible muerte; poco a poco el miedo se acreciente insoportable y acaba pegándose un tiro. También se puede llegar al suicidio como el rebelde Kirilov, para demostrar qué no es un cobarde ni teme la presencia / ausencia de un Dios terrible que significa una permanente amenaza contra su libre voluntad. Únicamente el hombre deja de estar solo con sus miedos cuando el miedo es colectivo, como el que se apoderó de todos los pueblos europeos en vísperas del milenio que anunciaba el fin del mundo, el azote de la peste negra, el que suscitó la Revolución y el que desencadenó la contrarrevolución en los revolucionarios. "El miedo se convierte en terror cuando irrumpe súbitamente una amenaza de carácter desconocido que paraliza la voluntad, la acción del enemigo, pues cada individuo llega a asumirlo como pavor", dice Trosky en su obra Comunismo y terrorismo.El miedo responde siempre a un peligro concreto, real, mientras el temor es presentimiento de los muchos riesgos que lleva consigo la existencia, mal ontológico que, más o menos, padecemos todos. Sin embargo, afirma Heidegger, "el temor es un modo de encontrarse, del ser ahí", lo que obliga a enfrentarnos con el mundo, conocer lo que no somos. A tal punto entrar en la existencia infunde temor, que éste puede constituirse en pasión defensiva, como le ocurre a Malte Larudis Brigge, personaje de Rilke que siente el natural deseo de huir de sí y entregarse a la riqueza de la vida que fluye como río del devenir, pero sus vacilaciones temerosas lo detienen siempre al borde de la decisión. Una noche, velando en su desvelo, se asoma a la ventana y sus ojos se espantan al descubrir el sufrimiento en él rostro de los paseantes, la aflicción en una mujer de cabellos grises, la tristeza macilenta en una joven vestida de harapos. Sobrecogido de temor, al ver la desesperación que acarrea la existencia, se refugia en la soledad huraña y áspera del yo puro, reflexivo. Esta novela ejemplar demuestra cuán cierta es la teoría de Heidegger, ya que es el temor mismo que impide a Malte tener el miedo real que recoge y concentra todas las posibilidades, suma energías desconocidas. Y más tarde dice: "El miedo es nuestra fuerza propia, que aún es demasiado grande para nosotros".
Otra de sus formas apasionadas es el temor a Dios, invisible voluntad omnipresente que puede castigar hasta los pensamientos más recónditos y a cuyo gobierno providencial se inclina el hombre. La historia de Abraham, que analiza Kierkegaard en su obra Temor y temblor, es la proeza de la temeridad del temor que lleva a una situación límite. "Para esto hace falta pasión. Todo movimiento de infinito se efectúa por la pasión, y ninguna reflexión puede producir ese movimiento", dice el filósofo danés. Aparece así el temor, por primera vez, como pasión incontenible, capaz de arrostrar los más duros peligros.
El temor existencial no se podría comprender sin las apetencias, impulsos, anhelos que nos empujan a vivir para satisfacerlos. Aunque por el temor se retrocede y hasta paraliza, no puede impedir que sigamos deseando cuanto la vida ofrece, lo que despierta la conciencia del propio poder. El temor existencial es la esencia del deseo de vivir, porque presiente que negarse puede desencadenar todas las ansias insatisfechas y aniquilarnos.
Este drama del temor a la existencia y el que sufre el hombre preocupado por sí mismo lo expresó Heidegger al definir el temor como una apertura al peligro, ya que arrojarse a la existencia ofusca, se puede perder la cabeza y un día cualquiera su temor estalla en odios, venganzas, crímenes.
Una de las experiencias más arriesgadas del vivir es el amor, donación del propio ser que puede perderse en otro obedeciéndolo exclusivamente o desaparecer en él como individualidad. Esta ofrenda generosa es bien propia de los jóvenes, más inclinados a dar que a poseer. Es natural, pues, que el primer amor, por ser el más arriesgado, infunda un temor tan pavoroso que todavía leemos en la crónica cotidiana suicidios a lo Werther. Pero sigue siendo a través del amor, mediante la peligrosa renuncia a sí mismo como el amante busca su afirmación y realización, como sostenía Hegel.
Efectivamente, al llegar a la edad de hombre ya no se es tan vulnerable, aunque se vive siempre el amor con miedo a que desgarre o divida en múltiples y complejos temores existenciales. Tampoco desaparece en la convivencia a morosa, pues se teme herir con un gesto la sensibilidad del otro, o el desprecio a una humildad replegada suscita miedo al estallido de la violencia recíproca. Los personajes de las obras de Augusto Strindberg están llenos de temor a dañarse con las palabras y hasta destruirse por un exceso de amor absoluto.
Así vemos que mientras los jóvenes se precipitan en la donación de sí mismos y sufren temor del ímpetu fluvial de su sangre que los arrastra, el hombre siente miedo real a la propia vehemencia enardecida que busca lograr la completa absorción del ser que ama. Pero si el otro le ofrece una resistencia obstinada, el -amor recatado y temeroso puede transformarse en afán destructivo porque, pensamos con Schelling, "el alma de todo odio es el amor".
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