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El instinto de felicidad

Fernando Savater

No se asusten si estos días ven ustedes en los escaparates demasiados libros sobre el antiguo y algo pueril asunto de la felicidad. No se trata de una conspiración ni de una coincidencia, sino de los restos dispersos de una colección levemente provocativa que yo iba a haber dirigido y que no pudo ser por desdichadas (nunca mejor dicho) circunstancias: las contribuciones de Agustín García Calvo, Félix de Azúa, Luis Antonio de Villena, Aranguren y la mía propia se han salvado del naufragio y flotan ahora en diversas editoriales. Estoy seguro que quienes se molesten en leerlas lamentarán que la serie completa no haya podido ser llevada a cabo. Pero tampoco vamos a permitir que otro incidente editorial más nos amargue la vida, ahora que íbamos a hablar un poco de la felicidad.La apetencia de felicidad no es una pretensión que goce de la aceptación que sería lógico esperar: hay en ella algo de ridículo o de vergonzoso (y no hace falta detenerse a señalar ahora lo fácilmente que el primero de estos calificativos se convierte en la versión digamos profana del segundo). Desde el punto de vista moral, por ejemplo, reivindicar la felicidad tiene a partir de Kant connotaciones levemente indecentes, que sólo el utilitarismo anglosajón se ha atrevido a arrostrar con más common sense que perspicacia crítica. Pero fue el amable Feuerbach quien se empeñó con mayor insistencia en hablar de un "instinto de felicidad" y estableció rotundamente que "o la moral debe fundarse sobre el egoísmo, el amor a uno mismo, sobre el instinto de felicidad, o de otro modo no tendrá fundamento ninguno". El viejo Kant se hubiera encrespado ferozmente al oír semejante blasfemia, pues ya dejó dicho rotundamente que "el principio de la felicidad propia es reprobable... porque pone como fundamento de la moralidad impulsos que más bien la destruyen y anulan toda su sublimidad, en cuanto que éstos, haciendo una sola clase de las causas que mueven a la virtud y de las que mueven al vicio, enseñan sólo a calcular mejor, Pero borran toda diferencia específica entre uno y otra". Comprendamos el nerviosismo del piadoso pensador: si lo que hace al virtuoso practicar la virtud es lo mismo que hace al vicioso practicar el vicio, a saber, el afán de ser feliz, entonces resulta que en el fondo no son tan irreductiblemente distintos como parecen. El virtuoso será sencillamente un vicioso bien informado, un vicioso que calcula mejor...

En cuanto la moral reprueba al egoísmo como su opuesto, en lugar de aceptarlo como su fundamento, se convierte en una confusa variante de cualquier superstición religiosa en boga, como ocurre en el budismo schopenhaueriano, el cristianismo de Kant o el judaísmo de Levinas. La faceta de cura inconfeso y traidor, raramente mártir, que todo moralista lleva dentro, respinga en cuanto oye describir la ética como una variante inteligente del egoísmo y le hace sonreír con burlón azoro ante la reivindicación inacabable de la felicidad. Pero no se trata de una prevención exclusiva de los moralistas: los políticos -sobre todo los aparentemente más revolucionarios- comparten también formas de beatería semejantes. Recordemos a Marx y Engels coceando denodadamente contra el comprometedor egoísmo de Max Stirner, aunque justo es recordar que tampoco aceptaron del todo la abnegación imperativa de Moses Hess. Pero el sacrificio y la abnegación son políticamente más presentables que el egoísta afán de felicidad: los políticos de derechas piden el sacrificio en nombre de la patria, la religión o los valores tradicionales, mientras que los de izquierda actúan en nombre del desprendimiento, los dolientes o la sociedad venidera. Ninguno admite fácilmente que la defensa de la patria, de ciertos valores establecidos, la solidaridad con los oprimidos o contra la tiranía, provienen de la misma raíz inevitablemente egoísta y del mismo afán -mejor o peor orientado- de felicidad. Quien lucha contra la explotación lo hace por un ímpetu en el fondo idéntico al de quien explota al prójimo: porque ha llegado a la convicción de que le conviene más. ¡Qué intolerable decepción para los buenos samaritanos y las magdalenas arrepentidas!

Al perder de vista el egoísta instinto de felicidad, la moral se convierte en un desplante ininteligible o en una operación retórica de venta a plazos. Cuando los más destacados nigromantes del planeta se reunieron hace poco en Asís para orar por la paz, supongo que al son de When the saints go marching in, cosquilleaban con sus preces el afán egoísta de supervivencia de cada cual, el mismo apetito que desesperaba al belicoso rey centroeuropeo cuando apostrofaba a sus tropas en prudente desbandada con su famoso: "¡Perros! ¿Acaso queréis vivir eternamente?". Pero cuando el capo de los nigromantes condenaba por persona interpuesta días después la homosexualidad como torpe hedonismo, olvidaba que sin instinto egoísta de felicidad él no hubiera tenido ni audiencia en Asís ni clientela en el Vaticano desde hace 20 siglos. Por eso es claro que tanto lo de la paz como lo de la homosexualidad son simples paparruchas, palabra que, en mi opínión, viene de Papa. (Por cierto, ya verán ustedes cómo no falta quien se indigne por lo antes dicho, considerándolo una falta de respeto a sus creencias. Si el Papa dice que las tendencias homosexuales son intrínsecamente perversas, que los homosexuales son poco genorosos, guarros o lo que se le ocurra, no se trata de una ofensa, sino de una amorosa y paternal orientación que debo agredecerle con una limosna en la parroquia más próxima. Pero si con idéntico afán pedagógico hago público que considero al Papa un peligroso mentecato moral, más afín a lo circense que a lo cisterciense, resulta que soy un intolerante agresor de la libertad de cultos. Vaya por Dios.)

