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Pareja de figuras

De las piezas teatrales de Pirandello, muchas son las que he leído y varias las que he visto representar. (Siempre que puedo, me gusta ver las obras dramáticas sobre las tablas, donde adquieren su plena eficacia; para ser actuadas se han escrito.) El Enrique IV no lo he leído nunca, pero, en cambio, he disfrutado de su, puesta en escena tres veces a lo largo de mi vida: la primera, en Buenos Aires, durante la década de los cuarenta, por una compañía italiana; después, en francés, hará unos siete u ocho años, en Ginebra, y por último, esta temporada, en Madrid representado por José María Rodero y su tropa. Ahora que ha pasado ya medio siglo desde la muerte del autor, esta reciente representación ha dado lugar a que, para juzgarla, se sitúe sabia y atinadamente la obra dentro de la atmósfera espiritual de su tiempo, sin perjuicio de comprobar la perennidad de su valor inmarcesible.En la época de su estreno fui testigo del crecimiento universal de la fama que -irradiando, cómo no, de París- le procuraba al nombre de Pirandello el éxito de Sei personaggi in cerca d'autore. En un ambiente literario tan rico, tan despierto, tan activo como lo era el de entonces, lo innovador de los Seis personajes piraridellianos entusiasmó a nuestra juventud; y en cuanto a mí, tan pronto como pude me apresuré a adquirir los demás escritos del mismo autor: la novela El difunto Matias Pascal, luego traducida al castellano, y la copiosa colección de cuentos para un año, que no ha sido traducida y que es para mi gusto lo más granado y precioso de este gran escritor. Según me parece, en ellos se halla reflejada de la manera más pura, más acendrada y, aun siendo así, la menos ostensible; esto es, con suma delicadeza y perfección artística, la visión del mundo que es peculiar de su autor, quien, cual ocurre con todos los creadores originales, nunca deja de marcar su impronta, nunca deja de hacer, sentir el timbre de su voz en cuanto hace. Quiere decir esto que, por supuesto, la personalísima visión del mundo que los cuentos admirables de Pirandello expresan está también -y, como digo, de manera aun más perceptible, como recalcada- en su citada novela y, desde luego, en sus piezas teatrales.

Lo curioso es, con todo, que esa singularidad del escritor original lo emparenta a la misma vez con el momento histórico a que pertenece, asimilándole a sus coetáneos, de modo que su obra, exclusiva e inequívocamente suya, es, no obstante, inequívocamente también de su tiempo. En el caso de Pirandello, muy bien recuerdo yo cómo, al aflorar su fama y llegar hasta nosotros, se hizo patente en nuestros círculos literarios el aire de familia que su pensamiento, y la manera de darle forma, presentaba con el pensamiento de Unamuno y la manera en que éste nos tenía acostumbrados a formularlo. Ambos hombres eran miembros de la misma generación, con diferencia de sólo tres años en su edad, pero cuando llegaron a tener noticia el uno del otro ya sus figuras públicas estaban constituidas en sus respectivos países a través de sendas Carreras literarias perfectamente definidas. Con eso y todo, resultaba por demás evidente su coincidencia en preocupaciones intelectuales, en temas fundamentales, en el modo de interpretar la realidad, en aquello que pudiera designarse como estilo de época, sin perjuicio de la más radical e inconfundible individualidad, que por lo demás era pretensión afirmada con insistencia en la actitud práctica como en la posición teórica de todos los escritores de esa generación, empeñados en el prurito de ser diferentes y únicos.

En efecto, los rasgos fisonómicos que ligan el producto artístico -y, en general, cualquier producto de cultura- a las cambiantes modalidades, por no decir modas, de cada momento histórico, se encuentran marcados -es inevitable- en todas las obras del escritor original, en cuanto que vive y trabaja desde su presente, y quizá, la superioridad que creo advertir en los cuentos de Pirandello, por encima de su novela y de sus piezas teatrales sea debida, a la integridad poética despojada que puede alcanzarse en el simple relato por contraste con la artificialidad de composición requerida en proyectos de envergadura mayor, a los que, de paso, se adhieren con más facilidad las accidentalidades y manierismos de la hora, mientras que, bajo su cobertura, aquello que es esencial y de veras significativo para la historia de la cultura queda alojado en el fondo.

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Este fondo, y no tanto las accidentalidades de su tiempo, es lo que acerca las figuras gigantescas de Pirandello y de Unamuno, haciendo plausible, casi obligado, su emparejamiento. Se trata, para empezar, de un fondo filosófico con el que se nos invita a participar de una manera u otra, a través de uno u otro género poético, en el drama del pensamiento, un pensamiento vivido y dolorosamente padecido hasta tocar con frecuencia, para expresarse, en el extremo de la gesticulación histriónica, lo que, en la terminología de las escuelas literarias corresponde al expresionismo entonces vigente.

Nunca han faltado, aunque tampoco abunden, los creadores literarios (o sea, poetas en el sentido lato de la palabra) dotados de una mente filosófica y capaces de usar sus posiciones teóricas como base para sus ficciones imaginarias. A veces, la proporción e integración del elemento intelectual con el imaginario es en ellos feliz: valga como ejemplo la poesía de Antonio Machado. Otras veces no consiguen la deseable armonía, Y las ideas quedan despegadas de la fábula, o incluso llegan a aplastarla, a desecarla, a esterilizarla. También ha habido casos de filósofos, como Sartre, favorecidos por capacidades literarias más que suficientes para ilustrar con eficacia su propio sistema de ideas mediante novelas o dramas. Pero el caso de Unamuno no tiene a este respecto paralelo en la modernidad. La relación de su pensamiento filosófico con la creación poética resulta, de hecho, tan singular como para haber sumido en el desconcierto a mucha gente. Es él, el hombre de carne y hueso llamado Miguel de Unamuno, no ya un creador literario dotado de mente filosófica, sino un filósofo original, creador también en este campo; sólo que un filósofo para quien, considerando inseparables pensamiento y vida, el instrumento idóneo en la búsqueda del conocimiento esencial se encuentra en la literatura viviente y no, como suele creerse, en el discurso especulativo. Un libro suyo poco citado y a menudo mal entendido, el que tituló Cómo se hace una novela, quizá constituya el más claro exponente de esta concepción que, por lo demás, está implícita en todo cuanto salió de su pluma, y de un modo supremo en la novela San Manuel Bueno, mártir. En cambio, los intentos teatrales mediante los que intentaba proyectar sobre el escenario su percepción de la realidad no fueron tan afortunados.

La virtud de proyección dramática de que él, por lo visto, carecía, la poseía con creces Pirandello, quien por su parte ni era un filósofo ni lo pretendió jamás. Sus intuiciones poéticas acerca de la realidad última y del juego de máscaras, que la ocultan -o en las que acaso consiste- son de una profundidad estremecedora y, por supuesto, no se reducen a esos temas, tan ubicuos en toda su magna obra, sino que abordan diversos aspectos de la realidad hasta completar una visión del mundo penetrada del más angustioso misterio. Si en el teatro consigue Pirandello sacudir al espectador desde el fondo de sí mismo, en sus cuentos hace que el lector se asome, anonadado, a los arcanos del ser. Y así, con el lenguaje de su época, habla para todos los tiempos el autor de Enrique IV.

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