La Iglesia española hoy
No deja de ser curioso que, en, plena moda de celebrar aniversarios, el año se nos haya ido sin que a nadie se le haya ocurrido mencionar el 150º aniversario de la amortización de los bienes del clero decretada por Mendizábal en 1836. ¿Significativo? Yo más bien diría representativo. ¿Representativo de qué? Del declive del anticlericalismo militante que tanto arraigo popular tuvo hasta no hace demasiados años. O, si se prefiere considerarlo desde otro ángulo, de esa descristianización progresiva de la sociedad tan a menudo denunciada por la propia Iglesia. Es decir: no hay hoy comecuras por lo mismo que apenas si hay católicos practicantes. Un fenómeno, en suma, que tanto si se valora desde una perspectiva como desde otra puede resumirse en dos palabras: indiferencia religiosa. Algo que no es precisamente exclusivo de la sociedad española cuando, si algo hay que no falta, son problemas: teología de la revolución, aborto, celibato, divorcio, control de la natalidad etcétera, son debates que se le plantean a la Iglesia en la sociedades más diversas. Pero la Iglesia española, tal vez amedrentada por su pasado reciente, por ese apoyo al franquismo del que se ha ido desmarcando como ha podido, así como amedrentada también por la persecución real de la que ha sido objeto hasta fechas no mucho más lejanas, parece incapacitada para elaborar un discurso que no sea mera traducción de otros discursos. El hecho es que el principal apoyo llegado de España que ha recibido Juan Pablo II en la remodelación del aggiornamento iniciado en la Iglesia tras la muerte de Pío XII, el último gran Papa -fue al Vaticano lo que Churchill, Stalin, Roosevelt o De Gaulle fueron a sus respectivos países: una personalidad de difícil sustitución-, procede del Opus Dei, adaptación a los tiempos que corren de ese espíritu combativo que en su día inspiró la fundación de la Compañía de Jesús.En el curso de los siglos, la aportación española a la Iglesia ha sido de signo eminentemente apostólico y evangelizador, y es indudable que sin unos cuantos nombres de santos, místicos y fundadores de órdenes religiosas, de origen español todos ellos, la historia no ya de la Iglesia, sino del mundo sería otra. Pero lo que cabe: decir de las ór denes religiosas no puede ha cerse extensivo al clero en general ni a la jerarquía, a los obispos y cardenales de la Iglesia española, cuya influencia en el Vaticano ha sido por lo general mínima. ¿Puede atribuirse a ra zones políticas esa sorprenden te falta de influencia? Hasta cierto punto sí: España estaba en Italia, el reino de Nápoles lindaba con los Estados Pontíficios y, en más de una ocasión, la presión española llegó a ser de carácter militar. Para el Vaticano, un vecino que ponía tal vez excesivo celo en la defensa de la fe. En definitiva, las guerras de religión que asolaron Europa son inseparables del espíritu de la Contrarrefórma.
En la España de la época, de puerta adentro, el pueblo era mayoritariamente católico a pesar del Tribunal del Santo Oficio, no gracias a él, como con excesiva ligereza se tiende a suponer. Una cuestión más de convicción que de coacción, por más que en el orgullo del cristiano viejo interviniesen factores ajenos a la religión. Ahora bien: ¿qué pudo pasar en el seno de un pueblo tradicionalmente católico para que en cuestión de pocas décadas empezaran a ¡ncendiarse iglesias y conventos, a ser linchados curas y frailes, a ser aprobadas con gran júbilo popular leyes como la desamortización de los bienes del clero promulgada por Mendizábal y que esa situación de persecución religiosa, de incendios y asesinatos se convirtiese poco menos que en celebración de rutina hasta no hace ni 50 años? ¿En qué otro país cristiano ha sucedido algo parecido? ¿Cómo explicar semejante peculiaridad española? Yo me atrevería a decir que pese a que las persecuciones empezaron a desarrollarse en el siglo XIX, tras un período de integración Iglesia pueblo frente a las tropas napoleónicas, el origen hay que situarlo antes, a finales del siglo XVIII, y justamente en Francia: me refiero, claro está, a la revolución del 89. Y no tanto por la difusión de las ideas cuanto por la difusión de las noticias. El temor a que en España pudieran producirse hechos similares inhibió hasta tal punto el papel de la Iglesia en la sociedad española que sólo la oportuna invasión napoleónica -inoportuna desde cualquier otro punto de vista- consiguió frenar el creciente divorcio entre una y otra.
