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Tribuna
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Chitón

El silencio también tiene su biografia. Hubo un tiempo en este país en que los jueces sospechaban criminalidad en los seres silenciosos. La herejía española más castigada por los mágistrados del Santo Oficio fue la de aquellos alumbrados o iluministas que trabajaban el silencio, la quietud, el recogimiento, la oración mental, la callada mística y otras afonías. Un católico parlanchín, aunque dijera barbaridades teológicas, no sólo era presa fácil, sino fácilmente rebatible. Lo que perturbaba a los inquisidores eran los tipos que no decían ni pío. Entre otras razones, porque el silencio es imposible de refutar. Así es que durante siglos los peces de este país morían por la boca. Pero por la boca cerrada.Luego, durante la cuarentena, fue al revés. La misión de los tribunales consistía en hacernos hablar por todos los métodos para luego condenarnos al silencio por dicharacheros. Estamos en una tercera fase. Los jueces, ahora, son perseguidos por lenguaraces. El Consejo General del Poder Judicial les obliga a practicar, religiosamente lo que en otros tiempos castigaron con tanto celo. Hemos tenido que recuperar la democracia, la libertad de soltar el rollo, para descubrir que al Poder le gusta mucho el silencio. No sólo su método favorito de resolver problemas es el célebre silencio administrativo, la callada por respuesta, la demora como acción, sino que se erige en administrador de silencios. Si sumamos los silencios de los jueces, de los militares, de la policía, de la ley antiterrorista, de los secretos de Estado, de las televisiones privadas y de los pásteleos autonómicos, como esa tarta sin sorpresa de Banca Catalana, el resultado es un país bastante insonoro.

Pero a los jueces hay que dejarlos largar aergar, es el verbo preciso), porque sólo quien puede hablar sabe escuchar. Si además de tener nuestros jueces lentitud de cojos, visión de miopes y sordera social, ahora van por la calle de mudos, entonces únicamente serán útiles para vender cupones de esa lotería extraña de los minusválidos.

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