Arquetipos, talismanes, esquemas
El talismán más ilustre fue el Graal; también el más inaccesible, pues ningún caballero de los de la Demanda llegó a experimentar la maravilla de sus poderes. Pero de otros de su clase, no menos conocidos, tenemos una idea bastante clara en lo que se refiere a su poder, como de la lámpara de Aladino, cuya superficie, de niños, tanto hemos manoseado. La función del talismán en la narración extraordinaria es la de dotar al que lo posee y usa de todas las posibilidades de victoria, o al menos de éxito. Va más allá de la potencia humana, la amplía y la completa. Sin embargo, es válida, sólo dentro de determinado ámbito, y fuera de éI pierde credibilidad e induce a la sonrisa. Los lectores de Las mil y una noches lo saben: por mucho que se aniñe el espíritu, queda siempre un reducto que protesta. Dentro de nuestro mundo, la misión de las lámparas es la de alumbrar, y nadie les confiere otro poder que ése.¿Debe inferirse de esto la ineficacia del talismán en la narración moderna? No a tontas y a locas, no apresuradamente. Porque el que invente un talismán adecuado a nuestro mundo asistirá con asombro al beneplácito y a la credibilidad del espectador-lector. Véase, si no, ese automóvil todopoderoso a cuyo despliegue de poder hemos asistido, asombrados, durante bastantes semanas. El automóvil es en nuestro tiempo un objeto de uso tan frecuente como el de la lámpara de aceite en los antaños. A los usuales les es dado no sólo transportar, sino alcanzar velocidades tan atractivas como innecesarias, y en eso radica su fascinación, pero si se le agrega una computadora todopoderosa, su utilidad se multiplica hasta lo maravilloso. ¿En qué medida? En teoría, desmesuradamente. A los hombres de hoy nos han persuadido de que las computadoras lo pueden ya casi todo, y de que llegará un día en que no conocerán más límites que los del universo. Y más allá, ¿quién sabe? Aún no se han experimentado como instrumentos de investigación teológica.
De modo que si asistimos a una combinación afortunada del poder del automóvil y del de la computadora, nuestro ánimo queda desde un principio dispuesto a admitir la realidad y verosimilitud de cualquier acción que hasta anteayer reputaríamos de milagrosa, o sea, de imposible, siempre y cuando la lleve a cabo ese híbrido de las dos industrias más potentes de nuestro tiempo. Reconozco al inventor de ese artilugio el acierto de haberle añadido al don de la palabra el sentido del humor. No me atrevo a decir que humaniza la máquina (el talismán), pero sí que lo hace tolerable. Con semejante artilugio a su servicio, el caballero andante consigue cuanto se propone y descubre lo escondido aunque esté debajo de la tierra. ¡Debajo de la tierra! ¿Qué serán unos palmos o unos metros para su capacidad de conocimiento? Dispone de todos los almacenes de información imaginables. La contemplación de estas historias resulta gratificante para el espectador, mejor cuanto más tímido o cobarde, pues con un cooperante así la identificación con el héroe es más gustosa.
El que lo utiliza, el que lo aprovecha, no es, sin embargo, cualquiera. No han hecho aún la experiencia de dotar de sus poderes a un sujeto vulgar, tirando a pusilánime: se podrían obtener efectos cómicos desternillantes, que, sin embargo, no servirían al propósito último, y quizá secreto, de los inventores. Poner una máquina tal al servicio de un quisque acabaría por desmitificar al héroe y a la máquina, y esto no entra en la intención de los que organizan el cotarro. El hombre que se sirve de la máquina está tomado totalmente en serio, está inventa do con toda la gravedad del mundo, pues los fines para los que anda por él lo exigen. Es un ejecutor sui generis de la justicia, y la justicia no puede tomarse a broma. De lo que, en el fondo, tratan estas historias es de con vencer a la gente de que, aun que las instituciones no acierten alguna vez, o se equivoquen varias; aunque sus instrumentos no alcancen a lo más recóndito del crimen, hay quien actúa al margen para dejar las cosas en su punto. La concepción remota de la caballería respondió a una voluntad similar, más justificable entonces por las circunstancias, pero quizá justificable hoy, o al menos apetecida, si se juzga por la pululación de personajes que ejercen la justicia por su mano. Hemos asistido a la reaparición, metamorfosea do, del caballero andante después de lustros de oscuridad. Primero, en las narraciones populares como las de Dick Turpin o Buffalo Bill; luego, en tan tos y tantos protagonistas de westerns, en tantos hombres justos. El Superman quiere ser una magnificación ilimitada del caballero, pues realiza el bien, no ya contra viento y marea, sino contra las mismas leyes del cosmos. El conductor del coche fantástico, o Remington Steele, que tanto se le parece, son algo más comedidos. Pero el segundo carece de talismán, si bien por ello no deja de pertenecer al arquetipo. Es curioso: entre los caballeros andantes, algunos muy ilustres, los hay de origen misterioso o dudoso, con algún secreto en su pasado: éstos que acabo de citar coinciden en esta circunstancia. Para que no les falte nada, son sexualmente atractivos y siempre existe una mujer que se enamora de ellos. Una al menos. Pero a veces más.