Constituye poco menos que un lugar común entre determinados analistas de la historia de España considerar que los pilares de la llamada reacción han sido, secularmente, el ejército, el gran capital y el clero. Un lugar común que en el caso del ejército sólo cobra validez a partir de los años veinte de este siglo, con Primo de Rivera y Franco, en virtud de la misma resaca que en Alemania, Italia o Hungría, por ejemplo, había de llevar al poder a hombres como Hitler, Mussolini, Harthy. Si el efecto de la Revolución Francesa se dejó sentir en especial sobre el clero, el efecto de la revolución soviética se dejaría sentir sobre el ejército, en su misión de carácter contrarrevolucionarío ante determinadas circunstancias político-sociales. Pues, hasta entonces, la presencia del ejército en la vida política española fue de intención predominantemente constitucionalista, por dificil que resultara serlo en situaciones poco menos que de vodevil, y de signo más bien liberal -Riego y Prim, Espartero, Serrano y Leopoldo O'Donnell-, algo que la Iglesia condenaba explícitamente. La reacción, en el siglo XIX, se llamaba carlismo, y no hubo militares de relieve en las filas carlistas. La Iglesia, en cambio, a diferencia también del incipiente capitalismo, que ni estuvo ni podía estar con los carlistas, sí que manifestó su respaldo a los planteamientos teocráticos y ultramontanos del carlismo. Y ello hasta el punto de que, inviable la opción carlista, asumiendo una actitud que más que de reaccionaria habría que calificar sencillamente de nefasta, no vaciló en buscar nuevas etiquetas para los viejos principios, halagando lo mismo el nacionalismo español cuando hiciera falta que, cuando se terciara lo contrario, el catalán o el vasco, destacando siempre la especial predilección divina por cada una de esas tierras, convirtiendo en singular dádiva la belleza naca-
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rina de los gajos de la cebolla nacida en el huerto de la rectoría.
¿Tan mediocre es el panorama? Hay excepciones: unas pocas instituciones y órdenes religiosas -se pueden contar con los dedos de una mano- dedicadas más a la acción que a la contemplación o al simple proselitismo.
Apenas se habla de su labor ni falta que les hace, ya que el pueblo las reconoce y aprecia y cree en sus palabras porque cree en sus obras, hasta el punto de que colocar un hijo bajo su tutela supone más que, en otros niveles sociales, darle estudios superiores. Pero hoy día la noticia no está ahí. La noticia está, por ejemplo, en el debate abierto -con frecuencia a cargo de clérigos o antiguos clérigos- en torno a la teología de la revolución, o en los ataques a esa especie de: Ratzinger Z en que han convertido a un cardenal que no hace sino defender lo que es de lógica que defienda en su condición de cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Una conducta más coherente que la de esos clérigos o antiguos clérigos que, aparte de las referencias a los evangelios que manejan -en los evangelios no es difícil encontrar citas que aparentemente avalan lo que uno pretende que avalen-, si niegan la presencia explícita del demonio en los mismos textos que citan o conceden un valor meramente simbólico a lo que la Iglesia tiene por un misterio, será, creo yo, porque se han equivocado de barco; el púlpito desde el que hablan pertenecerá a una iglesia, no a la Iglesia. También hay debates más distendidos y hasIta desenfadados. Recuerdo, en este sentido, la avalancha de cartas al director que provocó el artículo de un fraile perteneciente a una orden contemplativa publicado en un, conocido periódico barcelonés. ¿Y si resultara que el que no cree fuera, sencillamente tonto?, argumentaba el autor del artículo. O le falló el sentido del humor o fueron sus lectores quienes tuvieron ese fallo, ignorantes Iodos por igual de que la razón supone un circuito cerrado y la fe otro, en la independencia, en una palabra, de sus ámbitos respectivos. ¡Y eso tras 20 siglos de teología, de cismas, de concilios, de apologética! ¡Qué decadencia!
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