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El escritor español en Europa

Durante los primeros días del mes de octubre se celebró en Rotterdam un encuentro internacional de escritores -bajo el lema Writers of all countries- al que fui cordialmente invitado. Los organizadores lo eran, a su vez, del justamente famoso Poetry ¡nternational, acaso el acontecimiento más importante de su género en lo que a poesía se refiere. Writers of all countries aspiraba a ser la réplica en prosa del festival poético. Por razones diversas, pero concordantes, la opinión generalizada al término del encuentro era, que éste se había saldado con un fracaso de bastante estatura. Pero más que del fracaso y de la inutilidad del evento, cuyas causas corresponde estipular básicamente a los organizadores, voy a referirme a la inutilidad misma de mi presencia allí en calidad de escritor español.Para adelantar algo, diré que la actitud europea -que se nutre del conocimiento y de la perspectiva que se obtiene de las cosas- hacia la literatura española no ha variado sustancialmente desde la muerte de Franco. En apariencia, y de hecho, seguirnos sin obtener los beneficios que pudieran derivarse de la curiosidad de nuestros vecinos del Norte.

Literariamente y de manera ya tradicional, España y Europa se comunican por vía unidireccional, es decir, que los únicos canales de información establecidos son los que funcionan de fuera hacia dentro sin proceso compensatorio de ninguna especie. Esto es evidente en la relación de títulos publicados por las editoriales y evidente también en el conocimiento que el mundo literario foráneo tiene acerca del nuestro. Lo peor de todo es que, por la fuerza de las cosas, esta condición unidireccional se ha, convertido en una norma aceptada de comportamiento. Así, mientras el escritor peninsular siente la obligación de estar informado de lo que sucede más, allá de sus fronteras, los británicos, franceses o alemanes no ven la necesidad de hacer el mismo esfuerzo en sentido contrario. Ni siquiera el hecho de haber sido traduc¡dos al castellano suscita en ellos la menor curiosidad. Cierta escritora británica, cuyos libros han sido publicados por una editorial española, me preguntó, con ocasión de una visita a su casa londinense, si conocía a no se qué autor dramático -británico, naturalmente-. Le respondí que no. ¿Cómo es posible?, me dijo. Puesto que se quedó mirándome con ojos atónitos un buen rato (y supongo, que tratando de asignarme el lugar apropiado en el cuadro de evolución de las especies), le pregunté a mi vez si conocía ella a cierto autor español traducido a su lengua, cosa que, por lo de más, no sucedía a la recíproca. "No", me contestó, "al único autor español que he leído es a García Márquez, aunque creo que no es español, ¿verdad?"

La anécdota permite apreciar hasta qué punto la norma de comportamiento a que he aludido se acepta sin el menor pestañeo. Pero también revela la expresión de un status inherente a la aceptación de la propia norma y a la incapacidad para someterla a la más, mínima revisión. No soy el único que está convencido de que el momento actual de la literatura europea es bastante crítico con respecto a décadas anteriores y que el mencionado status se sostiene sólo porque remite a un marco más general y profundo en el que las diferencias piramidales son un hecho.

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Lo que me proporcionó el encuentro de escritores en Rotterdam fue una información exhaustiva de la función que se espera que cumpla un escritor español en ese tipo de acontecimientos. Durante una de las discusiones públicas y preliminares a la lectura de la obra me encontré, sin saber cómo, sumergido en una polémica sobre los atentados sistemáticos contra la libertad de creación en nuestro país. Se hablaba de censura, persecuciones de la justicia y de encarcelamientos con una tenacidad que excluía todo argumento. Los conductores del diálogo -dos profesores de universidad y de sendos departamentos de español- parecían haberse fijado como objetivo (y si no fue así, entonces sus conocimientos acerca de la técnica de dirigir un coloquio eran bien magros) hacerme firmar alguna confesión que, acompañada de un1amento personal, serviría para poner al descubierto tanta fechoría. Ni qué decir tiene que no me presté a semejante juego. En primer lugar, porque me pareció malintencionado y desdeñoso, y en segundo lugar, porque no puede declararse que en España los artistas sufran persecución sistemática sin faltar seriamente a la verdad. Salí del acto, y en las explicaciones que pedí a continuación apareció el nombre de Juan Goytisolo por una de esas ranuras casuales por las que se filtra la luz de la evidencia en estos característicos diálogos de sordos. Consideraban a este escritor como el prototipo del intelectual español perseguido. Al parecer, el tono de sus declaraciones e intervenciones públicas así lo atestiguaba. Para mis interlocutores ahí tenía yo un caso ilustrativo de cómo, cuando uno se dedica a denunciar las tradicionales miserias de la cultura hispana, lo vejatorio de sus costumbres y el tenebrismo religioso en que nos hallamos sepultos, se persigue y oscurece la figura de un autor. Estas impresiones se vieron confirmadas después por parte de la concurrencia, que dijo no comprender bien mi actitud y que de una forma suave pero insistente me la reprochó.

