Enemigos
Uno de los momentos más sosegantes del ser vivo, una vez llegado a la edad adulta -o lo que sea-, es aquel en que descubre la imposibilidad de no ser odiado. Casi todo el discurrir de la vida se puebla de afanes para lograr el reconocimiento o el amor de los demás. O para no ser insultado, al menos. Pero la mayoría de los esfuerzos termina en el fracaso. A veces en fracasos tan profundos que hacen pensar en la maldad natural de las gentes y también en el oportuno papel de las guerras. El enemigo, individuo o tropa, que no alcanza a ver nuestra bondad, no merecería sino el exterminio. Y seguramente no se perdería gran cosa. A fin de cuentas, quien no se muestra competente para distinguir nuestras virtudes es poco probable que sea cabal en otros actos ciudadanos, pueda contestar adecuadamante a las encuestas y aporte, en suma, algo útil para el bienestar social.La llegada a un punto de la biografía enseña, sin embargo, a razonar de otro modo. Al enemigo no le flaquea el cerebro ni carece de discernimiento. Simplemente procura sobrevivir. Necesita, como cualquier ser vivo que pretenda no desvanecerse, metabolizar la entropía negativa que le procuran los cuerpos ajenos. Es decir, todo el mundo se está muriendo en los brazos de los demás o más exactamente en el laberinto de los intestinos del que está cerca. En conjunto, amigos y enemigos en papeles ambivalentes se traspasan la necesidad de convertirse en la pitanza de su parásito ocasional o de hacerse parásito ocasional, en el inestable equilibrio del universo. Y esto, llegado un momento, acaba pareciendo tan obvio como el paseo de las galaxias.
Es tan imposible no tener enemigos como no ser enemigo. Y tan inevitable ser odiado a pesar de amar como odiar a pesar de no querer asumir más trabajos en las horas libres.
La vida adulta, o lo que sea, enseña este sosiego de lo fatal. Entendiendo por fatal la ley que devuelve la inocencia a todo ser vivo. Incluido el irremediable y eterno culpable que es uno mismo.
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