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Uno de los pocos grupos políticos que se han esforzado por introducir efectiva y abiertamente las exigencias del instinto egoísta de felicidad en la política cotidiana son los radicales italianos, que ahora de debaten -mitad por necesidad, mitad por estrategia- con la postura final de autodisolución. Los radicales han sido una izquierda sin el lastre comunista, cosa en la que se ha basado buena parte de su credibilidad. ¡Había que escuchar estos días en Italia al sutil Alejandro Natta a la vez justificar al estalinista Togliatti y al aplastado Imre Nagy con motivo de la rememoración de la ocupación militar de Hungría por tropas soviéticas! Seguir navegando por mares de libertad después de ese tipo de tormentas no es cosa fácil, aunque siempre ayuda el que los otros partidos veteranos,no carezcan tampoco de sus correspondientes esqueletos en el armario. En el importante haber de los radicales se cita el tema del divorcio, el aborto, la reforma jurídica, la campaña contra el hambre, etcétera, pero suele olvidarse, en cambio, una de sus mayores originalidades: Marco Pannella es el único líder político de cierto peso que ha afirmado inequívocamente que la raíz y fundamento del llamado "problema de la droga" no es otra cosa que la prohibición misma. El resto de las izquierdas vigentes, unidas o desunidas, tiene la misma concepción de fondo que

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la derecha en este asunto, la única diferencia es que hacen el papel del policía bueno y rehabilitador allí donde la derecha pide campos de concentración para drogadictos. La desaparición no tanto de los radicales, sino de la actitud radical ante la política de hoy sería una auténtica pérdida en un contexto general en el que la imaginación, que nunca ha sido de derechas, parece definitivamente haber abandonado a la izquierda para cuanto supongo un esfuerzo mayor al de preparar marchas anti-OTAN.

Pero reconocer con abierto impudor el egoísta instinto de felicidad como irreductible raíz común de hazañas y desafueros, crímenes y rasgos generosos, no equivale a propugnar el cínico, "a fin de cuentas todo viene a ser igual". Si bien el instinto de felicidad es algo previo a la razón misma, sus vías pueden y deben ser razonadas. El hambre puede ser motivo común de la ingestión de un alimento delicioso y nutritivo, así como de un adulterado producto venenoso, pero las consecuencias para el organismo en cada uno de los casos distan mucho de ser irrelevantes. Es preciso recuperar la capacidad de discernir y valorar lo preferible (es decir, lo íntimamente deseado) sin necesidad de ceder al instrumentalismo a fin de cuentas autodestructivo de la razón de Estado o a la efusión renunciativa y calumniadora de la vida terrenal del clérigo. Tanto en ética como en política la única fuente de lo debido es nuestro querer, pero éste no sólo no descarta, sino que requiere ilustración, análisis y comunicación de pareceres. También renuncia a la prestigiosa postulación del infinito: todo o nada. Mucho se ha hablado y con generosa inteligencia en los mejores casos (Ernst Bloch, por ejemplo) del papel optimista de la utopía en el desarrollo práctico del instinto de felicidad. Hasta parece que el único antídoto contra el conformismo fuera el impulso utópico, lo que permite prodigar en nombre de tan rara panacea estimulantes de lo más averiado o de lo más trivial. Quizá no sea del todo estéril comenzar a destacar las virtudes de un sano pesímismo -como índice de no rechazo del mundo, sino de verdadero apego a lo terreno- en la valoración eficaz de los gestos que el instinto de felicidad mejor ilustrado requiere.

Quede apuntado y a desarrollar en otra ocasión la idea de que uno de los más inesperados pero imprescindibles aliados de la cordura egoísta puede ser la renuncia pesimista a las falsas ilusiones y a los malos ilusionistas.

Como en tantas ocasiones en que la mayor lucidez se aúna a la mayor audacia o queda sin fruto, la lección de Nietzsche nos resulta imprescindible. En un admirable fragmento fechado el 10 de junio de 1887 y titulado El nihilismo europeo, Nietzsche reflexiona sobre las consecuencias del apagamiento del antiguo sentido del mal (y, por tanto, del bien) que lleva a unos a la conclusión de que "todo es vano" y a otros a reivindicaciones suicidas, crueles o apresuradas que sabotean lo mejor de su propia posibilidad. Y concluye con este párrafo sin mácula, paradójicamente coherente, no sólo con lo mejor de su obra, sino con la lección menos conformista y, por tanto, menos vanamente destructiva del instinto de felicidad reivindicado contra dioses e instituciones sanguinariamente endiosadas: "¿Qué hombres se revelarán ahora como los más fuertes? Los más moderados, los que no tienen necesidad de artículos de fe extremos, aquellos que no solamente admiten una buena dosis de azar y de absurdo sino que la aprecian, aquellos que pueden pensar al hombre con una considerable reducción de su valor sin por ello hacerse más pequeños o más débiles: los más ricos en salud, los que tienen talla para afrontar la mayoría de las desdichas y por ello no temen tanto a las desdichas, hombres seguros de su poder y que representan con un orgullo consciente la fuerza alcanzada por el hombre".

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