La dicha
Dos libros recientes, de Félix de Azúa y Fernando Savater, se refieren a la felicidad. Son textos brillantes, en coherencia con la misma dicción de la palabra, y nuevos, en la medida en que adentran las manos en un asunto de cintura cursi.La felicidad interesa a todos, pero, a qué negarlo, confesarse feliz suscita demasiadas sospechas. La búsqueda de la felicidad da fama, pero creerse el gran beneficiario de ella es propio de los místicos, los locos o los necios. Proclamarse feliz no perteneciendo a ese catálogo resulta además obsceno. La gente educada nunca se declara sino moderadamente feliz y, en un comportamiento inteligente, tenderá a presentarse con el aire de una melancolía incurable. La felicidad, si tiene prestigio, es como un estadio inalcanzable. Lo propio de la vida, para quienes han adelantado en sabiduría, es el trato con la tristeza, y el prestigio de cualquier celebridad se rastreará siempre en el itinerario de sus desdichas. Sólo a pequeños sorbos, breves e inciertos, la felicidad es admisible en el panorama de una biografía digna.
¿Dice usted que le fascina su trabajo y es feliz?, ¿que está enamorado y es feliz? ¿No será que se engaña? ¿O acaso que no se cuestiona la existencia a fondo y pide poco? La verdad, la vida, lo que se entiende por real, es de por sí desventurado. Cuando alguien anuncia que pasará a exponer la verdad de una situación, los presentes entienden en seguida que habrán de disponerse para escuchar lo peor. Lo real es siempre lo desdichado, mientras lo dichoso queda prendido en la fragilidad de lo imaginario. Algo que cuando se detecta parece provenir de otra esfera de la que se derramaron casualmente algunas gotas.
Esta es la creencia, y así nada parece más seguro que sentirse desgraciado, mientras no hay situación más llena de zozobra que la de creerse feliz. La apuesta por la tristeza es profunda y peor que cualquier vicio. En ella se recibe comprensión y compañía. Al cabo, no hay prueba más heroica y solitaria que soportar la realidad de ser feliz.