El árbitro con corbata
Cada partido de fútbol de Primera División se juega siempre dos veces.En el primer caso, dura 90 minutos, lo presencian unos miles de personas y el árbitro es un hombre vestido de negro designado con ciertos criterios teóricos para evitar susceptibilidades.
Por eso un partido Real Madrid-Barcelona nunca lo arbitrará un señor de Chamberí.
El segundo partido se juega siempre de noche, después del último telediario. Dura apenas tres minutos, lo siguen millones de telespectadores, y el árbitro, descaradamente casero por lo general, es un señor vestido con chaqueta y corbata que se pone detrás de un micrófono.
El mismo resultado
En ambos casos, por increíble que parezca, se repite el resultado: si el encuentro del estadio termina empate a cero, igual marcador nos ofrecerá el partido del estudio.
¿Qué se disputa, pues, en el encuentro nocturno? Algo mucho más importante: la honra, la felicidad de la afición, la vergüenza pública de la injusticia, la creación de la mala uva nacional. Valores todos que superan el ámbito de lo deportivo y que entroncan con nuestros ancestros y con la idiosincrasia atávica del español. No es una bagatela, por tanto, que se pueda dejar en manos de un árbitro cualquiera, aunque, se trate de un licenciado en Ciencias de la Información.
Puesto que tenemos, como se ve, dos Ligas, hace falta un segundo comité de competición.
Las sanciones
En primer lugar, este segundo comité debería asignar los locutores adecuados a cada partido, como se supone debe ocurrir con los colegiados, procurando mantener las apariencias y evitando que el comentarista del Zaragoza tuviese acento maño, por ejemplo, o que el del Betis hablase con deje sevillano (esto sólo se permitiría en el partido contra el Sevilla).
El de Valencia -$e supone que volverá a Primera la próxima temporada, que es cuando esto entraría en vigor- nada más podría comentar partidos del tipo Cádiz-Osasuna; y el de Valladolid, únicamente encuentros como el Valencia-Sabadell, mismamente. Los gran des partidos del año, los de evidente rivalidad trascendental necesitarían de sesudos debates del comité; y aquel locutor que demostrase manifiesta incapacidad ya no podría repetir suerte en la segunda vuelta. Así sucesivamente.
Este comité de los segundos partidos tendría también otros no menos importantes cometidos: sancionar a los entrenadores que declarasen siempre, lo mismo (por ejemplo, eso de que "no les tenemos miedo pero sí respeto"); apartar de la pantalla a los profesionales que se extiendan en largas y pesadas entrevistas en las que además pregunten obviedades ("¿está usted satisfecho de haber marcado cuatro goles?"); enseñar castellano a todo aquel que aparezca en los televisores, empezando por los periodistas, subrayando sus aciertos y vituperando los omnipresentes deslices lingüísticos ("el jugador tiene todavía en su poder la posesión de la pelota"); y multar a los jugadores que no salten al campo correctamente ataviados con arreglo al decoro de la alta misión representativa que deáempeñan.
Así, al final de la temporada habrán descendido notablemente las agresiones a la salida del estadio; todos nos volveremos más ecuánimes; el bagaje cultural de los españoles alcanzará un nivel superior; quedará mejor defendido el patrimonio histórico de nuestra lengua; serán menos los sempiternos descontentos oficiales, y habrá aumentado la consideración social del locutor de capital de provincia.
¿No merecería la pena?
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