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Háblar a gritos

A Simone Ortega

Vuelvo a una vieja preocupación. ¿Por qué los españoles hablamos a gritos? Hablar, lo que se dice hablar, requiere siempre una cierta modulación sonora en la que caben por igual la claridad y la cordialidad. A la primera, el exceso sonoro la inutiliza. A la segunda le resta efusión contenida, mesura emotiva. Sí, hablamos a gritos. En alguna ocasión yo escribí que somos el pueblo que más grita y que menos comunica.

En el hablar estentóreo yace oculta una extraña pulsión: la de mostrar en cueros la propia intimidad. Nada hay más azorante, al menos para mí, que sentarse en un restaurante y sentirse obligado a escuchar los problemas de los vecinos de mesa. O, en el teatro, las confidencias de quienes están próximos, que además no permiten seguir con sosiego y silencio el espectáculo. Sobre todo si acudirnos a un cine.

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Somos un pueblo que escribe poco. Véase la escasez de los libros de memorias. Véase la parquedad —y, en general, la tosquedad— del estilo epistolar. Parece, pues, como si nos atrincherásemos en un reducto al que no puede llegar la mirada ajena. Semeja que escondemos la intimidad. Y sin embargo, en cuanto nos reunimos en tertulia ese reparo desaparece. Nos mostramos, nos exhibimos y no acertamos ni tan siquiera a guardar las formas dialogantes. Don José Ortega y Gasset decía que cuando un extranjero llegaba a Madrid lo que más le impresionaba de la calle —lo que en verdad le imponía— eran los rostros de los transeúntes. "Unas caras", afirmaba el filósofo, "que van disparando biografía". Las caras también gritan. Mas esta mostración tiene un tinte agresivo. Aparecemos, y por eso mismo, por el hecho de aparecer, ya pretendemos imponer nuestra presencia a los demás

Por de pronto, es una presencia que reclama atención, sin pedirla de modo expreso. Interesa que los demás escuchen nuestros decires pero al alzar la voz, todo lo que es matiz, finura valorativa y afán de entender se esfuma. Un amigo mío melómano pero enemigo de la ópera solía decir, entre serio y bromista, que los gritos de los divos no le dejaban oír la música. Y yo añado, en serio, que la vociferación del prójimo no me deja oír sus opiniones. Gritamos por gritar. Y, al tiempo, acompañamos la desmesura locutiva con la desmesura del gesto. En lugar de las frases bien medidas, metemos fonaciones de desgarro. Y ademanes más desgarrados aún. Es la gestualidad mediterránea, tan distinta de la nórdica, Con ella sustituimos las palabras, las palabras que enjuician, que alaban o que condenan, las palabras profundas o las simplemente ingeniosas. A Umberto Eco le escuché muy sabrosas disquisiciones sobre esta cuestión.

Todo ello trae consigo una cierta espasmodización de la vida cotidiana. Porque detrás del grito hay, en el fondo, una conducta atosigante. Cuando el prójimo se empeña en hacerse oír es cuando el interlocutor tiene menos deseo de escuchar. Y entonces aparece una curiosa actitud: frente al vozarrón de la persona se instala la pasividad del oyente. Desde aquí se pasa por grados apenas perceptibles hasta la desatención. Uno sospecha que aquel individuo intenta comunicarnos algo. Pero lo hace con tal brío que la comunicación se convierte instantáneamente en oclusión. Los gritos nos acorazan y, si somos indulgentes, aguardamos a que después del chaparrón sonoro algo quede en el escampo digno de manifestarse con timbres más audibles, menos imperiosos y menos abrumadores. Sí, nos acorazamos. Y ello es recomendable, pues al contertulio, al dialogante que nos fatiga con sus algarabías, si no le huimos, pronto acabará por aturdirnos y entontecernos.

El que grita, pincha. Hay un viejo artículo de Unamuno que lleva un título muy sugestivo. Éste: El español pincha más que corta. Los caminos divagatorios de don Miguel siguen otro norte. Pero yo pienso que eso de pinchar más que cortar puede aplicarse con otro fundamento a la relación coloquial de unos y otros. Con el grito se pincha. Con el hablar sin chillar puede cortarse. Y puede, cómo no, unirse. Por eso, frente a la gritería y como cortante remedio disponemos de la impermeabilidad que sabe esperar.

Pero con lo dicho ya va implícito un supuesto, a saber: que el exceso parlante, su potenciación en volumen, admite por eso mismo la falta de energía convincente. Hablo siempre, quede esto bien claro, de la relación estrictamente individual, la del yo con el tú y nada más. Porque si el grito es clamor, si el grito nace de la multitud, las cosas cambian. Con todo, parece que nosotros los españoles somos dados, por naturaleza, por inclinación espontánea, al grito y nada más que al grito. Véase una muestra bien notable. En el Diccionario de la Real Academia Española la voz grito viene definida así en su inicial acepción: "Voz sumamente esforzada y levantada". Pero en el Diccionario de Autoridades puede leerse esto otro: Grito: "La voz sumamente esforzada y levantada, no conforme al arte, sino al natural". "Al natural". Por muchas vueltas que le demos a esta última frase, siempre nos quedará como rescoldo la sospecha de que ese "al natural" denuncia o, mejor, testifica un uso generalizado. Un uso en el que persistirnos. Un uso que elimina muchas instancias humanas de primer orden. Entre ellas, la atenta consideración del otro. El tener en cuenta al otro. Lo que Nietzsche llamaba "la cortesía del corazón", esto es, la cortesía sin reglas ni leyes, la que emana espontánea y entrañable del alma de cada cual. En suma, la que posibilita la convivencia.

Yo no puedo entrar en los recovecos anímicos de los demás en razón de sus desmanes verbales. De sus chillidos. Si yo accedo a la recoleta vida del otro, será porque ese otro me inspira respeto. Mas si levanta la voz y hiere mis oídos con sus secretos, la exageración ya destruye lo que en sí la confidencia posee de entrañable. Cada problema personal posee su propia modulación, a la que debe responder la modulación de la confidencia. El grito no deja oír la música. El vocerío no pertenece a la geografía de lo privado.

De ahí el aire de plaza pública que tiene entre nosotros la relación amistosa. Pedimos, quizá, un consejo. Si al dárnoslo se desgañitan, ya no es consejo. Pretendernos comprender las angustias del amigo y también socorrerlas con nuestro aviso y nuestro ánimo. Pero si lo hacemos a favor de un bronco chorro de palabras, por sinceras que sean, el vector tonificante de lo que digamos queda anulado.

Y sin embargo, no tiene vuelta que somos un pueblo generoso y ayudador. Sí, sin duda. Pero esa generosidad y esa ayuda la sentimos con más calor y con más hermandad cuando se nos entrega envuelta en el terciopelo de algunas frases casi dichas al oído. Casi dichas como en un confesionario. Esto es lo valioso de la relación interhumana. De la que legítimamente podemos enorgullecernos. Lo demás es aspereza, pinchazo sonoro, tirantez locutiva. Desmerusa. De la que habremos de aislarnos si queremos no perder nuestra propia especificidad. Medida en todo, hasta en la medida, solía pedir Xenius. Sin duda. Pero entre nosotros, ente tú y yo, toda medida es poca. Toda es necesaria. Al saltarla nos saltamos a nosotros mismos. Nos desfiguramos. Y a la postre concluimos por no reconocernos. Las caricaturas de muchos hombres de letras vienen de desmesuras vocingleras, y no de ocurrencias en ocasiones magníficas.

La vida comunal es, en último término, un reflejo de la vida individual. Desechemos la caricatura del baladro. O correremos el riesgo de vivirla.

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