Corre la especie, acaso legendaria, de que la mayor parte de estas narraciones cinematográficas, y algunas que no lo son, están hechas por computadoras. Mejor sería decir fabricadas. Lo curioso es la coincidencia de máquinas tan sofisticadas con los cerebros humanos más simples. Los esquemas narrativos que usan son elementales y los reiteran hasta la fatiga. Las hazañas de uno, de estos héroes justicieros se organizan en fragmentos, en unidades parciales. Las aventuras de los caballeros andantes fueron también unidades de un conjunto, generalmente vasto. Pero sus esquemas no se repiten con esa monotonía. Yo he llegado a descubrir en el Quijote hasta cinco tipos distintos (si no recuerdo mal), y la misma variedad hallaríamos en el Amadís o en cualquier relato de las andanzas de Lanzarote. Chrètien de Troyes, lo mismo que Ordóñez de Montalvo, mostraban más inventiva. Aunque, claro: en último término, la responsabilidad de esas repeticiones haya que cargársela a los que programan las máquinas. Porque éstas de por sí no inventan nada.
Lo que tenemos, pues, que concluir es que, con máquinas o sin ellas, los arquetipos, los talismanes, los esquemas básicos, mantienen su vigencia, enmascarados tras apariencias modernas. ¿Será que las apetencias a que responden son invariables, o más bien que primero
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se crea la apetencia para satisfacerla después con el producto? En realidad, ese tipo de deseos es más bien abstracto, y vienen siendo educados, dirigidos, por las formas modernas de entretenimiento masivo. Pensemos lo que distrae a un niño, y admitamos que lo que atrae al adulto es lo mismo, aunque con algunos aditamentos. Al niño le satisface lo maravilloso y se siente gratificado por el espectáculo de la velocidad y de la violencia, ni más ni menos que los antiguos espectadores de los torneos caballerescos. Si a este amasijo se le añade el sexo, convenientemente graduado, el espectáculo queda apto para el adulto, cuya menté, en general, no supera en mucho a la del niño. Asombra comprobar el infantilismo profundo de muchas personas mayores, el desequilibrio real de mucha gente de apariencia estable. La educación moderna se desinteresa de la maduración armónica de las facultades, posterga unas en beneficio de otras (piénsese, por ejemplo, en el descrédito de la memoria, columna de la personalidad y soporte de la cultura).
Existen algunas doctrinas cuyo ideal humano es el de formar individuos que saben habérselas con las máquinas sin preguntarse por qué funcionan y sin que les importe. A cualquiera de estas mentes le cabe perfectamente en la cabeza que una máquina sofisticada (un automóvil asombroso) adquiera las propiedades del talismán: con la diferencia de que los poderes de éste nunca fueron explicables, y los de la máquina, si.
No estaría de más recordar, como complemento y coda, que estos filmes con tanto aplauso recibidos siguen aprovechando los viejos procedimientos del folletín y el melodrama, de los que el cine no prescindió jamás. El bueno, bien en su papel de salvador, bien en el de justiciero (y también en el de desentrañador del embrollo), llega siempre a tiempo, sin que se nos aclaren los trámites que justifican su oportunidad. Lo que no se le toleraría a un drama se admite en estos productos de la industria moderna de los ensueños a domicilio. Y como lo que el público espera es el desenlace feliz, el que los caminos por los que llega sean o no lógicos le trae sin cuidado.
Es evidente que a este público no se le puede tentar con productos más refinados y exigentes: él no es ninguna de las dos cosas. Cuando un entreacto cualquiera le coge en plena calle, sacia su apetito con hamburguesas.
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