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Lo que no ocurre

Javier Marías

El verano pasado, una persona allegada a mí fue víctima de un turbador incidente que pareció el comienzo de una novela policíaca, más marsellesa o siciliana que neoyorquina o californiana. Por mi amistad con dicha persona tuve ocasión de saber de los hechos casi desde el primer momento, e incluso tomé parte en algunas averiguaciones de trámite que entonces juzgamos pertinente hacer. Me apresuraré a decir que la novela no pasó de su inicio y que el perjuicio sufrido por mi allegado fue menor.Sin embargo, pasados unos meses, y cuando todo parecía olvidado, aquellas otras personas de las que mi amigo había sido víctima presentaron una denuncia contra él invirtiendo los papeles -quizá para curarse en salud, quizá para protegerse entre sí: no sé ni me interesa el porqué-, y el contenido de esta denuncia -es decir, la versión de los denunciantes- acabó saliendo en algún periódico bajo esa clase de titular al que estamos tan acostumbrados y que, en presente de indicativo (el tiempo verbal preferido desde siempre para enunciar verdades), afirma unos hechos que, por mucho que la noticia se matice luego con expresiones como "según declaró..." o "el presunto estafador", quedan impresos en la mente del lector casi tan definitivamente como en las lápidas quedan inscritos los epitafios: "Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua".

Me refiero a esos titulares tipicos de las páginas de sucesos (Niño apalea a su madre para recuperar su hucha incautada, o Desnuda a su novia en plena calle porque el vestido le parecía provocativo) que, sin embargo, y en esencia, no se diferencian en nada de los de las demás páginas (Felipe González visita a Fidel Castro, o El Buitre lee a Umberto Eco). La mayoría de estas noticias son comprobables: vemos una foto de González estrechándose con el comandante, o Butragueño nos explica con pelos y señales el argumento de El nombre de la rosa.

Es decir, nos hemos acostumbrado en exceso, tras tristísimos años en que nos sucedía lo contrario, a que lo que la prensa cuenta sea más o menos verdad, y el propio lector -que es de quien todo depende en última instancia- está habituado a corregir por sí solo los leves errores, las tendenciosidades, los brutales sesgos de cada revista o periódico, y aun a distinguir si en la foto González está retratado desde un ángulo benévolo o criminal. Por eso, lo mismo que en las televisiones desarrolladas las noticias, los programas y la publicidad tienden a confundirse totalmente y todo parece tan ficticio como real o tan real como ficticio, en la prensa todo parece pertenecer a la categoría de verdad-sujeta-a-un-pequeño-margen-deerror- o- interpretación. Y para eso están las rectificaciones. Pero la cosa no es tan fácil. Hace años, en un espléndido ensayo, Rafael Sánchez Ferlosio, al analizar una película en la que los personajes que al principio parecían buenos resultaban ser malos y viceversa, hacía hincapié en el hecho de que la narración, tanto literaria como cinematográfica, se regía con frecuencia por unas normas que prestigiaban lo último, más o menos de acuerdo con la tradicional e ilusa idea de que, "al final, resplandece siempre la verdad". Si no recuerdo mal, la argumentación de Ferlosio no sólo se podía aplicar al cine o a la novela, sino a muchos casos de lo que solemos llamar la realidad.

Pero, ¿rigen también estas normas para el tipo de narración discontinua, troceada que ofrecen los medios de comunicación, la prensa en particular? Sí, desde luego, para sus personajes fijos o familiares, sean éstos los Colby o Isabel Pantoja ("¿encontrarán los unos y la otra la felicidad al final?", puede preguntarse el es pectador; "Y, a Fraga, ¿lo re pondrán alfinal?", pueden preguntarse todos y cada uno de los votantes, tanto de Fraga como de Fraga-no). Pero, en cambio, aquellos personajes que son sólo episódicos, que quizas aparecen -sin nombre o con iniciales- una sola vez en un titular (el mencionado Desnuda a su novia en plena calle), aquellos que no gozan de continuidad ni son tampoco su jetos de una noticia lo bastante grave para merecer rectificación o mentís posterior, ésos quedan, ante quienes los conocen, o ante quienes pueden identificarlos por sus iniciales y alguna pista más, o -en realidad, tanto da- ante el lector de periódico que no los conoce ni los reconoce ni los conocerá; ésos quedan apresados, digo, en la lápida o esquela provisional que siempre es un titular de estas características.

El problema no está en los periódicos ni es culpable la prensa en modo alguno (aunque no concibo cómo en este país la policía está autorizada a pasar a agencias una denuncia parcial a sabiendas de que la letra impresa diaria, por su naturaleza, poco menos que la inmortalizará con ese marmóreo tratamiento de presente de indicativo al que me refería antes), ni se trata, probablemente, de algo que pueda tener solución. Sólo está en mi ánimo, una vez que he tenido la oportunidad personal de reparar en ello, señalar este carácter a la vez definitivo e inaugural -mortuorio, por tantode cierto tipo de titulares, y quizás inducir a desconfiar un poco más de ellos.

Pues lo cierto es que el lector normal, aunque no conozca a los personajes de la noticia, creerá, aceptará, dará por descontado que un novio ha desnudado a su novia por considerar que su atuendo era demasiado osado. Seguramente no le importará en absoluto la identidad de ese novio, pero dará por supuestas su existencia y su actuación. Y aun cuando ese novio explique posteriormente que la noticia era falsa o un error, que le arrancó el vestido a su novia porque se le estaba quemando y corría peligro de arder con él, será la primera versión la que, de manera consciente o inconsciente, deliberada o involuntaria, el lector guardará en su memoria o al menos en su imaginación. ¿Por qué? La razón, a mi modo de ver, puede ser simple. Queremos que pasen cosas y nunca nos bastan, nuestro talante es eminentemente positivista y acumulativo, empírico y afirmativo, y difícilmente aceptamos que algo (un hecho, un dato, una anécdota) que ha pasado a formar parte de nuestra enciclopedia pueda ser borrado de golpe como no existente o no acaecido. La anulación de lo que por un momento ha sido, la reducción de nuestro saber (aunque sea un saber imaginarío, o conjetural, o inútil resulta inadinisible para el hombre o inujer de fines del siglo XX. Si a la postre resulta que el novio no desnudó a su novia por atrevida, eso poco importa en realidad, pues pudo haber sucedido como se contó, y la mera posibilidad pasó ya a formar parte de nuestra imaginacion, que por nada del mundo renunciará al conocimiento adquirido.

Esa persona a mí allegada debe saber (y debe tomárselo con calma y humor) que su verdadera condición de víctima de un incidente de novela siciliana o marsellesa ha sido reconocida por la justicia y por quienes, como yo, hemos podido saber de los hechos directamente, pero que nunca podrá reconocérsela el lector de periódico que, ignorante de su identidad, pero viéndolo como protagonista anónimo de un lapidario titular en presente de indicativo, se habrá limitado a pensar -como los jóvenes de la película Terciopelo azul- "¡Qué mundo tan extraño!", y habrá dado por seguro, ya para siempre, que en un punto de la ciudad sucedió una vez lo que nunca ocurrió.

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