Asesinos entre nosotros
En aquellos tiempos hubo un Hitler, hubo un Stalin... Pero en estos tiempos sus pequeños o grandes epígonos, con otros uniformes o con el traje civil que puede dar un disfraz de democracia, siguen su labor: hay en el mundo 98 Estados donde en estos momentos se tortura dicen los breves letreros que preceden el emocionante reportaje de Vicente Romero, El reino de Caín (En Portada, 10 de diciembre). Por poco sentido de la demagogia sana que se tenga (y cada uno tiene la suya, a su estilo, a su medida) se puede relacionar con Bancus Dei (Teleobjetivo, 11 de diciembre). ¿No está el submundo del dinero, los estratos de la inmensa conspiración económica, detrás de todo, detrás de lo que se justifica como "guerra contra la subversión"? Si se apura la demagogia, sale el tema de los ricos contra los pobres...El reportaje de Romero está hecho con fuerza pura de televisión: el testimonio. También es su riesgo: las imágenes del dolor, de los cuerpos rotos, de las lágrimas, de los relatos de las víctimas, pueden hacerse costumbre, parte del decorado del cuarto de estar. Es decir, pueden producir una especie de vacuna, o de resistencia de las conciencias a sentir la conmoción. Impresionan estas imágenes punzantes; pero sobre todo, cuando aparecen, las doctrinas de los torturadores y asesinos -elegantes, como dignos- justificando la barbarie por la guerra contra la subversión; impresionan los contrastes entre los fastos de los dictadores y su'paternalismo con la sangre y la furia de sus asesinos instruidos, formados, adiestrados. Quedan dentro del mundo de lo ya conocido los intelectuales que aún rebaten esas doctrinas y nos dicen que somos nosotros -la gente corriente- los únicos que ya podemos hacer algo -aunque sea firmar cartas-, y que la única manera de combatir es la de no aceptar que todo esto tenga que ser así.
Hubo un momento en que creímos que el cáncer del asesinato y el terrorismo de Estado se habían hundido con una época terrible, y que se habían acabado los milenios de matanzas; pero fue un momento fugaz, hasta que nos dimos cuenta que el pasado no ha pasado realmente y los asesinos están entre nosotros. Se agradece que uno de los medios que tanto han contribuido a disfrazarnos la realidad, deje traslucir la sombra de Caín y el rostro ensangrentado de Abel, muerto o golpeado por los nuevos samurais en una calle de Turquía, de Chile o de París...
Pero al día siguiente salen otros muertos. La imagen del banquero Calvi flotando con la soga al cuello en las aguas del Támesis, bajo el puente de Blackfriars. O el recuerdo del banquero Síndona, muerto por unas gotas de cianuro en el café dentro de una prisión italiana de alta seguridad: el último silencio para los portadores de secretos, que apenas se desvelan; como apenas se levanta un pico del manto que cubre el sospechado mundo del subcapitalismo, de la conspiración del dinero. El problema de este otro reportaje, dentro del medio, es que es un texto ilustrado: más para ser escrito que para ser escuchado, con su imposible mezcla de nombres propios, de combinaciones entre el Opus Dei, la logia masónica P-2, el Vaticano, los nombres de bancos, de ex ministros, de personajes turbios. El no iniciado pierde el hilo, que seguiría mejor en letra impresa. Queda un impresionismo: que éste es apenas un apunte de una enorme red profunda, de las cuevas del capitalismo. Y el terrible temor de que los cadáveres flotando en el río, sean el de un campesino chileno o el de un banquero misterioso, son muertos de una misma muerte. Nos queda la demagogia: no tenemos otra cosa.
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