De tal modo, vine a concluir que la parte del concierto que me correspondía y cuya partitura me había negado a interpretar era la misma que suele tocar Juan Goytisolo y que tanto conforta la conciencia de nuestro vecino del Norte.

Pero lo que puso remate al esperpento y no me dejó ya lugar a dudas sobre el sitio que yo ocupaba en el pensamiento de mis, anfitriones fue el hecho de verme excluido del debate que se organizó en torno a la literatura europea. No sólo no fui invitado a exponer mis opiniones, como se hizo con el resto de representantes europeos, sin faltar ninguno, incluido el turco, sino que además se asignó para mi lectura la misma hora. que para la de dicho debate. De esta manera no sólo se me excluía, sino que se me expresaba también la firme convicción de que no podía interesarme en absoluto semejante tema. Así, mientras yo debería leer en una sala junto a mis colegas asiáticos y suramericanos, en la de al lado los emisarios de los países civilizados se dedicarían a propósitos, más selectos. Como las patadas nunca vienen solas, se dio la circunstancia de que el público, como no podía ser de otra manera, abarrotó la estancia contigua y la nuestra se quedó tan vacía como una nave frigorífica. A la organización no se le ocurrió otra cosa que proponernos una espera paciente -¡después de hacer que viajáramos hasta Holanda con ese solo propósito!- para ver si una vez concluido el debate estelar a alguien le quedaban ganas de escucharnos. No voy a exponer aquí lo que con tal motivo dije a los responsables. La última vez que les vi seguían farfullando excusas inaceptables.

Creo que no debería relativizarse el valor de esta experienc¡a, ni negar el derecho a obtener conclusiones generales. Los hechos demuestran testaruda y puntualmente que la actitud de que he venido hablando está por desgracia bastante extendida y en estrecha relación con un aislamiento que nadie en sus cabales se atreverá a poner en duda.

La única posición que el escr¡tor español tiene ganada en Europa es la del denunciante, la del perseguido, en estrecha consecuencia con la tenebrosa e imborrable imagen que hemos ofrecido durante años. Los caminos de la creación propiamente dichos sólo salen a la superficie si se da la circunstancia de que aluden a la premisa básica de nuestro tercermundismo. Desde el punto de vista, europeo, el hecho de que no hayamos alcanzado la homologación pertinente en ciertos aspectos (cosa del todo discutible) justifica el desconocimiento y la indiferencia por las, condiciones y los resultados concretos de nuestras iniciativas. Y esta justificación les es tanto más necesaria cuanto menos halagüeña es su situación. El status que se han asignado a sí mismos, con una obcecación que les delata, es directamente proporcional al sentimiento de debilidad y, por tanto, con el miedo al peligro. La memoria negra de España les ha facilitado increíblemente el poder utilizar los recursos del distanciamiento y de la jerarquización cultural. Y el hecho de que más de un escritor haya aceptado el papel que le proponen ministros convecinos ha constituida una facilidad no menos apreciable.

Sólo me resta decir que nada hay más falso que ese interés que se ha pregonado en los medios de comunicación por la literatura española. Sería el primer caso en que el interés estuviera asociado con la indiferenc¡a más profunda. Pero supongo que el autoengaño forma parte de los sistemas para reunir energías y optimismo con que hacer frente a una realidad aplastante.

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